“Si quieres una idea del futuro, imagínate una bota aplastando un rostro humano... para siempre”, dice George Orwell, en su novela 1984. La imagen es repugnante y representa bien los miedos de hace poco más de medio siglo: el poder político como violencia irreductible contra el pobre ciudadano inerme. Pero quizá la ficción haya sido superada por la realidad. En Si esto es un hombre (1958), Primo Levi reconoce otro modo del horror: “si pudiese encerrar todo el mal de nuestro tiempo en una imagen, escogería ésta, que me resulta familiar: un hombre demacrado, con la cabeza inclinada y las espaldas encorvadas, en cuya cara y en cuyos ojos no se puede leer ni una huella de pensamiento”. Se publicaron con apenas diez años de diferencia, tiempo suficiente para que el mundo advirtiera un cambio en los modos, recursos y eficacia del poder estatal. Ambas imágenes pertenecen al infierno, pero muestran dos modos de pensar el poder.
Orwell lo imagina como una violencia física, brutal, de impacto directo, que alterna con otros métodos, menos violentos, pero de una eficacia rara, persistente, duradera: el Newspeak, la lengua con que el poder tergiversa la realidad y la dispone según el arbitrio y conveniencia del tirano.
Pero Primo Levi no escribió una novela, no es un artista de la prosa: “mis libros no son libros de historia: escribiéndolos me limité rigurosamente a hechos de los que tuve experiencia directa”. La narración de sus recuerdos es el análisis de una realidad mucho peor que la ficción: “en un Estado autoritario se considera lícito alterar la verdad, reescribir retrospectivamente la Historia, distorsionar las noticias, suprimir las verdaderas, agregar falsas”. Pronto, el ciudadano se da cuenta de que ya no es “ciudadano detentador de derechos, sino súbdito y, como tal, deudor del Estado (y del dictador que lo encarna)”.
El camino no es la fuerza ni la represión, sino la incertidumbre o la inseguridad que, más allá de los asuntos violentos con que halla su frecuencia en el léxico cotidiano y periodístico, indica también el mismo derrotero semántico: la imposibilidad de toda previsión, toda imaginación de futuro.
Ése es el secreto. Una de las más desesperantes recurrencias en el recuento de Levi consiste en ver cundir la incertidumbre como estrategia de sometimiento y control. Los guardias de los campos de concentración funcionaban como máquinas respecto de los horarios y los rituales, pero resultaban absolutamente inciertos e indescifrables en la proporción o dimensión de sus actos. Con igual facilidad podían parecer casi solidarios y caritativos y, al segundo siguiente, unos monstruos de crueldad gratuita: no había ley que se aplicara de modo uniforme, ni decisión que pudiera esperarse o suponerse. Esa inseguridad mataba la voluntad, los ánimos, incluso la convivencia entre los propios prisioneros.
De algún modo, las novelas de Orwell o de Huxley siempre tienen un resquicio abierto a la rebeldía; mientras, los sistemas de opresión que requieren los tiranos han venido ganando en solapamiento y recursos de control, mucho más eficaces, quizá incluso más crueles, que los de confrontación por la fuerza.
Cuando el gobernante puede decidir qué es ley, cuándo y a quién se le aplica, a quién perdona o excusa; cuando puede decidir sobre los bienes públicos según antojos y ocurrencias, cuando puede elegir a su gusto qué información es verdadera y cuál no, y cuando puede decidir por la voluntad entera de algo que llama “pueblo”, se han cumplido los requerimientos que Levi, Orwell y Huxley observan en un tirano. Solo falta la segunda parte. Dice Levi: “los monstruos existen pero son demasiado pocos para ser realmente peligrosos; más peligrosos son los hombres comunes, los funcionarios listos a creer y obedecer sin discutir”.
Ante la descarnada realidad histórica, quizá podamos tomar prestada la lección de lo ficticio: mientras haya resistencia, mientras podamos polemizar, criticar (la “negación creadora”, la llama Octavio Paz), no seremos aquel despojo demacrado, derrotado, “en cuyos ojos no se puede leer ni una huella de pensamiento”. Pero esto requiere al menos otra apuesta: la apuesta política por excelencia. En los extremos, el poder es la negación de la política porque su fin es acabar con lo que se oponga; la política, en cambio, solo tiene sentido si la opinión y las ideas de mi adversario se mantienen vivas, e incluso ganan, con mi crítica.