Guadalajara, 17 de octubre de 1923. Escribe D.H. Lawrence en una carta: “México tiene un cierto misterio de belleza para mí, como si los dioses estuvieran aquí. Ahora, en octubre, los días son tan puros y bellos que producen una especie de encantamiento. Como si alguno de los dioses oscuros fuera aún joven. Desearía poder construir un pequeño rancho, donde pudiéramos tener nuestras pequeñas casas de adobe y comenzar una nueva vida. [...] Es extraño, recorrí toda la costa del pacífico pensando: es mejor regresar a Inglaterra. Y luego, una vez que hube cruzado la barranca de Ixtlán, era aquí, donde los dioses pueden ser espantosos, pero son jóvenes, donde quería estar, aquí, en México, en Jalisco. Y hay lugar, lugar para todos nosotros”.
- Te recomendamos Turistear | Por Liliana Chávez Laberinto
Un año antes, el autor de La serpiente emplumada y su esposa Frieda habían dejado la colonia de escritores y artistas en Nuevo México y continuaron su viaje, una suerte de inagotable nomadía, hacia tierras mexicanas. El propósito del escritor era llevar a cabo uno de sus sueños más preciados: fundar una colonia de hombres y mujeres libres donde, en compañía de sus amigos ingleses, se pudiera vivir de acuerdo a una nueva visión –la suya, por supuesto- de la existencia humana y de su papel en el mundo. Aquello que no habían hallado en sus numerosos viajes por Europa y Australia, pensaron encontrarlo aquí, en un país todavía pleno de convulsiones revolucionarias; un México que, en ese mismo año, en el mes de julio, había presenciado el asesinato de Francisco Villa. “Después de recorrer la costa occidental del país —escribe Armando Pereira—, Lawrence decide que ha encontrado en Jalisco, a las orillas del lago de Chapala, el lugar ideal para llevar a cabo su utopía”.
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Chapala, Jalisco, 9 de marzo de 2023. Somos siete los convocados a la cita por Jorge Varela, el principal entusiasta de la expedición que habremos de realizar a bordo de su velero, el Kokolizo, en remembranza de las navegaciones que Lawrence, su esposa Frieda, el poeta Witter Bynner y otros amigos hicieran por la ribera del lago en una de las canoas de vela que hace exactamente cien años surcaban las aguas no siempre apacibles del “mar chapálico”. La tripulación está compuesta por el pintor Antonio López Vega y el músico Javier Raygoza, ambos oriundos de la ribera, el fotógrafo José Martínez Verea y el velerista Enrique Arce, mano derecha de Jorge en la conducción del navío. Para la poeta Lizzie Castro y para mí será nuestra primera experiencia a bordo. Todos extrañamos la presencia de Tony Burton, quien se encuentra en Canadá, pero que ha seguido de cerca los preparativos y está en contacto con nosotros a través de nuestros teléfonos celulares. Tony es el más prolífico y sin lugar a dudas el mejor documentado de los autores de lengua inglesa que se han dejado seducir por los encantamientos que no deja de ofrecer el lago; además de sus numerosos libros sobre la ribera, es indispensable consultar su blog, Lake Chapala Artists and Authors, que mantiene al día.
La casa de la calle Zaragoza en Chapala es ahora la sede del Hotel Villa Quinta Quetzalcóatl. Luego de sucesivas remodelaciones, una de ellas obra de Luis Barragán, miglior fabbro de la arquitectura mexicana, ostenta, entre sus siete habitaciones, la que dio cobijo a la pareja formada por David y Frieda Lawrence. Con sus mosaicos ajedrezados y algunos muebles de época —entre los que destaca un nutrido librero con las obras del autor inglés— es el orgullo de los propietarios. Se sabe que, apenas instalados, en los primeros días de mayo de 1923, Lawrence comenzó a redactar el esbozo de una novela que tenía como título provisional Quetzalcóatl y que a la postre, luego de un minucioso trabajo de reescritura se convertiría en La serpiente emplumada (1926), su libro más acabado y polémico sobre nuestro país. Sin embargo, Lawrence escribió poco dentro de la casa, se cuenta que prefería acomodarse a la orilla del lago y con la espalda recargada en el tronco de un árbol —¿un sauce? ¿un pirul?— escribía velozmente con letra pequeñita en un grueso cuaderno de pastas azules.
