Nacido en Montana en 1946, David Lynch se formó en la Escuela del Museo de Bellas Artes de Boston y la Academia de Bellas Artes de Pensilvania, donde su talento comenzó a despegar con Six Men Getting Sick (Six Times) (1967), cortometraje de animación que toma como punto de partida algunas pinturas del propio Lynch e inaugura el universo de bordes surrealistas que dos cortos posteriores —The Alphabet, de 1968, y sobre todo The Grandmother, de 1970— acabarían por perfilar.
El director nunca se ha apartado del todo del camino del arte; lo constatan los diez largometrajes que ha dirigido a la fecha y que constituyen un singular corpus fílmico que desde Eraserhead (1977), y con excepciones como The Elephant Man (1980) y The Straight Story (1999), se decanta por la lógica de los sueños o más concretamente de las pesadillas. Esa lógica encuentra su forma narrativa idónea en el portentoso tríptico incidental integrado por Lost Highway (1997), Mulholland Drive (2001) e Inland Empire (2006), que revelan una preocupación creciente por los mecanismos no solo del absurdo y el surrealismo sino del neofigurativismo a la Francis Bacon, a quien Lynch considera una de sus principales influencias plásticas junto con Oskar Kokoschka. (En su juventud, Lynch viajó a Salzburgo para buscar a Kokoschka y estudiar con él, pero la búsqueda resultó infructuosa.)
La huella baconiana es evidente en las desfiguraciones y transfiguraciones que pueblan las tres películas mencionadas —las distorsiones faciales que Fred Madison (Bill Pullman) y Nikki Grace (Laura Dern) sufren en Lost Highway e Inland Empire, por ejemplo— y resurge en las placas reunidas en la serie Small Stories, que se exhibió en 2014 en la Casa Europea de la Fotografía en París y que consta de cuarenta placas en blanco y negro divididas en cuatro grandes grupos: Heads, Interiors, Still Life y Windows. Esta no fue la primera vez que la capital francesa acogió el trabajo del cineasta, músico, diseñador y artista estadunidense; en 2007 la Fundación Cartier para el Arte Contemporáneo abrió sus puertas a The Air is on Fire, magna retrospectiva que incluyó dibujo, fotografía, filmes alternativos e instalaciones visuales y sonoras planeadas exclusivamente para la muestra y que ratificó el amplio abanico de inquietudes creativas de Lynch, exploradas por los directores Rick Barnes, Olivia Neergaard-Holm y Jon Nguyen en el estupendo documental David Lynch: The Art Life (2017).
The Air is on Fire sirvió para que muchos descubrieran que el director de Blue Velvet (1986) no hacía la ruta inversa de colegas como Steve McQueen y Julian Schnabel, que han ido del campo del arte al terreno del cine, sino que más bien regresaba o se reinstalaba en los dominios que marcaron el inicio de su formación. La pasión por la fotografía como un arte autónomo, independiente del cine, empezó a florecer en Lynch poco antes del fracaso comercial de Dune (1984) y lo llevó a trasladarse al norte de Inglaterra para capturar la debacle del paisaje industrial —interés patente en Eraserhead— durante la cacería de locaciones para Ronnie Rocket, cinta que aguarda dejar el cajón de los proyectos postergados. Esta pasión se ha aunado al gusto por el collage y el cómic —allí está The Angriest Dog in the World, la tira que se publicó entre 1983 y 1992 en Los Angeles Reader— para crear imágenes que parecen salidas del cuarto oscuro del inconsciente y convocan al espectador a terminar de contar los extraños relatos interrumpidos que proponen. Hábil cronista de pesadillas, Lynch genera fotografías que nos hacen volver a soñar con los ojos bien abiertos.
