Partamos del ejemplo que por mucho es el más sencillo: el libro electrónico. Objeto de una infatuación colectiva, durante un tiempo floreció como una exuberante planta tropical para luego marchitarse con el mismo apremio con el que surgió. Hoy día, parece prosperar la idea de que el libro electrónico es, junto a otras tantas, una modalidad de lectura que continuará subsistiendo sin dañar al libro impreso de una manera irreparable, como algunos lo esperaban y como, por el contrario, ha sucedido en la industria discográfica bajo el impacto de los medios electrónicos.
- Te recomendamos El silencioso oficio de editar Laberinto
Retrospectivamente, se puede decir que, durante algún tiempo, el libro electrónico, sobre todo, le dio a muchos el derecho para poder proferir cualquier tipo de sandeces. Recuerdo una voz y una noche de verano, en una casa de estilo californiano en una isla griega en gran parte deshabitada. La voz era la de una señora de una posición más bien desahogada, usufructuaria de múltiples nacionalidades, la cual declaraba su entusiasmo por los libros electrónicos porque le permitirían hacer limpieza en la casa, eliminando de una vez y para siempre aquellos incoherentes objetos de papel que emergían por todas las esquinas y que acumulaban polvo: los libros.
En cuanto a Amazon, el caso es mucho más complicado y mucho más relevante. Y aquí será necesario remontarnos un poco hacia atrás. Cuando aparecieron los primeros libros Adelphi, en 1963, nadie se imaginaba que medio siglo después la máxima concentración de dinero se derivaría no del petróleo sino de la publicidad.
Situación que incluso los senadores estadunidenses tuvieron dificultades para entender hasta hace unos meses, cuando Mark Zuckerberg pronunció las dos palabras que se han convertido en el sello mismo del tercer milenio: “Tenemos publicidad”. Aquellas palabras fueron la respuesta a un senador que no lograba explicarse cómo era que Facebook ganaba dinero; más bien, mucho dinero. De igual manera resultaba inimaginable que un revendedor de artículos varios se hubiese vuelto el hombre más rico del mundo. Esto no era una rareza, pero sí una de las muchas y muy diversas consecuencias de la entrada a la era digital.
Con argumentos sólidos, una gran parte de la humanidad, tanto en Oriente como en Occidente, ahora se dedica a comprar, a través de internet e invirtiendo muy poco tiempo para hacerlo, una inmensa cantidad de artículos diversos y servicios. Amazon devino emblema de esta mutación —y resulta significativo que sus primeras aplicaciones se hayan circunscrito a los libros, terreno económicamente modesto, donde las compras a menudo requerían búsquedas accidentadas y frustrantes—. Lo que sucedió con los libros es, por lo tanto, solo una parte de un proceso unilateral e irreversible que sólo puede irse perfeccionando. Cada intento de oposición a este proceso acaba siendo pura ilusión, basado en evaluaciones artificiosas de las fuerzas en el campo.
Ninguna cadena de librerías podrá competir nunca con los inmensos almacenes de Amazon y con su capacidad para entregar el producto en un tiempo mínimo. Y esto reviste evidentes consecuencias para las librerías. Pero no para aquellas que en un principio se sintieron amenazadas. Las empresas que hoy corren más riesgo son las más grandes, que de golpe se revelan insuficientes en cuanto que ya no son lo suficientemente grandes. Por otra parte, si crecieran todavía más alcanzarían dimensiones desproporcionadas en el mercado de los libros, que aún es un mercado pequeño que, al máximo, aspira a mantenerse estable.
Sin embargo, en este punto debería ser evidente que el cambio radical en el mundo de los libros no es más que la repercusión de un cambio mucho más amplio, que de hecho afecta a todo.
Hoy en día, el libro es algo que vive en los márgenes, y casi de reflejo, respecto a un magma en perpetuo cambio, que se manifiesta en las pantallas.
