Palabras
Es inevitable. Llevo ya tantos años narrando la historia que me llegó la hora de intentar escribirla. Tengo la libreta del primer día y guardo también otras dos con dibujos y hasta un mapa diminuto que pegué en una página cuadriculada para localizar lo impalpable. Al paso de años, me han grabado narrando la historia y el cuento parece que se fue cuajando solo, aunque desde el principio quería convertirse en novela.
En una sobremesa con unos escritores aprendí que los relatos que uno narra repetidas veces a lo largo de una vida nos avisan que ya están listos para tinta en cuanto nos damos cuenta de que los hemos narrado por lo menos dos veces sin mayores alteraciones. Cuando lo narrado se cuenta en voz alta sin cambios en sus hilos, nace la semilla que lo puede convertir en novela. No recuerdo la fecha exacta en la que me llamó mi amigo Philippe para presentarme verbalmente con Xavier Dupont. Me dijo que era diplomático francés y que les ocurría a ambos el antojo de asistir a una corrida de toros conmigo de guía. Acepté con la condición de que me invitaran a comer el día de la corrida, luego de asistir al sorteo de los toros a lidiarse por la tarde, pues desde ahí empieza el enrevesado ritual del azar que envuelve toda la liturgia de la tauromaquia. Por azar, Philippe no pudo llegar ni al sorteo y, por ende, conocí a Xavier Dupont en los corrales de la Monumental Plaza de Toros México y nos fuimos a comer sin conocernos del todo, pero dispuestos a lidiar en dos idiomas las películas y los libros, los poetas y paisajes que muy rápidamente fueron arando el paño de lo que se volvió una amistad imborrable.
Que se sepa de una vez por todas que hay cuentos que se regalan entre escritores, bien porque el autor en potencia se rinde ante el enigma de no poder encontrarle solución a lo que sueña durante meses como principio de una travesía o final de un trayecto, o bien porque hay samaritanos que acostumbran regalar perlas al Otro. Hablo de un pacto que solo se sabe entre el autor que se rinde ante los enredos de una trama y decide legarla al colega que ha de resolverla como mejor se le dé la tinta. He regalado cuentos que no pude cuadrar ni resolver, tanto como he recibido regalos invaluables de nudos, personajes y desenlaces que obsesionaban a los escritores que decidieron hacerme el quite, quitándoselos de encima para honra y reto de quien se encargará de rematarlos, para bien o para mal. Digo lo mismo de libros, e incluso, de amigos: la alquimia de presentar a dos amigos sin saber si han de triangular la amistad entre ellos o multiplicarse en afecto es equivalente a poner un libro en manos de alguien a quien la lectura bien puede cambiarle la vida o por lo menos, aliviarle el ánimo.
De eso también hablé con Xavier Dupont en la primera madrugada de nuestra amistad a primera vista, y al filo del amanecer, nos despedimos con la intención de volver a vernos en pocas horas. Se supone que cada quien pretendía dormir un rato y reunirnos en el desayuno previo a que Dupont se dirigiera al aeropuerto y sí, hasta que estábamos ante un plato de papaya y jugo de naranja que parecían gestos del Sol, me enteré de que Xavier Dupont era Agregado Cultural de Francia en Cuba y que su escapada a México había sido exclusivamente planeada para asistir a una corrida de toros con un frustrado torero que se dejó engordar con el necio afán de escribir novelas.
Xavier, al amanecer, ya se había mostrado como un maravilloso conversador francés en español (y viceversa), amén de diplomático de serena cordialidad que saciaba su antojo de tauromaquia en la plaza de toros más grande del mundo, sin saber ambos que se fincaba una estrecha amistad en conversación callada en medio de un embudo donde cincuenta mil aficionados presenciaban el sacrificio y muerte de unos animales que parecen mitológicos.
Cuatro meses después de aquella corrida de toros de cuya fecha no tenemos por qué recordar, me llamó Xavier Dupont. Estaba de vuelta en México, hospedado en el mismo hotel y con ganas de prolongar la conversación de libros y poetas que habíamos dejado pendiente en el mantel de un desayuno. Aunque no importe la fecha, quizá sea de importancia mencionar que se cumplían exactamente cuatro meses desde la última vista y me esperaba a comer en la misma mesa que nos había servido de desayuno el día que partió de vuelta a Cuba.