Son las diez de la mañana y el tiempo apremia. La primavera de este año no quiso esperar y el sol, en un cielo limpio de nubes, nos envía oleadas de calor. En el Club de Yates ya nos espera el Kokolizo. Muy pronto dejamos el muelle y nos internamos por las aguas del lago que a esta hora lucen un color entre verde y marrón. El capitán Varela y Enrique ajustan cuerdas y velas, pero no dejan que el resto de los tripulantes permanezcamos ociosos, pronto seguimos sus indicaciones y aprendemos a “cobrar” una cuerda, a darle vueltas a otra en el “güinche” o a bajar y subir, según se requiera, la “orza”. Levemente impulsados por el mexicano, uno de los nueve vientos que soplan en el lago, nos dirigimos a la Isla de los Alacranes. Durante el trayecto, nuestro paciente capitán nos invita, uno por uno, a tomar el timón que, en este navío —un MacGregor 26 M de siete metros de eslora—, consiste en una palanca de madera “de caña” que pareciera fácil de manejar. Pero las apariencias engañan. En mi turno descubro que el más leve pulso en una u otra dirección altera sensiblemente el rumbo del velero. Así, ante la levedad del viento y la impericia de los sucesivos timoneles, nuestra llegada a la isla se demora. Surgen entonces las historias; el lago, la ribera toda de Chapala son pródigos en leyendas. Se habla de la rusa, la bailarina ucraniana que ya muy entrada en años recorría el malecón vestida de encajes y montada en un caballo blanco… Se cuenta la tragedia del vapor Libertad, el único barco de tres niveles que navegó el lago y el domingo 24 de marzo de 1889 naufragó durante una fiesta con más de doscientas personas a bordo… Se nos advierte sobre el fenómeno de las culebras de agua, inmensos torbellinos que suelen alzarse sobre la superficie del lago y son el terror de las embarcaciones… Voces de los niños ahogados que suelen escuchar, como en murmullo, quienes se animan a navegar en la alta noche…
Con el sol cayendo a plomo llegamos al muelle. La isla, que Lawrence describe como “una roca árida poblada de escorpiones y matorrales espinosos”, es uno de los más importantes centros ceremoniales del pueblo Wixárica, el sitio que en su cosmogonía corresponde al ciclo del gran diluvio, la creación el maíz y el origen de la humanidad. Caminamos hacia la parte alta y nos topamos con dos capillas consagradas a la Virgen de Guadalupe, fueron levantadas ahí luego de que un pescador encontrara una piedrita donde puede verse la silueta inconfundible, hoy en una vitrina, rodeada de ofrendas y exvotos. La isla, Scorpion Island en La serpiente emplumada, es el escenario de uno de los pasajes más insólitos de la novela: una procesión de canoas desembarca y coloca sobre una pira un grupo de imágenes santas coronadas por una efigie de Cristo en un ataúd de vidrio. Acto seguido prenden fuego a la hoguera y el sacerdote arroja a las llamas sus prendas eclesiásticas para aparecer luego “con la vestidura blanca de los servidores de Quetzalcóatl y el pantalón recogido hasta las rodillas”. “Alguien —añade Lawrence— le entregó un gran sombrero y un sarape blanco con un ribete azul.” Líneas arriba, en una conversación entre dos de los protagonistas, uno de ellos afirma: “El universo es un nido de dragones, con un perfecto e inefable misterio vital en su centro”. Al llegar a la cima, junto al faro, encontramos los restos de una pequeña cabaña de piedra cuyo techo de palma pareciera haberse quemado. Muy cerca, las características ofrendas de los Wixárica, algunas velas, flores, jícaras, arroz, sal, hilos de colores…
Nuestro regreso, pese al calor ya intolerable, es más bien festivo. Javier se ha topado con don José, su antiguo compañero en el mariachi. Una mesa bien servida con cervezas, guacamole y los infaltables charales. Un solícito mesero nos trae un alacrán vivo, que ya sin su temible aguijón se posa en las manos de los turistas, ávidos de sentir, aunque sea por instantes, la cercanía de la mortífera alimaña. Confieso que yo me abstuve. A petición del capitán Varela echan mano a las guitarras y don José nos deleita con una voz poderosa, provista de un muy apreciable falsete. Todos cantamos.
Queda por resolver un enigma, si es que lo hubiera. ¿Por qué D.H. Lawrence decidió cambiar en su novela el emblemático nombre de Chapala por el de Sayula? Lo cierto es que la pareja formada por David y Frieda no encontró en la ribera de nuestro lago su porción soñada de paraíso. No lo encontrarían tampoco fuera de México. Tal vez porque las utopías no son, ni han de ser, cosa de este mundo.
AQ