El comunismo no ha muerto, en cierto sentido goza de envidiable salud. El colapso del Muro de Berlín y la desaparición de la Unión Soviética le asestaron un duro golpe, definitivo de acuerdo con algunos diagnósticos inmediatos, mas su memoria e ideales emancipatorios resuenan todavía en algunos ambientes, y el lenguaje político lo reanima intermitentemente. Incluso en su momento de mayor fuerza, después de la Revolución rusa, la “amenaza” comunista rebasó con mucho las posibilidades efectivas de los agentes históricos para cumplirla a escala planetaria como deseaban espartaquistas, trotskistas y consejistas. Si el Manifiesto comunista detectó temprano su fantasmagórica presencia, reducida entonces a Europa, la Guerra fría se encargó de mundializarla, al someter a su código binario todas las luchas imaginables dentro de los campos social y político.
Para hacerle frente a la potencia ideológica de esta presencia espectral, de antiguo numerosas voces se han unido en el variado, contradictorio y potente coro anticomunista. Fundamentalmente reaccionario, históricamente éste ha dirigido ataques y diatribas contra distintos grupos y proyectos —sindicatos, bolcheviques, inmigrantes, artistas, guerrilleros, estudiantes y naciones enteras—, entablando alianzas, a primera vista inverosímiles, entre conservadores, liberales, anarquistas, socialistas, católicos, demócratas, militares y tecnócratas, según el tiempo, la circunstancia y el lugar. Tan viejo como el comunismo, e inseparable de su trayectoria, el anticomunismo es una ideología (o más precisamente la vertebración discursiva de un conjunto de prejuicios) muy nebulosa y acaso más difícil de aprehender que su antagonista.
Insistimos en la naturaleza variopinta del anticomunismo sin suponer que quienes lo suscriben proceden de una matriz común, ni tampoco que entiendan lo mismo por el vocablo. Seguramente los sinarquistas pensaban más en las reformas cardenistas que en el estalinismo o la línea de la Tercera Internacional, mientras que los seguidores mexicanos de Ludwig von Mises estaban probablemente alarmados por la planificación soviética, la colectivización forzosa del campo, la estatización de la industria y el acotamiento del mercado. Los intelectualmente menos sofisticados, abominaban el descreimiento religioso de los comecuras rojos. Aspectos tales como la inexistente pluralidad política en el bloque socialista cobraron importancia con los exilios de la disidencia comunista en la posguerra y acaso pocos se preguntaron en su momento por los motivos de la presencia de Trotsky en nuestro país. El liberalismo de la Guerra fría concentró las baterías en el totalitarismo del Este —con argumentos de Karl Popper, Hannah Arendt y Daniel Bell, entre otros—, a la vez que el anticomunismo del Frente Nacional Anti-AMLO (FRENA) luce más próximo a la aversión contra el Estado de los libertarianos estadunidenses que a ser una rama del árbol sinarquista.
La fractura de la Segunda Internacional en la Gran Guerra separó irreconciliablemente a socialistas y comunistas, alentados estos últimos por la Komintern a formar partidos propios en todo el mundo. El Partido Comunista Mexicano, si bien pequeño, estuvo bastante activo en las luchas sociales y en la conformación de agrupamientos obreros y campesinos en los primeros lustros de la posrevolución. Asimismo, tras la irrupción en el arte y la cultura en la década del veinte, el comunismo se extendió al campo intelectual, ganando espacio en el proyecto educativo del régimen. Con todo, el comunismo creó una intelectualidad robusta desde las modestas trincheras que conformó en el ámbito editorial a partir de los treinta, y en las universidades públicas, masificadas en los sesenta y setenta del pasado siglo.
México comenzaba a rehacerse de los estragos de su propia revolución de la mano de Lázaro Cárdenas. Mientras la izquierda aspiraba a radicalizar la Revolución, la derecha dura coqueteaba con el sinarquismo; y, la blanda, proclamaba por objetivo el bien común, asequible gracias al dinamismo de la empresa privada y a la moralidad católica que precavería a la nación de los excesos del egoísmo capitalista. A los reclamos de las élites empresariales y religiosas contra las políticas del general michoacano se unió una crítica antiestalinista lanzada desde el ámbito socialista que amplió los contornos del debate anticomunista en México. De la mano de exiliados europeos como León Trotsky, Víctor Serge, Julián Gorkin, la pugna por la renovación del socialismo se volvió profundamente crítica del comunismo soviético, abriendo la puerta al encuentro con posiciones de corte menos reaccionario.
