El cuento, un antiguo en el mundo virtual

En portada

En vísperas del Encuentro Internacional de Cuentistas de la FIL de Guadalajara, Alberto Chimal explora la evolución del género breve en el siglo XXI, desde la predicción de su muerte hasta su popularidad entre las nuevas generaciones.

"La gran mayoría de la narrativa contemporánea está sometida a las reglas de la explotación transmedia". (Ilustración: Boligán)
Alberto Chimal
Ciudad de México /

Hace apenas una década, todavía estaba de moda escribir acerca de la “muerte” del cuento. De la novela también, y de la poesía, y qué sé yo de qué más, pero especialmente del cuento. Era una discusión bastante aburrida, en realidad, pero articulistas y blogueros se las arreglaban para presentarla como un asunto sensacional. ¡No se han dado cuenta de que el género está extinto! ¡La novela se vende más! ¡Los videojuegos ofrecen la misma experiencia! ¡La gente ya no lee, sólo los académicos! ¡Es más entretenido visitar un sitio punto com! El tratamiento chillón era un pariente, o un precursor, de la estridencia perpetua de nuestras redes sociales actuales.

Desde luego, el tema nunca fue realmente popular, al modo de las noticias de deportes o espectáculos, pero ahora lo es mucho menos. Es que la escritura literaria sigue siendo comparativamente minoritaria —incluyendo a la novela—, pero sobre todo que la época presente es de contenidos, más que de formas discursivas. La gran mayoría de la narrativa contemporánea está sometida a las reglas de la explotación transmedia que llevan a cabo las grandes corporaciones, y las nuevas generaciones aprenden a interesarse en personajes y argumentos sostenidos a lo largo de mucho tiempo y en tantos “canales” como sea posible, desde películas y series hasta videojuegos para celular, toallas y vasitos tequileros. En ese contexto importa muy poco cualquier otra consideración.

Esto, por otra parte, tiene el efecto curioso de que la narrativa breve sigue existiendo. No se ha extinguido, se le sigue practicando, y hasta lectores tiene. Las historias escritas de escasa extensión, concentradas en una sola línea argumental, provistas de pocos personajes —la definición convencional del cuento como género que tenemos, cuando menos, desde tiempos de Boccaccio— aún están entre nosotros.

***

¿Por qué ha sido así? No es difícil observar que el cuento sirve, ni mejor ni peor que cualquier otro “canal”, para difundir el contenido que les interesa a los sectores de mercado más importantes, así como a los incontables fandoms en que se dividen. Así, una práctica editorial relativamente común del presente es la antología de cuento, centrada en alguna propiedad intelectual con suficientes aficionados, con textos escritos por autores que esos fans reconozcan.

(Para dar un solo ejemplo, tengo aquí al lado una compilación de historias de Doctor Who, publicada en el momento de mayor popularidad del revival de la serie de televisión británica, con textos de Neil Gaiman, Holly Black, Eoin Colfer y otros. No es una mala colección. Pero jamás hubiera existido de no ser por Doctor Who.)

Sin embargo, esto es únicamente una parte del fenómeno. La resurgencia del cuento literario, o como mínimo la conmutación de su condena, no se queda únicamente en esa creación de productos derivados. Sospecho que una consecuencia buena e inesperada de esa apropiación empresarial de todos los géneros utilizables es que se perciben menos, y que los prejuicios contra el cuento no pesan tanto ahora como en las décadas bajas del género, alrededor del último cambio de siglo.

Esto se ve claramente en Hispanoamérica. Además de experimentar directamente la persistencia del cuento, varias de sus estrellas literarias de este momento han construido su reputación a partir, precisamente, de su trabajo en la narrativa breve. El caso de la argentina Mariana Enríquez puede ser el más emblemático: sus atmósferas inquietantes, y el modo en que ha abrazado la tradición de las historias de terror del último par de siglos, le han ganado comparaciones con Shirley Jackson, Angela Carter o Amparo Dávila, al tiempo que su atención a las luchas contemporáneas de las mujeres y a la historia de su propio país permiten leerla como una autora indiscutiblemente actual. A su figura se pueden sumar, entre otras, las de los también argentinos Samanta Schweblin y Andrés Neuman, la ecuatoriana María Fernanda Ampuero, o los mexicanos Carlos Velázquez y Eduardo Antonio Parra.