Es también probable que ambos vistiéramos la misma combinación de ropa del primer encuentro, como si saliéramos los dos de una fotografía inexistente donde apareceríamos ambos sentados en los tendidos de la plaza de toros más grande del mundo. Digamos que así podría diseñarse la portada para esta novela: una buena fotografía en blanco y negro de dos individuos, sentados uno al lado del otro, en medio de una multitud o en medio de la nada, conversando los prolegómenos de una historia que se convierte en un cuento digno de multiplicar su follaje en novela. Sin que ninguno de los dos imagináramos del todo lo que está por escribirse a partir de una narración que hasta parece tocarse, oler y verse… siendo solamente no más que palabras.
Abrí boca informando que ya no era temporada de toros y Xavier me la calló al instante:
—No… no… ahora vengo para verte por otro asunto. He hablado con mis dos hermanos y decidimos que seas tú quién escriba la historia de nuestra madre. Mamá vive en París y está también de acuerdo con que seas tú quien la narre.
Creo que tosí. Creo que tomé primero un largo sorbo de café y que encendí un cigarro (cuando aún se podía hacer eso en público) y le respondí que me parecía muy honroso, pero que —según la versión más pedante de mí mismo— así no se cocinaba la literatura. Creo incluso que tuve el descaro de añadir que ha habido no pocas ocasiones en que se me ha pedido ocuparme de una biografía como boleto garantizado para una fortuna que habría de compartir con quien me confiaba todos los secretos avatares y desconocidos logros de su vida. Por ejemplo, como prometieron dos camareros de Madrid y un taxista de Guadalajara.
—Me imagino, Georges… pero lo hablé con mis hermanos; el que es cineasta y el más joven que trabaja en Suiza… y no podrás negar que al menos me permitas contarte de qué va la vida de Ma Mère… porque allí hay por lo menos un buen cuento largo… o nouvelle, que tanto le gustan a ella.
No habíamos visto aún el menú y ya estábamos distrayéndonos en la compartida conversación que divide al cuento largo de la novela corta; el afán de leer relatos en voz alta y también las lecturas maratónicas de grandes novelones como homenaje polifónico para honrar la memoria de los grandes escritores… y parecería que nos desviábamos del propósito esencial con el que volvía Xavier a México, cuando sin gastar más saliva pareció trazar un punto y aparte sobre la nieve blanca del mantel y empezó a contarme lo que aquí ya nace como la novela de su madre.
Cochabamba
Marzo, 1932. Digamos que el patriarca se apellida Equis y que se llamó Evaristo. Dueño de minas y demás economías, Don Evaristo se enorgullece a diario con los números del Debe y el Haber, las cuentas saldadas y las ganancias depositadas en los bancos. Luego, viene la familia: tres hijos varones y Catalina, la niña de sus ojos.
De su mujer —Doña María Luisa—, hay quien reduce su condición a la de la resignación silenciosa, incluso cómplice de las rutinas férreas con las que Evaristo Equis saboreaba el imperio de su patriarcado, abiertamente entrelazado con las peores formas del machismo más necio. En casa de Equis se desayunaba, comía y cenaba exactamente lo mismo en lunes que en miércoles y viernes; había un menú alternativo para las tres comidas de martes, jueves y sábados, sin discusión ni reclamo, y Doña María Luisa hacía ojos ciegos cuando alguno de sus hijos osaba intentar enfrentar el poder del padre y pedir antojos sin agenda. Hubo días en que el hijo mayor dejó sin probar la sopa de un miércoles, y el patriarca ordenó que le sirvieran allí mismo, encima de la sopa, el segundo plato y la ensalada para que pareciera plato de perro.
Dicen que los domingos parecía festín porque se servían las sobras de la semana, todas juntas y revueltas… como plato para perros. Don Evaristo impuso en las tres comidas un rito de servilismo imperdonable: nadie podía hablar hasta que él y sólo él les dirigiera la palabra. A la hora de la comida —no tanto en los desayunos, porque en las mañanas no siempre coincidían todos a la mesa— nadie podía hablar hasta que hablara el Padre, con mayúsculas. Sólo podías hablar si Él, con mayúscula, te dirigía la palabra y entonces sí, podías responder. Peor aún, quedabas obligado a responder. Así la esposa y también los hijos. A pesar de la rigidez dictatorial de Don Evaristo, era un padre reverenciado por sus hijos, y Doña María Luisa enfatizaba el ritual de que tampoco se podía empezar a comer o probar la sopa o partir el queso hasta que el patriarca tomara el primer sorbo o masticase el primer bocado. Todos sabían que Evaristo Equis era dueño de una fortuna y señor casi feudal de un ejército de obreros mineros, empleados en oficinas y socios empresariales a lo ancho de toda Sudamérica. Evaristo era el rey de Cochabamba, quizá a la sombra de su rival Atenor Patiño —rey del Estaño—, pero al menos, Evaristo se sabía amo y señor sin sombra alguna en su mansión de dieciocho habitaciones, once criados, dos cocineras que habían sido nanas de sus hijos y un despliegue invaluable de muebles, espejos, gobelinos, platería, maderas y mármoles esparcidos por cada rincón de su paraíso patrimonial. Que no quepa duda: Don Equis era incluso cruel con sus criados y obreros de la mina. Dicen que llegó a deambular entre ellos con un fuete (otros hablan de látigos) y que a menudo extendía la mano derecha esperando que se la besaran los peones.
