En una de mis visitas al MoMA (Museo de Arte Moderno) de Nueva York en 2015, entré a una exposición retrospectiva de Yoko Ono en la que una “pieza” en particular llamó mi atención. La obra consistía en una pequeña habitación blanca y vacía en cuya entrada había un cartel con una instrucción para el visitante: la artista pedía que tocaras a un extraño mientras estuvieras dentro de esa habitación. Como no había nadie dentro, no tuve que enfrentarme al dilema de obedecerla o no (porque ya sabemos qué inesperadas cosas han sucedido bajo la influencia de Yoko). Como el cartel estaba justo a la entrada, imaginé que ante semejante instrucción muchos visitantes preferían ni asomarse. Claro, la obra había sido creada con esa expectativa, es decir, fue pensada para confrontar a una sociedad cada vez más alejada del sentido de comunidad y donde la comunicación entre extraños es casi impensable. Me pregunté qué hubiera pasado con semejante instrucción si la obra hubiera estado, digamos, en el Zócalo de la Ciudad de México.
Entre las enseñanzas que la pandemia nos ha dejado es sin duda una filosofía del contacto que se modifica según la cultura en que se vive. Mientras que en México se ha entendido por “sana distancia” alejarse apenas unos centímetros más de lo normal y había que esquivar gente cual obstáculos en videojuegos, en las calles de Berlín puedes caminar kilómetros sin rozar ni por accidente a una sola alma. Así pasé en un mismo año de una naciente antropofobia a una potencial agorafobia.
- Te recomendamos “Me acuesto como mujer”, un poema de Yu Yoyo Laberinto
Para combatir mi falta de contacto con la realidad más allá de mis propios muros, decidí salir a dar un paseo invernal un día excepcionalmente soleado de la semana pasada. Había nevado la noche anterior así que el paisaje en los parques y las calles era bellamente blanco. Mis pasos sin rumbo me llevaron por Brunnenstraße hasta la esquina con Bernauer Str., donde si yo hubiera decidido hacer este paseo antes de 1989 me habría topado con un muro que me impediría vislumbrar el lado oeste de la ciudad. Con militares de ambos lados vigilando el cruce, el riesgo de cruzar podía ser la cárcel o la muerte. Ahora el único riesgo es ser atropellad@ por el tranvía al cruzar la calle para visitar el Dokumentationszentrum Berliner Mauer (Centro de Documentación del Muro de Berlín), al cual entré a refugiarme por un momento del frío (porque he aprendido que una cosa es que salga el sol y otra que el sol caliente).
Sin esperarlo, mi paseo se convirtió ese día en un viaje en el tiempo y en la memoria colectiva de la ciudad que ahora habito. Las fotografías de familias divididas encontrándose en el muro, con rostros sonrientes y llorosos a la vez, me recordaron a las imágenes de ese otro muro, más familiar para mí, en playas de Tijuana. De tan presentes en la vida social, las fronteras también se vuelven espacios cotidianos de interacción desigual, “zonas de contacto”, como las llamó Mary Louise Pratt, en las que es posible desconocerte, pero también reconocerse entre extraños.
Al fondo de la segunda sala del lugar, después de pasar por una cronología visual del muro y por los testimonios de mujeres y hombres de todas las edades que se aventuraron a cruzarlo, llegué a una pieza que me recordó a la de Ono, aunque en esta (ya) no era necesario tocar. Del techo blanco, cubriendo una pared también blanca, colgaba una cortina hecha de figuras de barro en distintas tonalidades que mi miopía (como la de John Lennon) impedía identificar con precisión. Me acerqué a leer la ficha informativa: la obra se llamaba Monument to Human Connection y había sido creada por la artista Meike Ziegler, como parte del proyecto de arte social Handshape para conmemorar el 30 aniversario de la caída del Muro de Berlín. El proyecto consistió en crear zonas de contacto —uno de ellos en este centro— para el encuentro de personas extrañas entre sí, de diversas nacionalidades, clases sociales, intereses y edades. Una vez que se conocían y conversaban por un rato, se daban las manos y ese saludo quedaba moldeado en barro como símbolo de contacto. La cortina que vi contenía 10 mil 957 manos de barro, una por cada día transcurrido entre el 9 de noviembre de 1989 y el 9 de noviembre de 2019.
En inglés, el verbo to touch (tocar) no sólo se utiliza para definir el contacto sino para expresar la emoción provocada por algo o alguien: tocar es también conmover, mover a la acción. Esta exposición fue concebida para tocar en ambos sentidos. Yo me conmoví tanto que me hubiera gustado dar mi mano a alguien en ese momento, pero otra vez estaba sola en una sala en que esperaba que tocara a un extraño.
En el contacto siempre hay un riesgo y más en estos tiempos pandémicos. Mientras termino de escribir esta columna llega un correo del Goethe Institut con carácter urgente: mi curso presencial de alemán se volverá virtual porque ha habido tres casos de contagio de covid esta semana. Sólo queda esperar, entre los muros de mi casa, a que el riesgo baje, mientras observo la frágil fuerza de las dos últimas hojas secas que, a pesar del viento, la lluvia y la nieve, luchan por seguir en contacto con las ramas secas del árbol frente a mi ventana.
Una mujer camina por Brunnenstraße. (Foto: Liliana Chávez)
ÁSS