David Ojeda: narrador, ensayista, traductor, maestro

Literatura

Con esta breve semblanza y un insólito y conmovedor cuento, recordamos al autor de 'Las condiciones de la guerra', fallecido el 9 de octubre de 2016.

David Ojeda, 1950-2016. (INBAL)
Alejandro García Ortega
Ciudad de México /

El 9 de octubre de 2016 falleció el escritor potosino David Ojeda. Fue integrante del taller literario de la Casa de la Cultura de San Luis Potosí que coordinó a partir de 1974 y hasta inicios de los 80 el escritor ecuatoriano Miguel Donoso Pareja. Fue coordinador de talleres literarios en León, Puebla, Torreón, Monterrey, Ciudad Juárez, Aguascalientes, Zacatecas y San Luis Potosí. Entre sus alumnos destacan: Juan José Macías, Jorge Humberto Chávez, Miguel Ángel Chávez Díaz de León, Joaquín Cosío, Juan Gerardo Sampedro, Laura Elena González, Mariano Morales, Pedro Ángel Palou, Gonzalo Lizardo, Juan Félix Barbosa.

  Dirigió el Centro de Estudios Literarios de la Universidad Autónoma de Zacatecas en el segundo lustro de los 80. Dirigió revistas y suplementos culturales y ejerció el periodismo cultural a lo largo de su vida. Fue alentador o editor directo de por lo menos un centenar de libros producidos en los diversos espacios en que interactuó. La empresa más evidente es la Editorial Ponciano Arriaga.

    Ganó en 1978 el Premio Casa de las Américas en el género de cuento con su libro Las condiciones de la guerra, el cual apareció a mediados del año citado. También entonces apareció Bajo tu peso enorme (Ediciones Tierra Adentro). Es autor de Cuando el espejo mira, El teorema de Darwin, Los testigos de 'Madigan', 'Perros de casa' y de las novelas 'La santa de San Luis' y 'El hijo del coronel', ambas editadas por Tusquets. En el terreno del ensayo publicó una antología de literatura potosina: 'San Luis 400' y 'Entre sierpes y lagartos'. 'La ira del águila' y 'Cuentos completos de Sylvia Plath' son producto de su labor como traductor, lo mismo que 'Niños en exilio', poesía de James Fenton.

    Su narrativa combina un realismo crudo ambientado en sociedades tradicionalmente vistas como pacíficas, provincianas, y una experimentación donde además de los recursos técnicos literarios está la percepción de esa misma sociedad incrustada en la violencia y en la dominación. Lo mismo recurre a la noción de la lucha de clases, de vuelta ahora que ha desaparecido en mundo dual de la guerra fría sin que eso haya resuelto el problema de la desigualdad y la punición, que las neurociencias y apreciaciones científicas relevantes.

    El cuento “El secreto de la hormiga” pertenece a la última etapa de la producción de Ojeda, con nuevas temáticas como el crecimiento de los sexos o sus combinaciones por trans realidades en expansión y el regreso a la crítica de la relación del hombre y la naturaleza: el hombre y el animal. En este cuento, con un dejo chejoviano, con una pizca de melodrama de integrados, donde la realidad parece o aparece solo a trasluz o a través de una perra parturienta, se vive ese colapso donde la ternura duele, tarda en instaurarse, porque el hombre se ha desquiciado buscándole el sentido, meramente retórico, consolador, a la existencia.



El secreto de la hormigas*

Por David Ojeda

“Los hijos de esta bestia familiar

tal vez huelan tan ácidas ausencias

en las arenas de las playas del Sur.

Allí otras voces empiezan a decirse

todos los trozos de un perro

que estas palabras

no pudieron nombrar”.

Saúl Ibargoyen

Usted seguramente ha descifrado ya diversas señales escritas para nuestro provecho en ese libro personal, intransferible, que se conserva bajo la almohada de todos, aguardando la visita del durmiente. Y es probable que así haya entendido ya algo inobjetable: lo que aprendemos por un lado nos hace despojarnos de una conducta por otro; cualquier enseñanza acarrea (pues debe hacerlo) desgarraduras, transformaciones de actitudes y hábitos.

