A mediados del siglo XVII, el Santo Oficio levantó un expediente al alarife poblano Melchor Pérez de Soto, acusado de nigromante. Después de su aprehensión, para abonar cargos en su contra, los inquisidores tomaron e inventariaron su biblioteca la cual reunía —todo un lujo para un particular de aquel periodo— 1663 volúmenes. Comentada la relación libresca por Manuel Romero de Terreros, encontramos lo mejor de la literatura castellana hasta esa época, de Tirso de Molina a Ercilla, de Gracián a Góngora, pero también numerosas novelas de caballería como para volver loco, otra vez, a Alonso Quijano, amén de libros relacionados con su oficio, la Arquitectura de Vitruvio, por supuesto, y otros más. “Tampoco faltaban —anota el historiador— la Divina comedia del Dante ni Os Lusíadas de Camoens”. Fatalmente en ese manjar de bibliófilos “las obras de astrología eran legión”, situación que terminaría agravando el auto acusatorio del maestro de obra quien moriría en la cárcel a pedradas, sin explicación convincente, por su compañero de cautiverio.
Las ediciones italianas de la Commedia estuvieron en los estantes de la mayoría de las bibliotecas conventuales de la Nueva España. El incunable de la Biblioteca Nacional de México, impreso en Venecia en 1493, ratifica el comercio, la lectura y la estimación de este libro desde el amanecer virreinal. Por lo mismo, sorprende a los estudiosos de Sor Juana que el poema del florentino no se encontrara entre sus “queridos amigos”; ninguna alusión de Dante y su obra se localizan en los escritos de la monja jerónima. ¿Lo leyó y desestimó sus méritos? ¿Lo incorporó como parte de lo que flotaba en el aire? Ciertamente, las Rimas, La vita nuova y la Commedia tocaron la lírica española en varios de los exponentes de los Siglos de Oro, y claro, la poeta de Primero sueño no fue la excepción. En este periodo, el sol de Petrarca eclipsaba cualquier otro astro por lo que los contados dantistas que quedaban en el siglo XVII marcharon con “antorchas apagadas”. Por otra parte, debemos entender que aquella era una época confusa para distinguir entre versiones originales y traducciones, perífrasis e imitaciones que circulaban muchas veces sin dominio autoral en los países de lenguas romances. No obstante la traducción castellana de Enrique de Villena de la Divina Commedia (ca. 1428) o la versión del Infierno (1515) de Pedro Fernández de Villegas, los impresores y libreros europeos circularon preferentemente el clásico toscano en su lengua original por lo menos hasta principios del siglo XIX. La valoración del legado dantesco en México comienza, precisamente, en dicha centuria, y no tanto en el rubro de las letras sino en el de la pintura y la escultura. Con la refundación de la Academia de San Carlos, obra de Antonio López de Santa Anna en 1843, se dispuso que las más brillantes promesas mexicanas del arte fueran becadas a Europa con una estancia en la Academia de San Lucas en Roma. El romanticismo del viejo continente, de Blake a Leopardi, de Goethe a Shelley, de Foscolo a Victor Hugo, habían colocado a Dante Alighieri como uno de sus capitanes en la cruzada contra el antiguo régimen de la razón y las luces.