Fernando Equis, el hijo mayor, pretendía seguir los pasos del Padre y se había preparado desde la adolescencia para hacerse cargo de las minas. El de en medio —Juan Bernardo— es contador y llevaba las cuentas de todas las empresas y economías del viejo Evaristo; se había especializado en finanzas no solo en aulas de La Paz en Bolivia, sino en Buenos Aires y en alguna que otra universidad norteamericana, para así convertirse en el mejor administrador posible para el imperio de Don Equis. El tercero de los varones, llamado Luis Antonio, tuvo inquietudes artísticas que fueron evidentemente sofocadas por el Padre y se volvió un hombre que aprendió intuitivamente los rudimentos de la minería y sabía mucho de esos tiros dentro de las minas, y se podría decir que vivía literalmente metido en la mina, bajo tierra.
Es injusto que el retrato de la madre quede solo como paño de servil quietud. Doña María Luisa fue una madre amorosa incluso antes de embarazarse del primero de sus hijos, pues fue el hombro que mimaba a escondidas los tropiezos del hombre que soñaba con reinar en opulencias, y conforme le llegaron sus críos, se volvió una reina de la palabra hogar, de los estambres con los que confeccionaba perfectas prendas y de los hilos de carpetas, carpetitas y manteles. Dueña del sazón de su cocina, Evaristo creía honrar sus delicias con el invento de los menús inamovibles, cuando en realidad podría haberla dejado probar a lengua suelta todas las recetas que había heredado de siglos pasados en ollas de su familia, o sortear diferentes sabores que soñaba traer de vuelta a su mesa con cada uno de los viajes al mundo en los que acompañó al patriarca incontestable.
Era una mujer que guardaba en el pecho la conciencia ajena del marido. La que silenciaba para sí misma las cuentas pendientes, las que no son de números ni de plusvalías: corruptelas y cochupos, acuerdos oscuros con políticos deleznables y abusos de lesa autoridad que su marido fue inventando para sí mismo. Era una mujer que en contadas y muy íntimas ocasiones llegó a ponerle en claro las verdades al patriarca, aunque nunca hiciera guiño de desacuerdo alguno ante los demás y, mucho menos, ante sus hijos. Quién sabe qué ramo de ideas o ilusiones mantienen viva la llama de una mujer que quizá desde hacía tiempo digería el amargo sabor de la ambición y la usura que regía el alma de Evaristo, pero no es difícil intuir que conforme llegaron los hijos, el ánimo y empeño de María Luisa se concentraron en acunar y fertilizar lo mejor posible las vidas que les quedaban por delante.
El día que interesa a esta novela parecía no tener fecha precisa ni hora aproximada y, sin embargo, al paso de los años y la suma de ocasiones en que lo he narrado, todo indica que fue un 11 de marzo del año 1932 (alrededor de las 15:00 horas, en el momento mismo en que Don Evaristo hundió su cuchara en una sopa que más bien sería caldo de pollo con verduras), cuando Natanael, que servía de mayordomo, interrumpió el ritual, diciéndole Patrón, lo buscan en la puerta.
Evaristo Equis acababa de meter la cuchara en la sopa correspondiente a los jueves, misma que se servía los martes y sábados, más que minestrone de verduras, y extraordinaria por cierto, pues ahora conozco la receta y su secreto. En el momento en que está a punto de dar el primer sorbo viene la interrupción del mayordomo y el patriarca voltea a mirarlo con ojos exageradamente anchados. Tanto los hijos como Doña María Luisa jurarían que el hombre aventó la cuchara, exagerando también el grado de su coraje y que dijo No te das cuenta, imbécil, que acabo de meter la cuchara, acabo de inaugurar esta comida de siempre, y la Doña que le dice no te pongas así, y el sátrapa que le espeta ¿A ti quién te ha dado permiso para hablar? ¿Qué me dices, María Luisa?, y levantándose de la silla patriarcal le dice al mayordomo que más vale que sea un asunto de vida o muerte. Silencio incomodísimo para todos y para el mundo entero.