Fue justo una imagen pesadillesca, el cadáver amoratado de una muchacha envuelto en plástico, la que pasó a formar parte del inconsciente cultural colectivo el 8 de abril de 1990 y se convirtió en un icono de los misterios cuya resolución los vuelve todavía más oscuros. El asesinato de Laura Palmer (Sheryl Lee), emblema de la juventud dorada y del American Dream, cambió no solo la manera de pensar, producir y ver la televisión sino la concepción que se tenía hasta entonces del pueblo chico como infierno grande. Al día de hoy, Twin Peaks, que consta de tres temporadas (1990-1991 y 2017) y una película intermedia (Twin Peaks: Fire Walk With Me, de 1992), es un verdadero fenómeno de culto que ha desatado un aluvión de interpretaciones que sin embargo no logran descifrar todos los enigmas que Mark Frost y David Lynch, los creadores de la serie, han ido sembrando con destreza de hechiceros.
Cuando se estrenó el episodio piloto de Twin Peaks, Lynch venía de la experiencia de filmar una de sus obras maestras (Blue Velvet) y aplicó su conocimiento de los secretos que pulsan insidiosamente bajo la superficie en apariencia luminosa del mundo para tramar, con la ayuda invaluable de Frost, una historia densa y compleja en la que la muerte brutal de Laura Palmer es tan solo una muestra de la maldad que hiberna en un pueblo ubicado al norte del estado de Washington, ocho kilómetros al sur de la frontera con Canadá, y que despierta a partir de este incidente para comprobar sus alcances que trascienden el plano material y se adentran en terreno metafísico, como lo ilustra la famosa Habitación Roja donde una energía sobrenatural encarnada en un enano se expresa en un idioma de otra dimensión.
Sagaz vuelta de tuerca al género policiaco, Twin Peaks cumplió fielmente la promesa de regresar veinticinco años después de concluir la segunda temporada, como dijo Laura Palmer al agente del FBI Dale Cooper (Kyle MacLachlan), y el resultado fue aún más insólito, aún más surrealista, aún más tenebroso: la tercera temporada, que salió al aire en 2017, es uno de los mayores acertijos audiovisuales que se han realizado jamás, una película magistral de dieciocho horas de duración que nuevamente reta los límites de la narrativa televisiva. Existen conexiones interesantes en la obra lyncheana, pero hay una en especial que me fascina: Laura Palmer y Ronette Pulaski (Phoebe Augustine), las estudiantes a quienes en Twin Peaks: Fire Walk With Me vemos acudir al vagón de tren abandonado en el bosque donde se lleva a cabo el brutal asesinato de la primera, reaparecen en Mulholland Drive como espectadoras en el Club Silencio, el siniestro lugar donde ocurre el quiebre de la historia lineal que veníamos presenciando y que la traslada a otro nivel.
A poco más de veinte años de su estreno, Mulholland Drive sigue demostrando que es una obra mayor que inauguró rutas inéditas para el cine. Esta cinta retoma el camino fundado por Lost Highway, un camino extraño y sinuoso en el que Lynch se mueve a sus anchas. Planteada originalmente como una serie de televisión que terminó siendo rechazada por la cadena ABC en medio de una sonora polémica, Mulholland Drive trastoca no solo las convenciones fílmicas sino también, y sobre todo, la lógica narrativa a la que Hollywood nos ha habituado. Es precisamente Hollywood el blanco que Lynch elige aquí para arrojar sus dardos envenenados desde la penumbra que le gusta habitar; la fábrica de sueños por excelencia se transforma, gracias a la destreza del director, en una delirante industria de pesadillas. Hablar de la trama de Mulholland Drive resulta inútil ya que la historia —como sucede asimismo en Lost Highway— se desdobla junto con las protagonistas, encarnadas con maestría por Naomi Watts y Laura Elena Harring; basta anotar que los hallazgos del cineasta estadunidense son múltiples y las interpretaciones, interminables.
Rica en claroscuros, la estética visual de Mulholland Drive contribuye tanto a la reformulación de la estructura del relato como a la exploración del orbe onírico y las fracturas psíquicas, esas cajas de Pandora que David Lynch gusta de abrir con su llave experta y que con toda seguridad continuará abriendo en Wisteria o Unrecorded Night, el nuevo proyecto televisivo que prepara desde 2020 en el más absoluto de los secretos.
AQ