En sus recorridos por los museos y galerías, las iglesias y edificios públicos de Inglaterra, Francia y de Italia, los jóvenes artistas mexicanos se toparían a menudo con lienzos y murales, bronces y mármoles cuyos temas y personajes provenían de la Commedia. Visita obligada de aquellos estudiantes fue el Museo del Louvre. En esos muros medievales, La barca de Dante (1822) de Eugène Delacroix sería una estación demorada en el recorrido de aquellos jóvenes. También en la ciudad luz, en el Palacio de Versalles, pudieron continuar con la pasión dantesca del pintor francés y admirar los murales de las cinco cúpulas de la biblioteca pintados entre 1840 y 1847. En el periplo italiano, Dante y su imaginario cumplirían las expectativas de nuestros juveniles prospectos, ya fueran estos los prodigiosos Juan Cordero, Santiago Rebull o Felipe S. Gutiérrez. Por los archivos de la Academia de San Carlos se sabe que Rebull presentó una copia del fresco de Rafael —La disputa del sacramento pintado en el Vaticano— donde aparece el poeta florentino coronado de laurel entre el papa Sixto IV y Savonarola. ¿Dónde estará ese lienzo? Además, en los mismos archivos hay registro de tres obras tituladas Dante y Virgilio de la autoría de Manuel Buenabad, Isidro Santoyo y Rafael Flores (1832-1889). La obra de este último, en resguardo del Museo Nacional de Arte, merece el calificativo de un capolavoro. Fechada en 1855 y expuesta en la muestra anual de los alumnos de la academia, la tela presenta a los dos poetas en el saliente de una montaña donde observan —con un resplandor maléfico en sus rostros— el valle de los malos consejeros con Ulises y Diomedes a la cabeza; allí pululan millares de almas que arden por la eternidad como antorchas noctámbulas.
Sin embargo, el gran tributo de la Commedia en el siglo XIX mexicano lo encabezó el joven arquitecto Jacobo Gálvez a quien la Academia de San Carlos rechazó su solicitud de beca. No obstante, con apoyos de mecenas tapatíos, hará el viaje a Europa a finales de 1851; pasará poco más de un año entre Francia e Italia para regresar con ideas y sueños que pronto habrá de materializar en su natal Guadalajara. Su obra más memorable es la construcción del Teatro Degollado (1856-1866) en cuya bóveda pintaría —en colaboración con Gerardo Suárez y Carlos Villaseñor— una recreación del canto IV del Infierno, el Limbo del nobilísimo castillo de los sabios y de los poetas de la antigüedad. Para los grandes pintores y escultores mexicanos de la siguiente centuria, los cuadros líricos del florentino no llamarán su atención para traducirlos en imágenes y volúmenes, al menos no en las coordenadas y dimensiones de los trabajos de Auguste Rodin, Salvador Dalí o Miquel Barceló. Existen pequeños acercamientos como las viñetas que realizó José Clemente Orozco para la edición vasconcelista de La divina comedia de 1921 y una tinta sobre un pasaje del canto XXI del Infierno, una pieza en yeso de Ignacio Asúnsolo de un proyecto escultórico sobre Dante que se planteó erigirse en la Alameda Central, los dibujos de Guillermo Guzmán para el libro Dante Alighieri, su vida, su obra y su tiempo (1983) de Óscar Flores Tapia y las ilustraciones de Isabel Leñero para la edición de El infierno (1989) de Vicente Leñero, una versión paródica y “mexicanizada” del poema del florentino. En el vasto mundo de las ilusiones perdidas, queda la posibilidad —sueño de un maestro grabador o de un editor exquisito— el haber levantado una carpeta gráfica o una edición dantesca con piezas de José Clemente Orozco para el Infierno, de Diego Rivera recreando el Purgatorio y de Rufino Tamayo para los sagrados planetas del Paraíso.