Que se trate de pantallas y no de hojas de papel es una diferencia gnoseológica, no funcional. Se llevará tiempo comenzar a comprender la transcendencia, en el aparato del conocimiento, del salto de la página de papel a la pantalla. Y cómo esto ha llevado a una frustración progresiva de cualquier posibilidad de ver el mundo como un Liber Mundi, incluso si esa forma de mirar continúa implícita en nuestro pasado más esclarecedor, al menos hasta las correspondances de Baudelaire.
Este proceso global envejece de una manera impresionante los libros que hoy mismo se están escribiendo. Ya los escritores son considerados como un sector de productores de contenido y muchos se sienten satisfechos de ello. Pero esto presupone la obsolescencia de la forma. Y donde no hay forma no hay literatura. Esto ayuda a comprender ese sentimiento de angustia y opresión que suscita la literatura del nuevo milenio. Para darse cuenta de esto, bastaría con comparar los libros de los últimos 20 años con los que se publicaron durante los primeros 20 años del siglo XX. Una comparación que resultaría abrumadoramente desfavorable para el presente.
"La librería tendrá que presentarse como un lugar donde se tienen ganas de entrar"
¿Cómo se traduce todo esto en la vida de todos los días de un librero? Empecemos por el primer paso: entras en una librería, miras a tu alrededor.
Si lo que se quiere no es comprar un determinado libro, sino también ver qué otros libros se ofrecen, de inmediato uno se planteará una pregunta: ¿qué criterio presupone el orden y la disposición de los libros? Para entenderlo, es necesario plantearse otra pregunta: ¿esta librería presupone una noción de esa entidad sin márgenes, siempre mal definida y siempre dirimente, que se acostumbra llamar literatura? Si la librería está relacionada con la literatura, sólo será evidente, en una variedad de formas, a partir de la disposición de los libros.
¿Y si se trata de una reventa de artículos varios, tal como hoy en día lo suelen ser todas las cadenas? No importa cuán variada sea la oferta, siempre será mucho menos que lo que ofrece Amazon. Todas las grandes tiendas siempre serán un pequeño almacén en comparación a ella. Y el tiempo y el esfuerzo requeridos para comprar los diversos artículos tenderán a reducirse a favor de Amazon.
Consecuencia inmediata: la librería como gran emporio, donde en línea de principio se encuentra de todo, no parece tener un futuro prometedor. Pero ¿qué pasará con el otro tipo de librería, la que presupone la noción de literatura? Para esta librería, sólo se abre un camino: enfocarse en algo que no se puede obtener de una manera electrónica: contacto físico con el libro y calidad.
¿Pero qué es la calidad? No existe pregunta más difícil que ésta. En la famosa novela de Robert Pirsig, Zen y el arte del mantenimiento de la motocicleta, una de las más memorables de la segunda mitad del siglo XX, un padre y un hijo atraviesan Estados Unidos en motocicleta tratando de entender qué es la calidad, sobre la base del Fedro de Platón. Y no llegan a un resultado irrefutable, exactamente como los neurocientíficos de hoy, que escriben acerca de los qualia pero no logran decirnos nada esencial sobre ellos. Y sin embargo la calidad —inasible, indefinible, elusiva— sigue siendo una presencia constante en la vida de todos. La calidad califica cada momento, como el lenguaje nos obliga a decir.
¿Pero cómo, por ejemplo, puede manifestarse la calidad en una librería? La respuesta, inevitablemente, es empírica y en larga medida hipotética. Puede ser que la calidad le atañe, principalmente, al lugar. La librería tendrá que presentarse como un lugar donde se tienen ganas de entrar, con la misma naturalidad con la que, en el siglo XIX en Londres, algunas personas entraban en su club o en su pub favorito.
Pero aquí no es necesario conocer a los otros socios o patrocinadores. Los socios serán ciertos libros que descansan sobre las mesas o sobre las estanterías. La librería debe ser el lugar donde, como quiera que sea, podamos encontrar algo que queramos leer. Que puede ser la novedad recién impresa o la traducción de un texto cuneiforme.
Traducción de María Teresa Meneses
@ Il Corriere della Sera
ASS