El horror en el cine mexicano es el género más abandonado en cuanto a producción y calidad. En mi opinión, hay pocas películas notables desde los primeros años de la industria. El fantasma del convento (1934), de Fernando de Fuentes; El vampiro (1957), de Fernando Méndez, director que, por cierto, tenía buen pulso para crear atmósferas siniestras, ya que a pesar de que la secuela del emblemático conde Lavud resultó un fiasco (El ataúd del vampiro, 1959), hizo otras cintas regulares como Misterios de ultratumba o El grito de la muerte (una imaginativa mezcla de la leyenda de La Llorona con chili western, protagonizada por Gastón Santos, vaquero de varios largometrajes de intriga detectivesca con desenlace tipo Scooby Doo).
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Carlos Enrique Taboada realizó tres filmes afortunados. Hasta el viento tiene miedo (1968), El libro de piedra (1968) y Más negro que la noche (1975). Chano Urueta dirigió El espejo de la bruja (1962), pero no debíamos dejar de mencionar que antes de ésta, Urueta realizó un prodigio del espanto más ridículo: El barón del terror, donde Abel Salazar se transfigura en un monstruo que habría dejado estupefacto hasta al mismísimo Ed Wood. René Cardona filmó La Llorona (1960), y Rafael Baledón, La maldición de la Llorona (1961). El cine de Juan López Moctezuma fue paradigmático del género. Con buenas intenciones para aterrorizar pero tentado por el tremendismo, su perdición fue la manufactura defectuosa (La mansión de la locura, 1973; Mary, Mary, Bloody Mary, 1975; Alucarda, la hija de las tinieblas, 1978). La lista podría incluir, también, a La tía Alejandra (Arturo Ripstein, 1980), pero sería hasta que Guillermo del Toro dirigió Cronos (1993), cuando en el cine mexicano afloró un estilo diferente para abordar el miedo. Después de él, pocos directores han logrado relatos de ambiente umbrío, digamos, La región salvaje (2016), de Amat Escalante; Vuelven (2017), de Issa López, o Belzebuth (2017), de Emilio Portes.
El filme colectivo México Bárbaro (2014) libró medianamente las condiciones del género, relatos que oscilan entre la pesadilla rural, los sacrificios aztecas, las apariciones o la superstición del Día de Muertos, un mix de historias empeñadas en reivindicar las tradiciones y leyendas mexicanas. A propósito de esa cinta en la que participan Laurette Flores Bornn, Gigi Saul Guerrero, Aaron Soto y Jorge Michel Grau, entre otros, también figura un corto de Isaac Ezban (La cosa más preciada), que actualmente tiene en cartelera Mal de ojo, fábula de brujas que atormentan, persiguen, castigan y sorben a las doncellas para existir eternamente.
Director de tres largometrajes (El incidente, Los parecidos, Parallel), Isaac Ezban parece empeñado en forjar un universo propio donde el miedo emerge del caos, la vulnerabilidad, la confusión de realidades yuxtapuestas. Los monstruos de Ezban están lo mismo en una carretera infinita o en el cubo de unas escaleras que conducen al mismo piso, en los paraderos o las moradas decadentes.
Mal de ojo, como el filme español La abuela (Paco Plaza, 2021), hilvana un mal sueño de encierro, acoso y callejones sin salida, y aunque el resultado no es contundente, la eficacia narrativa es innegable (las actuaciones de Ofelia Medina y Paola Miguel son la columna vertebral de una cinta que adolece de los clichés hollywoodenses y los lastres de las pelis clase B).
El horror en el cine mexicano es el género más abandonado en cuanto a producción y calidad. En el tiempo de las infinitas posibilidades de lo digital, del maquillaje y los efectos especiales, aún seguimos en espera de la obra maestra del terror. Cosa rara. En este país hay aberraciones de sobra, espantajos que con facilidad nos ponen los pelos de punta.
AQ