En la base del edificio social se encuentra la argamasa del aprendizaje. Ahí, desde pequeños, abandonamos el peso de algunos rasgos de nuestro comportamiento o nuestras ideas; y de ahí tomamos algo de lastre para nuestra vida por venir. El despotismo de la cultura, diría Freud: el principio del placer en colisión con la realidad para trasladarnos de la infancia egoísta a la vida social.

Pues la ligereza absoluta, la suprema levedad, no es posible más que en el extravío, en el apartamiento o en el abandono. Tenemos que pesar para situar nuestras plantas en el suelo; y luego dar un paso… y otro, arrastrando nuestra materia sobre el mundo como si se tratase de un fardo destinado a favorecer el desconcierto.

De este modo, pronto nos descubrimos regidos por ese azar que invocamos solo como resultado de nuestra ignorancia y nuestra incapacidad para entender variables, posibilidades, las vías esenciales y despejadas de la existencia. Además, a nuestro alrededor se alzan y se consolidan las paradojas para disolver la ilusa soberbia de nuestras certidumbres. Y en medio de todo nos situamos usted y yo, tirados hacia diversas direcciones por fuerzas poderosas. Para obedecer una hemos de contrarrestar otra.

Tales reflexiones e ideas nos aguardan en libros y cátedras, en charlas o meditaciones muy estimables. A veces, sin embargo, llegamos a ellas por vías insospechadas: una imagen fugaz de la naturaleza, un suceso efímero, o la conducta de un animal como la Nicha, lo que ahora quiero contarle.

El Rocky estaba solo, sin pareja. Nomás miraba un pedazo de cielo desde el lugar de su reclusión, durante días y días. Nunca había visto un aerolito, un cometa, un helicóptero, una cosa maravillosa que lo pusiera a babear, manteniéndolo de ese modo para siempre. A veces, sin embargo, era llevado de paseo a la calle. Y así pasó casualmente, frente a una casa que yo, el narrador, habité hace años. De este modo conoció a mi Nicha, la que tenía un encanto en los ojos y con ellos me mandaba una corriente diaria de su felicidad y su contento. Los perros son así: creen que sus amigos y dueños somos un dios majestuoso que dispensa caldos y caricias.

Esa tarde el Rocky quedó fulminado por el rayo del deseo: un golpe que nos hace renunciar a los nutrimentos y a la educación comedida. Vio estrellas fugaces que al desplomarse zumbaban con una música grave e interminable; tuvo al cometa Halley a unos metros de sus ojos; cualquier helicóptero debió haberle parecido un juguete de kínder en comparación con esa bella perra que era la Nicha, con sus anchas caderas que se balanceaban como una carabela en el extenso océano. “¡Rayos!”, exclamó seguramente el Rocky, inmóvil, ajeno al tirón de correa que su amo le propinaba.

La Nicha y el Rocky eran jóvenes y fuertes, de la misma raza, ésa que los hace crecer grandes y pintos y peludos, arrebatados, fogosones, simpáticos y mansos. Pan comido resultó lo demás. Quedó la cita concertada para el siguiente celo de mi perra, cuando ella habría de ocurrir acicalada ―dispuesta en su condición femenina y ardiente en su ánimo― al hogar de Rocky. Ahí se consumó su primer encuentro. Entonces, el patio donde ese perro guapo vivía se transformó (porque el ardor genésico y la naturaleza son el mago y el hada, el buen demonio y la buena bruja) en una selva pleistocénica, hirviente de vida y sabrosos conflictos. El can debió imaginar su lucha contra una manada de lobos fortachones y buscabullas para llegar a la Nicha; luego tuvo que lamerle largamente las orejas y el cuello y la intimidad con el fin de que ella reconociera en él a un perro como no hay ni habrá otro; y por último debió convertirse en un amante sabio que dosifica la intensidad y la ternura. La selva en el patio. El primer encuentro. La locura.

Fueron tres días durante los cuales el Rocky y mi Nicha navegaron en una góndola veneciana y luego bebieron champagne canino en el Sena, corrieron como un par de cachorros despreocupados por las playas de Ixtapa y luego salieron disparados rumbo a su patio, a su selva con su sol, para reubicarse en la dulce tarea de la procreación y el contento carnal. Bellos perritos.

Y después la ruptura del lazo; la hora del adiós.

