El asombro se instala en el visitante tras cruzar las puertas de cristal de la sala que alberga Restablecer memorias, la exposición con obras de Ai Weiwei (Beijing, 1957) montada en el Museo Universitario de Arte Contemporáneo (MUAC) de la UNAM.
La estructura ruinosa de un palacio chino de 400 años de antigüedad se alza monumental en el primer cuadrante. Considerada el mayor readymade histórico-político del artista chino, la obra se titula Salón ancestral de la familia Wang. Es, en palabras de Cuauhtémoc Medina —director del MUAC y curador de la exhibición—, su “obra más significativa en relación con sus intervenciones sobre artefactos históricos”.
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Los asistentes pueden deambular libremente bajo ese esqueleto de madera intervenido con tallas coloreadas con pintura industrial, elementos sustitutos de las piezas que, con el paso de las décadas, se pudrieron o fueron carcomidas.
En su momento de esplendor, el salón concentró numerosos aspectos de la vida cultural, religiosa y social de la familia Wang y operaba como centro de veneración de su antepasado más antiguo, Wang Hua, príncipe de la antigua región costera de Yue (actual provincia de Zhejiang). A través de los años, sus funciones y valores se han modificado en respuesta a las circunstancias de la época, desde las guerras, la reforma agraria de 1950 y la Revolución Cultural de los años sesenta, hasta un viraje en la política turística y el despegue del nuevo capitalismo en China.
El proyecto de Ai Weiwei —explica Medina en el libro que acompaña la muestra— indaga la relación entre cambio y perpetuidad “sin ajustarse ni a lo uno ni a lo otro”. Para asimilarlo en su totalidad, hay que alzar la mirada, fijarla en los rincones, examinar los detalles: las grietas en el material son testigos del tiempo transcurrido, pero también cicatrices de la destrucción cultural, la violencia y la pérdida de la sociedad rural.
Al otro lado de la sala, dos paredes soportan un mural con 46 retratos hechos de diminutas piezas LEGO. Son los rostros de 46 estudiantes —43 desaparecidos y tres asesinados entre el 26 y el 27 de septiembre de 2014— de la Escuela Normal Rural de Ayotzinapa.
Debajo de ellos se extiende el relato de la tragedia: el recuento de la noche atroz contrapuntea los diagnósticos forenses ignorados, el hedor a corrupción e impunidad que envuelve al caso y las promesas incumplidas de Enrique Peña Nieto. Hacer esa lectura —cuestión de, por lo menos, 40 minutos— es revivir la historia. Al terminar, el cansancio —físico y emocional— es inevitable, pero uno no puede eludir la sensación de que ese pesar es minúsculo comparado con el que han padecido los padres y familiares de las víctimas. Su resistencia, valga decirlo, es admirable.
Los Retratos de LEGO tienen como antecedente la instalación exhibida por primera vez en 2014, en la antigua prisión de la Isla de Alcatraz. Trace fue ideada por Ai Weiwei durante su arresto domiciliario en China y estuvo conformada por los retratos de 176 presos de conciencia. Las obras en LEGO, según exponen los apuntes curatoriales, “proveen una base uniforme y colorida a las muchas imágenes de baja calidad usadas para crear la pieza y además cuestionan el criterio de ‘lo político’ en la recepción del espectador”.
Las grietas son testigos del tiempo transcurrido y cicatrices de la destrucción cultural.
El día de la inauguración, Ai Weiwei visita el museo. Los asistentes lo reconocen, se acercan, piden fotos que él concede sin protestas —su cuenta de Instagram es testigo de su afición por las selfies—. Es un imán de las cámaras. En ese espacio, los 15 minutos de fama que vaticinó Warhol se extienden en horas. Aunque no logra avanzar más que unos pasos, el artista sonríe y disfruta del apapacho mexicano. Cuauhtémoc Medina interviene para anunciar que habrá una firma de libros. En una mesa colocada frente a las taquillas del museo, Ai Weiwei pasa las siguientes dos horas autografiando catálogos, libretas y hasta bolsas.
En domingo —segundo día de actividades—, la afluencia no es menor. Desde las diez de la mañana, el museo recibe a espectadores que rápidamente se van multiplicando. Un nutrido grupo, conformado sobre todo por extranjeros, sigue la voz entusiasmada de su guía museográfica. Igual que el día anterior, las cámaras abundan, quizá al acecho de otra visita inesperada del maestro. Cerca del mediodía, un hombre se para al centro de la sala y comienza el conteo, nítido y firme, del uno al 43, que remata con el grito de “¡Justicia!”
El eco de esa palabra se extiende en el espacio. Es, precisamente, la noción que une a ambas propuestas: la necesidad de justicia ante la desolación en que nos ha dejado la aniquilación de la memoria.
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