Imaginamos mundos mejores porque el que tenemos está echado a perder. Como ninguna sociedad ha estado bien por mucho tiempo, es necesario elucubrar formas, modos, tiempos deseables. Pero la imaginación del bien no es cosa sencilla. De hecho, es una de las tareas que se han probado más arduas y elusivas. La utopía es “pensamiento terrenable”, como dijo Eugenio Ímaz en su prólogo a las Utopías del Renacimiento, de Moro, Bacon y Campanella (FCE). Terrenable: susceptible de llevarse a la práctica, al mismo tiempo que la ilusión imaginaria nos permite escapar del mal. Pero en la sombra del utopista acecha la tentación del tirano: Platón, Moro, Campanella, sin ser culpables, también son los choznos de Stalin, Hitler, Pol Pot.
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Durante siglos, los utopistas supieron que, las suyas, eran referencias imaginarias: reclamos por una dignidad humana, pero no manuales ni instrucciones para construir una historia distinta. Los primeros utopistas habitaban el subjuntivo: ofrecían alegorías, no planos. Con la modernidad y las tecnologías, el ser humano adquirió el hábito de dominar y transformar el mundo según su imaginación. O lo que creyeron imaginación porque, con frecuencia, no se trataba sino de un modo de poner calles y plazas bajo el yugo de unas iras morales. Desde el siglo XVII, las utopías podían llevarse a cabo. Muchas se llamaron revolución. Pero hay un despropósito en meter en un mismo costal a Tomás Moro y a Karl Marx: la alegoría y la arenga funcionan de distinto modo. El utopista moderno exige la práctica. Como sabe que es posible, la cree obligatoria; como quiere el bien y la justicia, del ensueño pasa a la imposición. Ya no habita el subjuntivo sino que pasa al condicional y termina en imperativo. Al final, “quizá la revolución pura es el puro horror” (Michel Foucault).
Con la utopía, la voluntad de gobernar desemboca en el infierno, pero también está visto que sirve para no dejarse gobernar: hay pequeñas utopías, de comunidades restringidas, elegidas y diseñadas para unos pocos y en espacio reducido, que no han derivado en sucursales infernales. No es poca cosa: parece que ciertas formas de la autarquía pueden funcionar.
Ese fue el punto de quiebre de D. H. Lawrence. Dispersa entre sus cartas, papeles, manuscritos, dejó “Rananim”, la pequeña utopía que construyó desde 1915, para refugiar su lote de dignidad humana ante el fracaso del mundo moderno. Odiaba el modo en que las máquinas de guerra convertían a los hombres en recursos, medios cuyo fin era la destrucción. En una carta a E. M. Forster, explica: “quiero que las personas vengan a mi isla sin dinero ni clases, sin sacrificar nada, y que cada uno traiga sus deseos, a sabiendas de que sería una pequeña parte de un todo: de que realizaría su vida en relación a ese todo. Quiero una comunidad real, no construida desde la abstinencia o la igualdad, sino de muchas individualidades cabales en busca de su realización. Pero no hallo a nadie”.
D.H. Lawrence en Chalapa, Jalisco
Intentó convencer al acaudalado Gordon Campbell y su esposa, condes de Glenavy, de que financiaran un lugar en el Pacífico, donde uno pudiera vivir con otras personas “que se hallen también en paz y con alegría, y que fueran comprensivas y libres”. “Escribió —cuenta Lady Glenavy— un largo borrador de la constitución de la isla y se lo dio a Gordon, con la esperanza de convencerlo”. Campbell puso los papeles quién sabe dónde. Ya muerto Lawrence, Campbell le contó la historia a Aldous Huxley, quien, desde luego, supo que aquel legajo era importantísimo. “Cuando Gordon regresó a casa, buscamos por todos lados... Casi la desbaratamos en cachitos tratando de hallar los documentos”. Y nada: la utopía de D. H. Lawrence quedó perdida.
Importa un cacahuate la famosa isla. Pero no sé reponerme del extravío de aquel “pensamiento terrenable” salido del autor que mejor supo observar e intuir la caldera de los deseos que gobiernan a hombres y mujeres. Lo que puede Lawrence con sus personajes no se parece a casi nada: ni él mismo, como autor, se supone capaz de dar razón de los motivos y los actos de sus personajes. Solo podemos conjeturar: el desengaño del mundo y de su propia utopía lo oscureció y trocó la necesidad del bien y la justicia en aquel temible culto oscuro de La serpiente emplumada: algo fascistoide, de sumisión femenina, había transformado la esperanza en miedo puro. Puede ser gran narrativa, pero deja un mundo irrespirable.
LVC