Contar historias, decir verdades

La guarida del viento

Desde sus orígenes, la narración es una respuesta a la necesidad de conocer la vida propia y la de los demás, vital para nuestra supervivencia en comunidad.

El escritor colombiano Juan Gabriel Vásquez, autor de 'La traducción del mundo'. (Cortesía: Penguin Random House)
Alonso Cueto
Ciudad de México /

Cada vez que nos asalta el pesimismo, tendemos a insistir en una convicción. La novela nunca morirá porque responde a un instinto natural de todos nosotros. El deseo de escuchar, de contar, de leer historias, de alzar la cabeza frente a un buen contador de relatos (reales o inventados), responde a un instinto que nos define. Ese instinto natural por las historias puede llamarse una curiosidad esencial por saber de la vida de los otros y de la nuestra. Es un instinto de protección, que viene de nuestra vida en comunidad. Es el mismo instinto que da origen al chismorreo, la rama más extendida de la literatura oral en cualquier época.

Una de las razones del poder de la narrativa es que, a diferencia de la vida, nos ofrece seres humanos en toda su vastedad y ambigüedad. Creemos conocer a nuestros amigos, a nuestros cónyuges, pero es muy probable que desconozcamos gran parte de sus vidas. La narrativa rompe con esa frustración. A lo mejor no conocemos realmente a nuestra esposa, pero vaya si nos adentramos en el universo de Molly Bloom o de Isabelle Archer o de Úrsula Iguarán.

En el primer ensayo de la brillante colección La traducción del mundo (Alfaguara) que acaba de aparecer, el escritor colombiano Juan Gabriel Vásquez se refiere a este don del lenguaje novelesco para “explorar la forma en que los otros viven ‘su vida entera’”, citando la afortunada frase de Ford Madox Ford. Vásquez se refiere a la capacidad de la novela en relación a los personajes por “explorar sus vidas invisibles desde sus vidas invisibles”. A propósito de ello, nos recuerda, Lazarillo de Tormes ya había hablado de escribir su historia para que “se tenga entera noticia de mi persona”.

La traducción del mundo recoge las cuatro conferencias Weidenfeld que el autor dio en la Universidad de Oxford a fines del año pasado. Los cuatro ensayos (“La mirada de los otros”, “Tiempo y ficción”, “Contar el misterio” y “Para la libertad”) se leen como una afirmación del poder que tiene el lenguaje narrativo para dar cuenta del individuo, en cualquier nivel de la escala social. El hecho de admitir en su escenario ficticio a una vasta galería de la sociedad, un rasgo que se inicia precisamente con el Lazarillo en español y con Robinson Crusoe en inglés, es una señal de la vastedad y a la vez del poder de la novela por afirmar un hecho central. La realidad siempre es relativa, el poder es ambiguo y la verdad última nunca existe. La sociedad, según Ricardo Piglia, es “una trama de relatos”. La novela ofrece una diversidad de historias, a diferencia del poder que busca una narrativa absoluta. Es por eso que la novela es una apuesta por la relatividad y la ironía (que se inician con la modernidad y con El Quijote), lo que puede provocar “la carcajada del paje”. El libro ofrece versiones nuevas y fascinantes sobre un tema eterno. La capacidad de vivir en los demás y en uno mismo a la vez. Cada narrador, pero también cada personaje, hace una traducción del mundo.

AQ

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