Imaginar el futuro es sencillo cuando el tema es uno mismo. En el futuro, Toscana estará en un pozo o en una urna. Si fuera creyente me imaginaría en un emocionante infierno, dichoso por haber evitado la aburridísima eternidad de pasarla contemplando a dios. “Oye, diosito, ¿puedo leer un libro?” “No, güey, tú nomás contémplame”. Pero como no soy creyente, pienso lo mismo que aquellos sabios que aseguraban que para el muerto todo es igual que antes de haber nacido.
En un taller me contarían los cuatro ques de la frase anterior.
Me alcancé a criar en una generación con más certezas que incertidumbres, pues desde niños memorizábamos con voz engolada que éramos arquitectos de nuestro propio destino, y si extraíamos la miel o la hiel de las cosas, era porque en ellas habíamos puesto hiel o mieles sabrosas. Se sabía que al plantar rosales, se cosechaban siempre rosas.
Salvo por el temor de una guerra nuclear, en aquel entonces el mundo era optimista en cuanto al futuro: los autos levitarían, no existiría la pobreza ni el hambre, viajaríamos todos al espacio, los corazones artificiales funcionarían mejor que los naturales, aprenderíamos a usar más y mejor el cerebro; había confianza e interés por las ciencia y la educación. Era la continuación de un optimismo que había surgido desde finales del siglo diecinueve.
En aquel entonces, por el dedo de Chéjov se escribió: “Nuestro objetivo debe ser estudiar y estudiar, procurar acopiar el mayor número de conocimientos posible porque las corrientes sociales serias están allí donde se encuentran los conocimientos, y la felicidad de la humanidad del futuro sólo puede residir en el conocimiento. ¡Brindo por la ciencia!”.
Y sí, la ciencia avanzó, avanzó mucho, mas para los años setenta ya se iba cambiando el optimismo por pesimismo. Quizá se pueda marcar como génesis el famoso libro El shock del futuro, de Alvin Toffler, que veía en la velocidad del cambio tecnológico una ruta a la deshumanización, hacia ese lugar común de la ciencia ficción con seres perfectos, pero que no sabían amar.
Hoy prevalece el pesimismo. Antes del virus ya había pesimismo mezclado con una buena dosis de deshumanización. Un espíritu de homo homini lupus.
No puedo imaginar el futuro del mundo porque para eso habría que convivir con él, y hace tiempo que me divorcié del mundo. Yo no lo sé de cierto, pero intuyo que la gente se aburre y busca que la entretengan; se inventa quehaceres en vidas ajenas, se adhiere a cualquier activismo de dos teclazos y juega al e-Torquemada.
Apenas presagio lo obvio: el virus se irá un día, y la rutina pillará a casi todos más pobres, más viejos, menos ilustrados y menos libres. Con su pan se lo coman.
AQ