—¿Qué pasa? —dijo Evaristo Equis encaminándose al salón que daba a la entrada.
—Que está un minero a la puerta, Señor, y que dice que es de vida o muerte. No dijo si hubo un desplome o si algo haya explotado allá abajo.
El hijo menor, Luis Antonio, que es el que mejor conocía de las minas, se había levantado de la mesa y siguiendo al ogro lo alcanzó por el brazo. Evaristo giró para escupirle en palabras como dardos ¿A ti te está llamando alguien?, y siguió hacia la puerta con una zancada parecida a la que largan los que se creen jefes de Estado o los que creen que siempre llevan la razón en cada paso. Lo que escribo a continuación consta y reconsta porque —sin que lo sintiera Don Evaristo— el mayordomo Natanael permaneció a su espalda y también la cocinera Elvira que había sido nana de los cuatro hijos.
Abre la puerta y está parado en el quicio un minero de 1.92 de estatura. Un roble. Un árbol hecho hombre estéticamente perfecto: bíceps, tríceps y pectorales de ébano; rostro que no simple cara, pómulos de cordillera de los Andes y ojos ligeramente claros y lluviosos. Un hombre bello que impresiona en silencio a Elvira y a Natanael, ambos resguardados en la sombra, a unos pasos de la espalda de Don Evaristo que pregunta al hombrón ¿Qué pasa?, mirándolo de abajo hacia arriba y el hombre dice llamarse Pedro… Pedro García… y interrumpo porque es de vida y muerte… porque vengo a pedirle permiso para hablar con su hija Catalina… porque me quiero casar con ella.
La criada y el mayordomo son testigos de que el Señor le contesta al tiempo que le rechinan los dientes que Tú a mi hija no la vuelves a ver en tu puta vida… Si crees en Dios, agradécele que no te mate ahora mismo y que no te corra de las minas… y cerró la puerta sellando un silencio con la mirada que lanzó como dardos directamente a las pupilas de Elvira, y luego a los ojos de Natanael.
Aquí no ha pasado nada. ¿Estamos? Lo que Usted diga, Patrón, y vuelven al comedor y la nana Elvira se mete a la cocina por otra puerta y Natanael se queda incólume mientras el viejo vuelve a su trono en el comedor, arremete con la cuchara el caldo y comió como si nada, como si nada hubiese ocurrido y sin decirle nada a nadie. Nada y nadie sinónimos de su silencio siniestro.
Cuando sirvieron los postres, el mismo dulce que se servía martes, jueves y sábado, Don Evaristo se quedó mirando a Doña María Luisa y rompió el silencio o el ruido de las cucharillas postreras diciendo Le debemos un viaje a la niña, ¿no crees? Como ya le había dirigido la palabra, su esposa respondió ¿De qué viaje me hablas? ¿Por qué le debemos un viaje a Catalina?, y el viejo Evaristo, sin dirigirse aún a su hija, cubrió la mesa con una sentencia como de neblina con aquello de que La niña ya tiene dieciséis años, ¿no? Y yo había dicho que a los quince venía un viaje y no me gusta quedar en deuda con nadie, ¿no es así, Juan Bernardo?
—Tú qué dices, mi niña —dijo Don Equis con un ligero sabor de ternura absolutamente fingida en su voz de patriarca.
—Pues la verdad es que yo sí esperaba ese viaje desde el año pasado. Los dieciséis ya pasaron desde hace tres meses, o sea, yo ya tengo dieciséis más tres… o el tercio si se le llama así.