Incluso, se dan casos curiosos de gran admiración por cuentos individuales, a la manera de otras épocas, y hasta cuando quien los ha escrito no se tiene por cuentista. Por ejemplo, “La casa del Estero” de la mexicana Fernanda Melchor —crónica o cuento sin ficción de su libro Aquí no es Miami— circula entre los fans de la novelista como una historia de horror que tienta a ser creída como “real”, a la manera de lo que sucedía con “Tenga para que se entretenga” de José Emilio Pacheco: aquel que se convirtió, según la leyenda, en una leyenda urbana, contada por muchas personas que ya no sabían que era un texto literario ni que alguien de apellido Pacheco la había imaginado.

Aún mejor, autoras y autores más jóvenes recurren también al cuento para comenzar y afianzar sus carreras. No lo hacen necesariamente por lealtad a la forma, pero eso no importa.

He aquí tres de ellos, que he podido leer de cerca, por tener obras recientes y provenir de México: Atenea Cruz, quien en Corazones negros (An Alfa Beta, 2019) utiliza su propia vida como materia no sólo de autoficciones, sino también de historias en las que la realidad se transforma en algo distinto, a veces más complejo, a veces plenamente sobrenatural; Andrea Chapela, cuyo Ansibles, perfiladores y otras máquinas de ingenio (Almadía, 2020) crea una visión muy particular —feminista, y en ocasiones con un subtexto lésbico que habría sido impensable en el siglo XX— de los “futuros posibles” del sur global; y Roberto Wong, que recuenta la soledad, el desarraigo y las estrategias de sobrevivencia a las que deben recurrir los habitantes de un tiempo prepandémico en Los recuerdos son pistas, el resto es una ficción (FOEM, 2018). Me da gusto decir que no son los únicos nuevos cuentistas, ni los últimos.

***

Como otras personas, yo mismo he podido constatar estas vueltas del cuento actual en el Encuentro Internacional de Cuentistas de la Feria Internacional del Libro de Guadalajara, que cumple quince años en este 2021. El origen del Encuentro está en su primer organizador: el narrador mexicano Ignacio Padilla, que —en colaboración con la FIL— comenzó con las mesas de lectura y conversación ante el público que caracterizan al Encuentro. Así se ha creado un público fiel, que ha vuelto cada año a los salones de la Feria por su nueva entrega de cuentistas, e incluso estuvo presente en la versión virtual de la FIL (a causa de la pandemia de la covid-19) en 2020.

Además, el Encuentro —que cada año ofrece una publicación con textos de los asistentes— se ha convertido él mismo en una especie de antología intangible, en perpetuo crecimiento, hecha de las intervenciones de cada autora y autor invitados.

Cuando Padilla falleció en un accidente en 2016, la Feria me propuso sucederlo en la organización; puedo decir que nuestra intención ha sido siempre hacerle honor a la pasión por escribir y leer breve que tuvo Nacho, el “físico cuéntico” de la literatura mexicana, y además lograr que el Encuentro siga siendo una ocasión de descubrimientos y de reconocimientos. Me consta que hay quien va a las sesiones a escuchar a sus autoras y autores favoritos; me consta también que hay quien sale con favoritos nuevos, que no sospechaba llegar a tener. Y les cuento un secreto: a lo largo de cada año, entre un Encuentro y el siguiente, me toca conversar con frecuencia con Melina Flores, encargada de los programas latinoamericanos de la Feria, para hacer nuestra lista de deseos: la de aquellas personas a las que nos encantaría poder tener en el Encuentro siguiente, si lo permiten las agendas, los agentes, los compromisos (y últimamente, la salud, las aduanas y los encierros).