      ―Adiós, Nicha maravillosa. La fatalidad nos aparta porque ella nos reunió. Mi dueño es el instrumento de un dios que no es el nuestro ―gritó el Rocky, raspando locamente la puerta de la cocina con sus patas.

     ―Te dejo mi llanto, Rocky; mi largo aullido que te indica con cuánta hondura conservaré tu amor y tus caricias. Ni la fatalidad ni mi amo lograrán arrebatarte de mi memoria. Ya atesoro en mi vientre tu semilla. Algunos más como nosotros han empezado a gestarse para llegar a la vida como los continuadores de nuestra adoración por la gente y lo que existe ―gritó la Nicha desde una camioneta que se ponía en marcha.

Yo sé que usted ha visto perros y más perros; y estoy seguro de que a veces, por ese afecto que dispone para las cosas del mundo, se ha esforzado por situarse en el lugar de esos enternecedores animales. Así se ha descubierto, sin duda, que el corazón de un perrito (corazón de Nicha, corazón de Rocky) también se estremece en las despedidas. No es menos terrible la separación para ellos. Duele igual. O mucho más.

Luego de que regresó a casa, tardé pocos días en percibir que algo se modificaba en la Nicha. Su primer embarazo la hacía trasponer la magnífica y misteriosa puerta de la feminidad, dadora de vida, santa perrita. Su cuerpo se volvía más redondo y bello; una calma llena de majestad y donaire se notaba en sus movimientos: su pelaje ondeaba con nuevo brillo; sus ojos, al contemplarme, traducían un mundo que ella visitaba por primera vez y convierte la mirada de las hembras de todas las especies en una caricia que debe aprender a merecer.

Fue, sin embargo, dos meses después, entre la medianoche de un 27 de diciembre y el amanecer del 28, cuando descubrí otro lugar, más lejano y turbador, conducido por la suave pata de la Nicha. Poco antes de las 12 alumbró su primer cachorro. Tal vez nació muerto; quizás ella no supo qué hacer. Yo no me di cuenta sino hasta que escuché el aullido desconcertado de una hembra que me llamaba, luego que había dado a luz al segundo y se paseaba nerviosa mientras el animalito, envuelto aún en la placenta, a excepción de la cabeza, se arrastraba chillando en busca de una progenitora que tardaba en surgir desde ese conflicto entre el desconcierto y el malestar de ella que se oponían ―en el fondo de su cuerpo y su voluntad― al instinto, al abrazo del amor y la vida.

Por eso me dispuse a darle asistencia, ayudado por mi hijo, quien entonces acababa de cumplir quince años. La pusimos bajo cubierta y de ese modo atestiguamos que, el tercero, el cuarto y el quinto cachorros, llegaron casi cada veinte minutos al mundo de la hostilidad desde su tibio espacio materno: oscuro, autosuficiente. Dos de ellos venían de patas, pero todo transcurrió bien. Y sucedió que a partir del tercero (porque entre ambos acercábamos los cachorros al hocico de la Nicha, tratando de hacerle entender que eran desvalidos necesitados de su lengua salivosa y tenaz para eludir la muerte) la perrita tuvo ya ánimo necesario para reconocer una conducta, rescatada de quién sabe qué memoria original fincada en las formas primarias de vida que nos anteceden: la hembra en batalla contra ese aletear de murciélagos y mariposas negras que pretenden evitar la primera inspiración de un cachorro. Pues la Nicha accedió pronto a lamerlos, devorando la placenta y averiguando en esos momentos que el aire proviene de la bendición: el aliento que llega como un huracán y un relámpago hacia el recién nacido.

Entonces, atestiguando el pertinaz apego a la existencia que todo organismo conserva y extiende, imaginé la fuerza portentosa que presidió el encuentro del Rocky y de la Nicha: la carga eléctrica que había propiciado el movimiento en las caudas de los espermatozoides; el estremecimiento y la agitación de óvulos; ese chisporroteo que de vez en cuando intuimos como una llama azul en la palma de la mano; la maravilla de dos cuerpos, que se rozan, que se complementan y acuden a la dicha.

