Miguel Hernández y el agua de Garcilaso | Un texto inédito de David Huerta

Literatura

Recordamos al autor de Las hojas, quien murió el pasado 3 de octubre, con este ensayo inédito que hermana la erudición, la pasión multiforme y la sensibilidad poética.

(Ilustración: Moisés Butze)
David Huerta
Ciudad de México /


Este ensayo inédito, leído por su autor en el Congreso Miguel Hernández y la pobreza, organizado por la UACM y la Fundación Miguel Hernández de Orihuela, forma parte de un libro en preparación que saldrá en México editado por la UACM y la UANL y en España por la Diputación de Jaén y la fundación que lleva el nombre del poeta de 'Viento del pueblo', quien murió el 28 de marzo de 1942, a los 31 años.

[En estos renglones, amalgamo algunos párrafos escritos hace tiempo con observaciones preparadas ex profeso para esta ocasión.]

En el gran poema Muerte sin fin, José Gorostiza escribe sobre el agua:

Pobrecilla del agua,


ay, que no tiene nada,


ay, amor, que se ahoga,


ay, en un vaso de agua.

En versos anteriores a esa estrofa, el poeta se ha lamentado de la falta de cualidades del agua: no huele a nada, no luce a nada, no sabe a nada. El agua inodora, translúcida, el agua insípida; es una imagen de la pobreza fundamental, elemental, del agua, ilustrada con la estrofa citada. Y sin embargo, el agua es la protagonista principalísima del descomunal drama metafísico del poema gorosticiano. El agua del universo contenida en el vaso con el cual el poeta identifica a la divinidad es el tema imponente del canto panteísta en cuyos versos las cosas todas y los seres regresan pausada o violentamente a su propio origen.

La pobreza del agua y su potencia infinita: he aquí la paradoja. Un poeta ruso, Joseph Brodski, ha dicho del agua lo siguiente: es el principal rasgo, la característica distintiva, en el diseño de nuestro planeta. Los poetas lo han entendido siempre. Por ejemplo, Garcilaso de la Vega: el agua del río Tajo rodea como un marco silencioso, espléndido, a las cuatro ninfas mientras bordan sus historias de amor en lienzos a modo. La Égloga Tercera del gran toledano es el poema del agua fluvial enlazada con los mitos y con el amor humano. Esa égloga fue objeto de la admiración activa de Miguel Hernández; el encomio del poeta moderno al poeta antiguo quedó en un poema singular, extraordinario, titulado sencillamente “Égloga”. Lo leo y me maravilla la convergencia de los poetas (Garcilaso, Gorostiza, Hernández); me gustaría añadir otro nombre a esa tercia: el del cubano José Lezama Lima. En un ensayo titulado “El secreto de Garcilaso”, de 1953 —en el libro Analecta del reloj—, Lezama diserta precisamente sobre el agua y la poesía. Lezama exploró el agua de los mitos: el espejo de Narciso, en primer lugar; un río egipcio, la figura de Dánae y la lluvia transformada en tiempo dorado y vertical forman el prodigioso principio del poema de 1937, “Muerte de Narciso”.

El agua multiforme se identifica con Proteo de una manera natural. Cambia de forma y asume la forma del vaso en el cual está contenida como el durmiente adopta la forma de la pesadilla donde se atormenta y aflige. El agua es un lugar y es todos los lugares, ningún lugar: fluidez continua, se escapa y reposa al mismo tiempo. Es la cifra de la simultaneidad, de la invisibilidad, de la transparencia y del devenir, siempre trágico, siempre gozoso. El agua forma la super-metáfora del mundo natural. El agua de Garcilaso atrajo a Lezama, hombre de isla, es decir: rodeado de agua por todas partes. El agua de Garcilaso es el agua fluyente del río Tajo; el agua del Danubio durante su exilio, ordenado por su emperador; el agua del mar Mediterráneo, mar europeo, mar latino y helénico, en torno del cual libraría algunas batallas en las filas del ejército de Carlos V.

Además de Miguel Hernández, hubo otro poeta de la generación de 1927 admirador de Garcilaso de la Vega: Rafael Alberti. Los dos poemas de Alberti sobre Garcilaso se oponen nítidamente a la garcilasiana Égloga de Miguel Hernández. Un breve poema de aires popularistas de Marinero en tierra celebra al Garcilaso militar; el otro poema, de Sermones y moradas, llora al poeta muerto, en la forma de una elegía sacada del filón surrealista. Miguel Hernández, en cambio, compuso un poema extraordinario lleno de admiración, de amor y de conciencia poética; su Égloga se sumerge en los versos de la Égloga Tercera y luego saca la cabeza del agua para mostrarnos un paisaje.

