'Demonios de la culpa', de Sealtiel Alatriste

Adelanto

Por cortesía de Alfaguara, ofrecemos un fragmento de la novela que narra la historia de una estirpe condenada a exigir y cobrar venganza aunque eso signifique su ruina moral.

Portada de 'Demonios de la culpa', de Sealtiel Alatriste. (Alfaguara)
Laberinto
Ciudad de México /

Prólogo

Ahora recuerdo que cuando se supo que los hermanos Esponda regresaban al edificio Balmori más de un vecino volvió a contar la historia de su partida, o mejor, entre todos desempolvaron las diferentes versiones que durante estos años nos habían ido diciendo o inventando de su mítico viaje. Supongo que fue la única forma que encontraron de ordenar el pasado —como es mi caso, que con este relato trato de domesticar los demonios de la culpa que durante tanto tiempo me han acosado—. Así, renació el alboroto de los primeros días de su partida, y hasta los niños, que apenas los recordábamos o nunca los habíamos visto, volvimos a cantar la tonadilla de Mambrú se fue a la guerra, ay qué dolor, qué dolor, qué pena. Mambrú se fue a la guerra, no sé cuándo vendrá, do-re-mi, dore- fa, no sé cuándo vendrá, con la que aludíamos a su esperado pero nunca cumplido regreso. Las señoras (que cuando los Esponda partieron todavía no mostraban en sus cuerpos las huellas de cerca de un lustro de ausencia) se reunían en casa de alguna de ellas para tomar el té y hacerse una idea del rostro que traerían. ¿Seguirían tan guapos, tan apuestos, tan entrones?, se preguntaban con gesto pícaro, ¿a cuanta gente habrán matado?, ¿sedujeron a muchas gringas?, ¿de verdad se convirtieron en contrabandistas como tanto se rumoró? A los vecinos que se habían ido mudando al edificio se les puso al día tanto de las calaveradas del par de hermanos como del respeto y miedo que inspiraban en los hombres del vecindario, y no faltó quien, ante tanto cuento de pasadas glorias, preguntara que si eran tan fregones por qué se habían largado. No hubo más alternativa que contar la verdad: se habían ido tras unas faldas, por pura perfidia y celos. “Más tira un par de tetas que una yunta de bueyes”, apuntó alguien como si fuera una frase original. “Se fueron a buscar a la mujer de Raúl, el más chico de ellos”, dijo otro. Ésa era la verdad, por esa bruja partieron cuando huyó con un tipo de Los Ángeles, California, un pocho con fama de tahúr que un día llegó a la vecindad entre madreado y borracho, y por compasión los señores Miravete lo recogieron para que se recuperara en su departamento.

A pesar de que era guapísimo nadie recordaba la cara de aquel extraño, es más, nadie estaba seguro de lo que había pasado, si llegó por casualidad, vino por propia voluntad para hacer el estropicio, o llegó porque desde antes había visto a la muchacha que le robó el corazón —en el Waikiki, donde ella era una figura de relumbrón— y no resistió la tentación de seducirla. Según contaban, alguien se la había prometido, vaya usted a saber quién y con qué motivo. El caso es que como cualquier padrotillo se quedó a vivir a costa de los Miravete y le chingó la mujer a Tito, como todos le decían a Raúl Esponda.

Después de cuatro, casi cinco años, la memoria flaquea y tiende a confundir los hechos, pero Pedro, esa especie de portero que vivía arrimado a la familia del departamento uno, contaba su versión cada vez que alguien estaba dispuesto a perder la tarde escuchando sus patrañas. El viajero se llamaba Tomás Pellicer, decía sintiéndose muy salsa, era buen bailarín, de rica labia, y presumía espíritu de poeta; era un hombre fino a pesar de que se mantenía jugando a las cartas en cuanto casino se encontraba; según un rumor, de joven había hecho pruebas en los estudios CLASA para interpretar a Hipólito en la segunda versión de Santa, la famosa meretriz, protagonista de la adaptación al cine de la novela de don Federico Gamboa; Pellicer creía que el personaje del pianista ciego que vive enamorado de la tal Santa le iba como anillo al dedo a su perene nostalgia, pero lo rechazaron porque era demasiado bien parecido, y el adverbio no es una exageración, Tomás era un adonis, mientras que Hipólito es bueno como el pan pero feo como pegarle a Dios en Semana Santa. Pues así, con su tipo de catrín, una mañana apareció tirado junto al zaguán, con un ojo morado, una rajadura en el pómulo, la camisa manchada en sangre, y el portafolio abierto entre las piernas. La señora Miravete, quien regresaba de misa de seis, fue la primera que lo vio, dio un grito y ayudada por su esposo y por el mismo Pedro lo llevaron hasta su departamento. Si fue un encuentro casual o no nadie lo sabe; hubo quien dijo que los Miravete lo recogieron por buena gente; otro contó que Pellicer traía un regalo para la señora pero lo asaltaron en la entrada, y no faltó quien dijera que era un hijo de los ancianos, metido hasta el cogote en el contrabando de piedras preciosas o estupefacientes, quien fue descubierto por unos mafiosos que le pusieron la golpiza de su vida y lo dejaron para el arrastre a la puerta del Balmori.