La Nueva Izquierda irrumpió en los sesenta en la escena cuestionando la estrategia de un comunismo anquilosado; procuró incorporar a nuevos actores sociales a la causa socialista (jóvenes, mujeres, homosexuales) y escuchar a las voces disidentes del Este. Abundaron nuevas elaboraciones marxistas acerca de la índole de las sociedades poscapitalistas y, eventualmente, de su reforma para alcanzar los objetivos socialistas. Historia y Sociedad, Coyoacán, Cuadernos Políticos y El Machete, en la ladera izquierda; Plural, Vuelta y Nexos, en tonos distintos, abrieron sus páginas a la reflexión teórica más densa o a temas de coyuntura. La especificidad del desarrollo histórico latinoamericano, la Teoría de la Dependencia, las guerras civiles centroamericanas, la renovación del marxismo, las condiciones de la democracia en México, el socialismo en el bloque soviético, el diálogo de la izquierda con la Teología de la Liberación, las políticas hacia los jóvenes y las mujeres preocuparon las primeras. La disidencia en el campo socialista, la democracia liberal, la crítica de las izquierdas armadas, la modernización económica, los intelectuales y el poder, el libre mercado y el totalitarismo comunista interesaron a las segundas.
Vuelta y Nexos fueron las únicas que transitaron al mapa editorial de los noventa, reconfigurado con base del colapso del socialismo soviético y el capitalismo desregulado de la globalización. Cada una haría su propio balance del cambio epocal en sendos coloquios que culminaron en agrias disputas por el poder intelectual, si bien las diferencias ideológicas se disiparon en los noventa, contribuyendo ambas publicaciones y sus respectivas cofradías intelectuales a formular el consenso neoliberal. Una y otra dieron la espalda a la protesta neocardenista y recusaron la insurrección indígena en la Lacandona. En uno y otro caso, juzgaron, el México bronco y atrasado ofrecía las últimas resistencias a una modernización inevitable e intrínsecamente positiva sin hacerse cargo de los costos sociales que conllevaba. Esta era la prioridad y, en un momento posterior, llegaría la democracia electoral plena. Incluso el corporativismo priista sería reciclado en beneficio de una modernización excluyente. La economía ordenaría a la política y no al revés como hizo costumbre el nacionalismo revolucionario.
Sin rivales de peso a la vista, y con una izquierda que no acabó de procesar la derrota del socialismo inspirado en la Revolución de Octubre, el campo intelectual se despobló de la inteligencia socialista tan activa y refinada teóricamente que había animado el debate público de las décadas precedentes. El ágora televisiva, el espacio finisecular de formación del consenso, se abrió a los intelectuales afines al régimen y lo cerró a las voces discordantes, justo cuando la pluralidad crecía en la sociedad civil y la transición democrática daba algunos pasos ciertos. Sin lugar en los medios electrónicos, y con escasa presencia en la prensa nacional, la izquierda intelectual perdió su lugar en el mundo editorial monopolizado por los grandes sellos globales, salió de los catálogos y vio desaparecer una a una las revistas teórico-políticas.
Empero el triunfalismo de los noventa condujo a adelantar vísperas. Si al proyecto comunista le cayó encima el Muro de Berlín, al neoliberalismo le apareció el enemigo insospechado del populismo, al cual Francis Fukuyama —heraldo del fin de la historia— no acierta todavía cómo desterrarlo del reino de la felicidad. Acreditando que las mentalidades cambian más lentamente que el mundo sensible, cual acto reflejo, dos discursos binarios contrapuestos dominan el debate público actual. Neoliberales y populistas, cada uno con sus dogmas, enemigos y teleologías, simplifican la realidad a su arbitrio, arropados en las respectivas feligresías. A falta de categorías para aprehender un mundo que se les ha vuelto incomprensible, la salida intelectual fue desempolvar los viejos cartabones ideológicos. El ascenso de los populismos de izquierda en América Latina ha vuelto a sacar a la luz a un anticomunismo soterrado, tan impermeable al tiempo que ni siquiera registra el fin de la Guerra fría. Las voces tienen distintos registros y calidades intelectuales: van desde la denuncia del “totalitarismo” —concepto con el que Hannah Arendt homologó a fascismo y comunismo—, hasta prácticamente pedir a las familias que se guarden en sus casas entretanto pase el ventarrón rojo.
AQ