Contemplación | Por Mercedes Luna Fuentes

Desde el desierto

Los secretos se enlazan a uno de los rasgos más íntimos de la mirada. Puede ser que ella se despliegue en múltiples visiones de sí misma como enjambre dirigido hacia una sola cosa: contemplar.

La contemplación es el pasado y su voluntad finita. (Foto: Paulina Peña Luna)
Mercedes Luna Fuentes
Ciudad de México /

Los secretos se enlazan a uno de los rasgos más íntimos de la mirada. Puede ser que ella se despliegue en múltiples visiones de sí misma como enjambre dirigido hacia una sola cosa: contemplar. La contemplación es el rostro múltiple que bebe de un agua inexistente, donde un secreto o dos o tres se funden en lo visto, y solo entonces hay un rasgamiento que proviene del deseo, deseo que bordea la belleza y transita entre el dolor y el goce.

Para contemplar es esencial la libertad, sumergirnos en el catálogo o base de datos de nuestra vida, donde puntualmente la existencia tomó nota, registró, guardó imágenes/palabras y decisiones. Es entonces que la contemplación incorpora aquella piel mecánica del sonido y su tacto, para conectarnos con nuestra individualidad, con ese ser para sí. La contemplación es también el oído de esa naturaleza —la nuestra— que en la observación profunda advierte, en la sonrisa deslumbrante observada, visos de umbrales, visos de humo y sol; para luego, en instantes, percibir lo que la enmarca y, por lo regular, pasa inadvertido: el desconsuelo en la mirada, por ejemplo.

La contemplación va más allá del objetivo, percibe el incienso de lo inhóspito que nos hace descansar del exterior para someternos a la experiencia: la impronta del error y la perfección que nos habitó al hablar, al maldecir, y nos posee eternamente. La contemplación es oxígeno, es ese brazo que descansa en el futuro mientras el otro se recarga en la memoria y muestra —arrancándole su perfume— la imagen no vista por otros. Es el ratón del desierto, pequeño y dudoso que sale del agujero, examinado a poca distancia por unos ojos niños que, con el pecho sobre tierra, lo esperaban tras el silencio de las gobernadoras, deseosos de atestiguar la suavidad de sus ojos negros, diáfanos; para admirar cómo toma una semilla estratégicamente colocada, mientras mueve su cola estética y más larga que su cuerpo, de punta semejante a una incipiente pluma de ave. Y todo esto, desde el presente del yo adulto que se ha detenido a observar el paisaje otro: polen-padre de la semilla-memoria.

Hay sobre las cimas de la tarde que avanza/ un incendio de rosas lentas, temblando./ Qué sentido tan hondo el de la luz/ derramada en el rubor del aire.// El alma se ha suspendido/en un deslumbramiento/ de ángeles cristalinos/ y el corazón es un enjambre de música/haciendo luz las palabras. El mostrar ese temblor, el dejar ver esa alma que se entrega a la luz, es una espera sin apremio de la revelación íntima a la que Enriqueta Ochoa nos arroja en el poema “Contemplación”. La imagen exacta de las rosas que se trasladan al cielo, su fuego que dialoga con el aire; la ingravidez nacida de las pavesas iluminando la miel del paisaje y al corazón vuelto un rumor armonioso.

Los sentidos transfigurados en naturaleza son como los fondos del iceberg, su color profundo desnuda las gemas que se apartan, se distancian del culto a la imagen vacía y monetizada, repetida por el algoritmo que infecta una vez que entra en contacto con lo sensible, lo pervierte para su fin. El mismo enjambre en su murmullo lleva la cura, se hace presente en nuestro espacio, lleva el sonido de la geometría implícito. Por eso imitamos las formas de la naturaleza, cada punto unido crea figuras donde la sustancia de la persona se resguarda. Nos podemos detener para escuchar, para comprender que somos el sonido de la todas las colmenas que han sido creadas a pesar de nosotros; que somos producto de esa miel que son los cabellos de nuestra madre —imagen que sube las montañas y recorre los montes sobre el enorme lobo del tiempo—, para encontrar que el ser para sí se transfigura en los pétalos de una rosa que será una rosa, una rosa siempre ardiendo, que nos alimenta con su fuego.

La contemplación es el pasado y su voluntad finita, huella atada al futuro que se visualiza para ser de nuevo voz e imagen nítida, como lo busca el pueblo Ndé Lipán Apache, sus ancestros resurgen a caballo de la arena, a pie entre las veredas de los bosques, son el hálito que observa el polen de los juncos de río en las frentes de cada una de sus mujeres. La contemplación se rinde ante la belleza no occidental, se abre silenciosa ante la arruga/flor en el rostro portador de sabiduría, se expande en el brío de sus cabelleras largas, en el silencio que dice, en los cantos que resisten el mundo comercial.

La contemplación es también el estallido de los orígenes, imperfectos, marchitos, aterradores, que no desaparecen a otros: es la espina sobre el pelaje del bisonte, y el pétalo que mantiene su forma ante la mirada del hielo.

AQ

LAS MÁS VISTAS

¿Ya tienes cuenta? Inicia sesión aquí.

Crea tu cuenta ¡GRATIS! para seguir leyendo

No te cuesta nada, únete al periodismo con carácter.

Hola, todavía no has validado tu correo electrónico

Para continuar leyendo da click en continuar.