Si ustedes no han ido al Encuentro, este año podrán hacerlo, o bien ver las sesiones desde otros lugares, porque serán transmitidas en línea de forma simultánea. Les puedo garantizar que, aunque me toca moderar cada mesa, apenas se darán cuenta de que estoy allí, porque el objetivo es que se escuchen los cuentos y se vea a quienes los escribieron. Cada persona leerá un texto diferente, que pueda ser escuchado cómodamente en unos pocos minutos, y luego hablará de su trabajo, respondiendo, si las hay, las preguntas del público. Esta estructura tiene su utilidad. La forma del cuento puede parecer simple, y ciertamente es antigua: muchas de sus técnicas y entresijos provienen de la antigüedad más remota, cuando no existía ni la escritura y todas las narraciones eran orales, retenidas únicamente por la memoria. Pero al mismo tiempo hay espacio para infinitas variaciones dentro del “credo cuentístico” —las convicciones que cada cuentista desarrolla a lo largo de su práctica— y conocerlas en las mesas del Encuentro es darse cuenta de cómo la escritura puede resonar y volverse significativa en vidas enormemente diferentes. Sedentarias y viajeras, sosegados y estridentes, racionalistas y numinosas, serios y cómicos…, todo el mundo puede acercarse al cuento, y todo el mundo puede encontrar en él una experiencia relevante, memorable: una nueva parte de su propia vida.

(Esto se aplica, por cierto, no nada más a quienes escriben cuentos, sino a quienes los leen.)

***

Ya está por terminar este artículo y me parece que todavía puede hacerse una pregunta más. El cuento parece persistir: parece haber superado un tiempo malo de años previos y estar al alza (en la medida en que algo puede estar al alza en esta época tan felizmente deprimida, tan amenazada por todas partes). Está sobreviviendo, pues. Pero es lógico pensar que el cuento —como forma que se ha transformado muchas veces, dentro y fuera de las culturas de occidente— debe haber tenido muchos momentos de crisis. ¿Cómo sobrevivió antes? ¿Cómo ha perdurado, de manera más o menos reconocible, cuando otras formas venerables y famosas no lo han hecho? Salvo como una curiosidad o un ejercicio intertextual, nadie escribe poemas épicos como los de la Grecia clásica ni argumentos de teatro all'improvviso, como los de la comedia del arte, y en cambio sí se escriben, y muy en serio, cuentos: son humildes, despreciados y pequeños, pero también tenaces. Ahí están. Y pensar en esos antecedentes me parece, al menos hoy, más interesante que pensar en su futuro, en el que quizá desaparezcan, por qué no, comidos por TikTok o por el metaverso de Facebook, pero quizá no.

Sospecho que la respuesta a mi pregunta está en la sencillez y la humildad del cuento. Sus características esenciales son las que podría haber tenido en la Edad de Piedra. Se le ha adornado de muchas formas, pero nunca ha requerido más que un lenguaje llano y una conciencia del tiempo: de que cierto acontecimiento nos lleva a otro, y a otro, y así hasta el fin. Es un antiguo, un viejo sabio o al menos persistente, en nuestro mundo virtual.

En él están cifradas nuestras primeras experiencias de la causa y el efecto, del movimiento del mundo y de nosotros en el mundo. Otros modos de contar requieren más aprendizajes evidentes y más accesorios: los del cuento son sutiles, y conocerlos parece opcional para quien meramente quiere pensar en cómo le fue en el día, o qué acontecimiento tremendo le acaba de pasar. ¿Y no es ésta otra virtud del cuento? ¿No es fácil lograr que nos acompañe, que nos explique, por escasos o nimios que podamos ser?

AQ

LAS MÁS VISTAS

¿Ya tienes cuenta? Inicia sesión aquí.

Crea tu cuenta ¡GRATIS! para seguir leyendo

No te cuesta nada, únete al periodismo con carácter.

Hola, todavía no has validado tu correo electrónico

Para continuar leyendo da click en continuar.