Y mientras mis ideas se volvían un enternecido disparate, la vida fluía hacia mí cada veinte minutos por ese paciente conducto que era la Nicha. Después, sin embargo, el parto del sexto cachorro tardó dos horas y media. Para entonces ya los otros habían sido ayudados a encontrar su respectivo pezón con el fin de que aprendieran: el beso, el alimento. La Nicha supo pronto ser una madre delicada. Los lamía; y lloraba tan pronto como los recién nacidos se ponían a chillar o a gemir. Además, cada tantos minutos se esforzaba por expulsar al sexto, hasta conseguirlo ya bien entrada la madrugada.

En seguida, el séptimo y el octavo fueron alumbrados sin dilación o problemas. Ya sabía ella qué hacer; había aprendido. Pero faltaba lo difícil. Aunque no tardó mucho en nacer el noveno cachorro venía mal y la Nicha casi había perdido la energía. Mi perra se esforzaba y yo también, ya a solas con ella, casi al amanecer. Al notar que su cuerpo fatigado se ponía en tensión, le ayudaba, introduciendo mis dedos en su conducto; entonces sentía las pequeñas patas que se aproximaban a la salida y después, tras el espasmo, notaba cómo se retraían de nuevo. Eso duró cerca de una hora y al fin, cuando la cachorrita del caso surgió, húmeda y blanca, de inmediato le rompí la placenta a la altura de la nariz. Ahí estaba el aire para ella; ahí su progenitora; ahí su amanecer en el mundo. Pero la pequeña no se agitó como los demás. Ella no respiraba. Sobre su cuerpo una invisible tormenta se había desatado, en su corazón se posaba un témpano, la posibilidad de su futuro se extinguía.

Por mi parte, guiado por intuiciones e instintos, acuné a la perrita en la palma de mi mano izquierda. Con la derecha empecé a darle un rápido masaje. Estaba acuclillado junto a la Nicha, la que pasaba su lengua una y otra vez sobre el cuerpo inmóvil de su cría. Éramos un cuadro entre conmovedor y desastroso: restos y manchas de sangre alrededor; siete cachorros arrastrándose y en constante gimoteo; una hembra y un macho de distintas especies esforzados en el mismo afán ante una recién nacida, batallando contra una sombra que golpeaba la puerta y los vidrios. ¿Melodrama? Supongo que sí.

Por último ―me gustaría poder afirmar que sentí una mano al posarse sobre mi hombro; y asegurar que una luz se encendió en el corazón de la cachorrita― el diminuto cuerpo se estremeció e inhaló la bendición tormentosa del aire. Entonces ―la Nicha me dedicó una mirada que nunca antes le había notado y no volví jamás a percibir en ella. También sé que yo sentí algo similar pero indefinible, una emoción que me hizo juntar las manos, sacando ese gesto de algún sitio arrinconado en mi memoria. La vida ganaba. Fin. Principio.

Al otro día la casualidad se encargaría de refrendar la lección. Por la tarde vi un documental televisado que aún recuerdo con nitidez. Hormigas, arañas, cucarachas, abejas: insectos cuya organización e instintos son fuente de posibles aprendizajes. Al final, el narrador explicó que si alguna vez se desataba una hecatombe y sobre la tierra quedaba solo una pareja de humanos y otro de cucarachas, a los primeros les tomaría tres millones de años alcanzar un nivel de desarrollo y población similares a los que poseemos en la actualidad, mientras que al par de insectos les bastaría con dos semanas. Luego, la voz que surgía esa tarde del televisor añadió algo que yo ―entusiasmado y retraído aún por el parto de la Nicha, buscando mi lección en el suceso― anoté en ese momento, suponiendo que alguna vez iba a relatarlo todo: “El hombre se pregunta todo el tiempo por el sentido de la vida, y mientras lo hace se angustia demasiado. Nunca se ha tomado la molestia de preguntarle a una hormiga, ella sabe el secreto: el sentido de la vida es la vida misma.

Así descifré por fin la clave de aquellos hechos: la Nicha me la había brindado. Por eso, a lo largo de los dos meses siguientes sentí la punzada de la paternidad, observándola junto a sus crías, que tal vez, al ser amamantadas, ya empezaban a soñar con un verde campo donde asumir los trabajos de su raza: el pastoreo, la amistad con nosotros (con usted, conmigo) y el cuidado fiero de la vida.


* Tomado de Perros de casa, Ediciones Sin Nombre, México, 2010.

AQ

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