Entre nuestros modernistas, la obra del florentino apenas encontró modestos homenajes: el soneto “A Dante” de su libro Versos de 1890 y el poema “Frente a la casa degli Alighieri” de Luis G. Urbina, así como los pareados “Incip vita nova” de Amado Nervo de su obra póstuma La última luna. Para entonces circulaban, sin contratiempos, las traducciones de La divina comedia del conde de Cheste —en verso y en terza rima—, dadas a conocer en 1868, a las que seguirían las versiones en prosa de Manuel Aranda y San Juan en 1869 y la realizada, también en prosa, por Cayetano Rosell en 1872. Después de esas tres ediciones españolas, Bartolomé Mitre publicaría la suya, también en verso y con rima, en 1889. Una de dichas versiones en prosa compró el joven y pobre José Vasconcelos, según nos refiere en su Ulises Criollo, en una librería de lance a un costado de la Catedral, lectura que turbó el ánimo y afirmó el carácter del futuro filósofo, ratificando el lugar principal del italiano: “En Milton se advierte el artificio, en Shakespeare cansa la vena patética de ambición herida y siempre humana. Únicamente Dante en cada verso plasma una porción de realidad eterna”. Sin ser una presencia central en sus intereses, Alfonso Reyes escribe un breve ensayo, “Dante y la ciencia de su época”, de utilidad para leer la Commedia con claves del siglo XIV. De la generación de Contemporáneos, salvo unos guiños dantescos de Carlos Pellicer, Xavier Villaurrutia escribirá un poema de alto vuelo, intenso y desasosegado, “Amore condusse noi ad una norte”, título tomado del parlamento de Francesca da Rimini del canto V del Infierno. Por múltiples referencias, constatamos que Octavio Paz leyó a cabalidad a Dante aunque no consagró un ensayo o un artículo en torno de su legado. Con motivo del séptimo centenario de Dante Alighieri, en 1965, se publicó el ensayo En la ruta de Dante, 1265-1965 de Samuel Ruiz Cabañas, la traducción del latín de Églogas de D. A. a cargo de Rubén Bonifaz Nuño, en la Revista de la Universidad de México del mes de mayo. Jaime García Terrés celebra la efeméride en su columna “La feria de los días” y publica fragmentos de la Commedia y de La vita nuova en traducción de Homero Aridjis y en el mes de julio comparte un ensayo de Vittore Branca sobre la edición más escrupulosa de La vida nueva, mientras la Revista de Bellas Artes dedicó su número 2 al vate toscano en cuyo índice se pueden leer “El epitafio de Dante” de Boccaccio en versión de Eduardo Lizalde, la misteriosa carta al Can Grande della Scala, ensayos de Santayana, Guardini, Pound, Eliot, Borges, Ungaretti… Los festejos institucionales corrieron por cuenta del secretario de Educación Pública, Agustín Yáñez, en un discurso, “Dante, concepción integral del hombre y de la historia”, leído en el Palacio de Bellas Artes el 19 de mayo de 1965 y publicado en una cuidada plaquette. En su disertación, recordaría el acto conmemorativo de 1921, en el cual su homólogo de aquella época, Vasconcelos, pronunció esta frase: “después de leer a Dante nos sentimos hombres nuevos frente a un destino infinito”.
Diez años después de la celebración del natalicio, en 1975, se publicará el estudio más completo escrito por un mexicano, Dante Alighieri de Antonio Gómez Robledo, trabajo de muchos años de investigación en bibliotecas de Europa y América donde analiza todo el corpus de la obra dantesca y sus probables fuentes. En su momento, en lengua castellana no existía un volumen de tal dimensión y calado, obra que debe mucho a sus años de embajador en Roma (1967-1970), donde escucharía, cada domingo, a un especialista en la materia en la célebre Cathedra Dantis Romana. Entre las traducciones modernas de La divina comedia se encuentra la realizada por el guanajuatense Salvador Sánchez, publicada por Libro Mex Editores en 1958, esfuerzo un tanto marginal que valdría la pena releer. El candidato ideal para una versión “mexicana” del clásico toscano fue el infatigable Guillermo Fernández, traductor de una centena de títulos de autores italianos. Curiosamente, uno de sus primeros trabajos sería La divina comedia: trece cantos de “El Infierno” de Dante Alighieri y otros textos de 1981, tal vez el fundamento para emprender más tarde el viaje completo de los cien cantos del poema inmortal. Su asesinato en 2012 nos privó de esa posibilidad. En fechas más recientes, destaca el Dante (2019) de Marco Perilli, una lectura personalísima del periplo de ultratumba con conexiones a otras lecturas, especialmente modernas, y con estaciones de goce sibarita para comentar pasajes, tercetos o versos donde el arte mayor del florentino se torna a lo mínimo, lo íntimo y lo sutil. Para concluir el recuento de Dante en México, el Taller Martín Pescador de Juan Pascoe editó este 2021 —exquisitez para bibliófilos— Seis canciones de Dante Alighieri en versión de Francisco Segovia.
Nota del editor
Este texto fue publicado originalmente en el número 951 de Laberinto, el 4 de septiembre de 2021.
AQ