Los dos poemas de Alberti corresponden a etapas muy diferentes, y aun diferenciadas, de su obra: el primero es de Marinero en tierra (1924) y el segundo de Sermones y moradas (1930); pero al margen de esas diferencias, Alberti está en un mismo lugar ante Garcilaso en las dos piezas: en los dos poemas celebra a Garcilaso como caballero y como soldado. Miguel Hernández, en cambio, se ocupa del agua de Garcilaso, tan a menudo identificada con el llanto, como en el soneto XI, de donde está tomado el epígrafe de la Égloga hernandiana.

Lezama toma partido abiertamente por la visión garcilasiana de Miguel Hernández: mejor el agua, siempre, el agua de las formas infinitas, el agua fresca y las lágrimas y el rocío, el agua por encima de la guerra, de la política y de la cortesanía. No sería exagerado decir lo siguiente: el poeta cubano siente cierta repugnancia por los poemas de Alberti.

El poema de Hernández presenta como epígrafe los versos finales del soneto XI de Garcilaso: “…o convertido en agua aquí llorando, / podréis allá despacio consolarme”, inflexión común de la metáfora por medio de la cual los poetas identifican el agua con el llanto. Todo el poema está tocado por el agua. Veamos sin entrar en muchos detalles, algunas palabras de la primera mitad y su relación real o metafórica con el agua o con cualquier líquido, en la primera mitad de la Égloga: rocío, relente, Tajo, río, transparente, fluye, sudor, agua (en el magnífico verso “el agua lo preserva del gusano”), otra vez agua siete versos más adelante, sangre, diamante (agua endurecida), pez, gota, vidrio, agua una vez más (“garbilla el agua, selecciona y tañe”), diáfano, humedad… El poema concluye con estas palabras: “y quiero ahogarme por vivir contigo”.

Vuelvo a Lezama Lima. En un memorable pasaje de su ensayo, Lezama escribe lo siguiente:

Ya sabemos que la poesía no es cosa de exquisitos ni de acuario impresionista, sino de íntimo, entrañable centímetro taurobólico, de diluir lo marmóreo y objetivo para que penetre por nuestros poros, de disolver nuestro cuerpo para que llegue a ser forma.

“Centímetro taurobólico”: he aquí a Lezama en plenitud, a los 27 años de edad. El taurobolio era una ceremonia de la antigüedad, ligada o perteneciente a los cultos del mitraísmo, consistente en un baño de sangre de toro recién sacrificado. Es decir, Lezama toma partido decididamente por la “poesía de la sangre”, a la manera de algunos arrebatados de nuestro tiempo y de todos los tiempos; pero él lo complica todo de inmediato. Y lo complica con el ingrediente acuático, evidente en las expresiones “diluir lo marmóreo y objetivo”, “que penetre nuestros poros”, y sobre todo en esa disolución del cuerpo “para que llegue a ser forma”. Disolverse algo para “llegar a ser forma” es un proceso sublime en un medio acuático: sumergidos, los cuerpos se transforman.

El baño sangriento del inmenso centímetro taurobólico se encuentra, en nuestras imaginaciones en torno de los poemas obsesionantes (Muerte de Narciso, la Égloga tercera… la Égloga de Miguel Hernández, desde luego), con el “rectángulo de agua” de la célebre definición lezamiana de la poesía (“Un caracol nocturno en un rectángulo de agua”). Lezama aprendió en las aguas fluviales y mediterráneas de Garcilaso a descifrar el secreto de la poesía. El agua predomina al final sobre la sangre: “mezcla de las impurezas del agua y del fuego”. Y Lezama escribe al final de su ensayo portentoso esta recomendación acerca de lo digno de conservación en Garcilaso: debemos quedarnos con estas formas del “agua clarísima de su amistad, de su hermosa cabeza, de su colección de vihuelas; agua clarísima y quemada también, la del dogma eterno de su muerte”.

No el yelmo sino la cabeza. No la sangre: el agua. No la cortesanía sino la amistad. La poesía en lugar de la batalla teñida de polvo y sangre y de sudor. Es un alegato en favor de las “potencias unitivas”: las mismas fuerzas capaces de juntar, a través de los siglos y los mares, a los poetas de la misma lengua, habitantes de ambos lados del Océano Atlántico.

7 de julio de 2022

AQ

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