A la manera clásica de William Hazzlit, Jorge Esquinca nos invita a peregrinar en las galerías de aquello que contempla. Salir a pasear sin pretensiones, en un estado de apertura y concentración. Quizá para llevar a cabo el único itinerario al cual estamos destinados: pensar y amar lo humano, como sugeriría Gary Snyder.
Hazzlit, consciente de las “palabras aladas” de sus condiscípulos poetas Coleridge y Wordsworth, anotaba en su ensayo “De paseo”: “Denme el claro cielo azul sobre la cabeza y el prado verde bajo los pies, un camino sinuoso y una caminata antes de cenar ¡Y luego a pensar!”. Esquinca, a sabiendas también de la alada acentuación que provoca el escribir, nos lleva de la mano por sus caminatas de variado asombro. A cielo abierto o en la más íntima soledad, nos detenemos junto con él a contemplar ese “algo” que lo invita a ejercer su don: ver con las palabras.
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El ensayista inglés, más adelante en el mismo ensayo, confiesa que “no se puede leer el libro de la naturaleza sin encontrar perpetuamente la dificultad de traducirlo para beneficio de los otros”. Para nuestro afortunado bien, este autor jalisciense por adopción traduce continuamente el misterio de los tantos libros para entender el único, éste que incita nuestro transitar.
Traductor de Hilda Doolittle, Esquinca quizá recuerde esa petición que hace la poeta en uno sus textos en Definición hermética: “Que un día todo me importe”. La importancia de aquilatar desde un hueso poroso en una ciruela de guinea hasta un cuadro de Vermeer donde se ejerce el oficio de la luz. Igual luminosidad la que se atiende en una caminata cotidiana en el huerto o en un museo; en una librería de viejo o en la galería de nuestros propios sueños.
La palabra contemplación tiene en su origen la idea de una “acción participativa”. En la partícula templum está implícito el lugar donde los sacerdotes de la antigua Roma observaban el vuelo y el canto de las aves, para ver si era un sitio adecuado para erigir un santuario. Dentro del templo se practicaba la lectura, una escucha juiciosa. ¿Qué percibían? ¿Cuáles líneas en el cielo para el vaticinio? ¿Cuáles sonidos para marcar el sitio donde podría dar cita el misterio?
Capacidad de constelar las ideas y de aguzar los sentidos para rendirnos ante lo que somos devotos: “la fina lluvia que acaricia la ventana del hotel Merkur” en la ciudad de Praga o el dibujo en donde Antonin Artaud dejó su “ardor implacable” y la visión vaticinadora de su modelo Paule Thévenin. Tantos y variados sitios donde sucede y seduce lo sagrado.
Varios símiles surgen para describir el gozo que da transitar entre estos “fragmentos luminosos”. Tal vez la alegría irracional con la que nos quedamos tras la aparición de una estrella fugaz o la memoria de aquella Navidad en la que desenvolvíamos regalos con entusiasmo y fervor. Abríamos uno tras otro ante el misterio también del papel arrugado. Lo que quiero decir, es que hace mucho no sentía tanto placer de ir de un texto a otro, preguntándome con cuál regalo silencioso habría de toparme.
La promesa del título Las piedras y el arco (Universidad Autónoma de Querétaro), junto con el epígrafe de Italo Calvino: una disertación sobre la invisibilidad y la gracia de colocar la materia, se cumplen a todo lo largo del libro, a través de estas piedras coleccionadas amorosamente, piedras palpables. Piedras de todos los días y desde siempre, piedras con textura sonora…, por medio de ellas y desde ahí, nosotros los lectores experimentamos el arco. Una tensión interior frente a dicha “puesta en escena espiritual” y en una apuesta menos mallarmeana y sí cercana a Octavio Paz, nos expandimos gracias a esta “proyección física de la experiencia mental”. En esta particular arquitectura que propone Esquinca se levantan el ánimo y nuestro asombro renovado. Como cuando leemos el poema-piedra de Mark Strand “La vida continua”. Regresamos más ligeros y bellos para continuar con nuestro oficio de vida. Algo así. Como si gracias a esos estremecimientos de amor, aprendiéramos a acercarnos más a oír la respiración descuidada de la tierra. Y no solo ella reposara lánguida y disponible, sino también nosotros.
La mirada de Esquinca se propone leonardina. Una mirada multidisciplinar: ciencia, arte, filosofía. Una pregunta sincera y constante sobre el mundo. El mapa que define su interés hace pensar en una rosa de los vientos cruzada por varias direcciones. Un eje que va de lo regional a lo cosmopolita, otro de lo íntimo a lo público y uno más de lo ancestral hasta lo más contemporáneo. Siempre con la palabra encendida como centro. Esquinca puede escribir con igual pasión un ensayo acerca de los pies heridos de Eva que de un “western metafísico” realizado por el cineasta Jim Jarmusch.
Algunas de las prácticas contemporáneas en su escritura diríamos que son un préstamo de las artes visuales, un poco el readymade de Duchamp pero sobre todo “la apropiación” en Rauschenberg. Ejecuciones que se trasladan al terreno literario. Esquinca en todo momento transparenta sus fuentes: transcribe citas, disertaciones enteras, anotaciones…, incluso nos revela el lugar feliz del encuentro: el disco, aquella esquina, la solapa, ese cuaderno. Sin embargo, la magia no radica ahí, sino en otro ejercicio de la plástica: el collage, el ensamblaje. ¿Qué fragmento incitará al otro y qué silencio entre ambos significará? Ahí, en esas pausas respirables, nos invita a demorarnos. Gracias a ese acercamiento, a esa aproximación, la visión arriba. Y sucede aquello que pasa en la cita de René Char acerca de Balthus: “su obra es verbo en el tesoro del silencio”.
Las partes que él constela no pueden ser desmontadas, pues es en ese engarce preciso donde se sostiene la piedra verbal, preciosa. No es enlistando nombres ni obras, tan ricas todas, traspasadas por una sensibilidad envidiable, sino en ese “estremecimiento” silencioso que mece nuestro interés.
La lectura de Las piedras y el arco, que no puede alejarse completamente de la sugerencia de El arco y la lira, no tanto por su reflexión en torno a la poesía, sino en la presentación silenciosa de lo Poético, con mayúsculas, ese entrañable y absorbente asunto, me hace pensar en la novena elegía de Rilke, ahí donde el poeta, después de un profundo y largo paseo, regresa con unas cuantas palabras: “porque el caminante tampoco trae, de la ladera al valle/ un puñado de tierra indecible para todos,/ sino una palabra adquirida, pura: /la genciana amarilla y azul./ Quizá estamos aquí para decir: casa, puente, manantial,/ puerta, cántaro, árbol frutal, ventana,/y todo lo más: columna, torre…;/ pero decir, compréndelo, decir así,/ como las cosas nunca creyeron ser tan íntimamente”.
Decir junto con Esquinca, tras el paseo de este afortunado libro, una palabra imantada. Una como dice él mismo, que encierre todo, el principio y el fin de algo. ¿De qué? Del mundo, de las relaciones amorosas, de eso que en la mente se forma y se deshace como la idea de Dios. Dice: Hay en ella el oro, el brillo, la oración: azoro.
En el diccionario de la Real Academia Española, la definición de “azoro” nunca, por nada, alcanza tan bella descripción; sin embargo, nos arroja al nombre de un ave, el azor: ave rapaz diurna, de color negro y vientre blanco, cola cenicienta, mancha y trazos amarillos, especializada en volar entre los árboles para capturar a su presa: nosotros, los lectores, hechos de casi nada, solo de asombro.
ÁSS