Don Evaristo encaró a los hijos hombres y casi en una sola respiración dispuso el nuevo orden de su imperio. De una sola embestida, como toro bravo enfurecido por los engaños de su propia capa negra, el ogro era capaz de ordenar o más bien dictar el curso y decurso de las vidas ajenas y, una vez más, como hizo tantas veces a lo largo de nefanda dictadura, lo ejercía sin trastabillar. Al mayor de sus hijos le dijo Que tú te encargas de todos los negocios, a tratar con los socios y amigos de fuera o dentro. Harás el trámite para las líneas de crédito… que me las puedas enviar por telegrama a dónde te vaya indicando por adelantado. Así se amparan los gastos que vayamos teniendo durante el viaje. Al segundo de sus hijos, Equis le ordenó Tú sigue como estás… poniendo en orden diario la contabilidad y las inversiones, los números de los almacenes y lo que surta cada uno de los proveedores y de las empresas. Por supuesto, espero que tú (dirigiéndose a Luis Antonio, el más joven de los tres, pero sin mirarlo a los ojos) bajes más seguido a la mina y espero que ejerzas un control más estricto en los horarios y que todos los mineros que andan allá abajo, absolutamente todos… que nadie se me salga de la disciplina que salva vidas…, y que le pregunta Luis Antonio ¿Pasó algo con un obrero, papá? Y que reacciona el patriarca con Nadie está diciendo nada de eso. De ninguna manera… Yo no dije nada en ese sentido y lo que quiero decir es que su madre, la niña y yo nos vamos a Europa.*
* Una vez que narré la historia en un colegio de Guadalajara, se levantó una voz entre todas las caras de la secundaria y gritó Era de esperarse. El pinche viejo macho se la tenía que llevar a las Europas nomás pa’chingar al obrero, por moreno y pobre… ¡Negro! Lo que pasa es que todo moreno es negro para el supremacista, dijo una señora en una tertulia donde también narré la historia, porque encima de todo suelen ser racistas, estos viejos de mierda, y yo les decía que esto apenas empieza, para intentar calmar el nervio con el que recibían el aperitivo de la novela.
Catalina
Si Catalina tenía dieciséis años y un tercio de meses cuando ocurre la comida que le cambia la vida, como Madre de Xavier tenía poco menos de ochenta años de muchas vidas cuando su hijo me encargó que le escribiera su historia. Habíamos pedido de comer en el restaurante del hotel, en la misma mesa donde habíamos desayunado cuando nos despedimos del primer encuentro, y Xavier Dupont ansiaba avanzar con el relato, pues hasta este momento yo no había dicho si aceptaba o no escribir historia alguna.
Para convencerme o tan solo para animar su relato, Xavier dispuso sobre la mesa siete fotografías que con el tiempo terminaría copiando para mi felicidad. En una de ellas se ve a Catalina al filo de los quince años, con una cabellera que nunca dejaría de crecer blonda y, sin embargo, mantendría siempre a la altura de los hombros claros. Se le ve de medio perfil con una leve sonrisa que podría parecer triste si estuviese pintada al óleo, pero que, por el juego de los grises de la fotografía, revela una alegría misteriosa, como si la niña supiera que la miramos en otro mundo, un mundo de colores donde se habla de ella y de los encajes de un vestido que insinuaban ya el nacimiento de sus senos. Sueños, dije para no ofender a Xavier, sin pensar que estaba yo pensándola en voz alta y más aún que la seguí pensando cerquita ante la segunda fotografía, donde se le ve en medio de una carcajada, con el viento de todos los árboles de París envueltos en la misma cabellera que volaba en los Andes. Es una mujer, aunque por la fecha sigue siendo la niña de los encajes y mira directamente al lente, la placa quizá fue tomada por un fotógrafo de acera, de los que captaban instantáneas al paso de los paseantes y corrían luego hasta alcanzar al retratado para venderle su oficio. Al paso de los años, con el envío de papeles escaneados y otras muchas fotografías, descubrí que Catalina Equis había nacido en Cochabamba el 24 de noviembre de 1916 y que no era exacta o precisa la respuesta que dio al padre en la sobremesa que determinó su destino. El caso es que el 11 de marzo del año ’32, la niña Catalina dijo tener dieciséis años y un tercio de meses encima, aunque la realidad suma un poco más de tiempo hasta ahora sin tinta.
Como todas las mujeres del mundo, en algún momento de su existencia, Catalina Equis supo que era la mujer más bella del planeta. Así, en ese instante donde respiran absolutamente todas las mujeres de cada una de las generaciones y paisajes que forman la Tierra, se saben la mujer más hermosa del mundo sin que nadie se los tenga que decir. Quizá en callada presencia de alguien o ante un espejo donde nadie más la vea, antes de dormir o al amanecer de un sueño intranquilo, en medio de una calzada arbolada por donde ocurre un paseo o en el silencio de una pausa frente a la pantalla de un cine, esa mujer supo perfectamente, como toda mujer de todos los tiempos, lo que era. Instantes de conciencia y reconocimiento, a solas en un bosque, a solas en medio de una multitud… callados momentos, vistos y no vistos.
Algunas mujeres lo olvidan de inmediato, y otras, logran prolongar el instante para toda la vida; hay quienes lo resucitan en los minutos que laten mientras se maquillan sin necesidad de verse al espejo, o en el reflejo de la ventana de un escaparate, y otras, lo vuelven a sentir en cuanto se enamoran o dejan de enamorarse, o se convierten en madres, y otras, no pocas, que sólo lo perciben al filo de la muerte.
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