     —Tenía cara de niño bonito, pero no piensen que era joto —contaba Pedro, peinando sus peludas cejas—. Era lo que las viejas llamaban muñeco.

Entonces todavía se les decía pachucos a quienes se vestían así. Fue una moda que duró poco, ahora ya nadie se acuerda, pero años atrás había sido muy popular. Pachuco, pachucazo le decían, aunque él, que se las daba de gringo, aclaró que era un zoot suiter. Sepa la bola qué era eso.

Fuera o no a llevarle un regalito a la señora Miravete, a pagarle una antigua deuda, fuera o no un hijo descarriado de la pareja que se había cambiado el apellido, Tomás Pellicer se quedó a vivir con los viejos varios meses. Al cabo nunca nos enteramos por qué lo habían asaltado, ni si le robaron un inventario millonario, de joyería fina o alguna mercancía prohibida (mariguana o goma de amapola, que empezaba a ser tan codiciada). El caso es que las primeras semanas estuvo debatiéndose entre la vida y la muerte, sin que los vecinos que visitaban a los Miravete lo vieran. Era como si un viento —extraño, desconocido, misterioso— lo hubiera dejado a las puertas de nuestro domicilio, sin historia, sin futuro, un hombre cargado de conjeturas, que iba a cambiar nuestro destino.

Ahí, en el departamento de los señores Miravete, una tarde que las señoras se reunieron a jugar canasta, Tomás Pellicer descubrió a Gladys Antuñano, la esposa de Raúl Esponda, y sin remedio se enamoró de ella. No era para menos, Gladys estaba lo que se dice muy buena, según un rumor había sido reina de carnaval a los quince años, fue modelo de televisión por un tiempo, y al cabo se convirtió en rumbera. En la mitología de la vecindad era famosa la fiesta en la que, improvisando un combo, unos mulatos empezaron a tamborilear en cazuelas, cajas de madera, mesas y cuanto objeto con cierta resonancia encontraron; de algún lado saltó Gladys, se colocó al centro de los improvisados bongoseros, se levantó la falda y empezó a rumbear; movía las caderas como si se hubieran independizado de su cuerpo; la rumba para ella, más que un estilo, parecía una forma de alimentar al duende que la habitaba; en los gestos de su cara se adivinaba una sensualidad que la volvía una diosa —impura y pecadora— con quien todos hubieran querido fornicar, pero a la que nadie se atrevía a cortejar por miedo al bravucón de su marido, un tipo que años atrás había sido campeón en el torneo de box del barrio, a quien apodaban el Emperador. Gladys era una fiera de labios carnosos, ojos verdes, nariz de las llamadas respingadas, cabellera color caoba, alborotada en chinos, y cejas delgadas, como finos arcos asesinos. Aquella fiesta se convirtió en una misa de iniciación al culto secreto de Gladys Antuñano. Tiempo atrás se había casado con Raúl Esponda, pero ni aquel casorio pudo lograr que el fuego que atormentaba su cuerpo se apaciguara.

     —Pus de esa vieja se enamoró el pachuco —nos decía Pedro entre carcajadas—, el pocho que se las daba de galán, llamado Tomás Pellicer.

Contaba que el tipo había salido de su habitación después de semanas de postración, tenía ganas de estirar el cuerpo y curiosear en el pasillo. Vestía los mismos pantalones beige que traía cuando lo tiraron frente al zaguán, la misma camisa café, los tirantes blancos y una corbata de lino colorado. Marielena, la del doce, Gladys y su hermana Josefina (esposa de Armando, el otro de los hermanos Esponda), y la señora de la casa, jugaban canasta en una mesa. Gladys tomó un bombón, le dio una mordida y un hilillo de licor escurrió por su barbilla; levantó la mirada y encontró los ojos negros del señor Pellicer. Tuvo un pálpito de horror, vio su rostro afilado, las cejas pobladas, el bigotito que delineaba sus labios, la mano que se deslizaba por la mejilla, los dientes que se abrían paso en una sonrisa, el anillote de oro en el dedo meñique, luciendo un monograma tupido de diamantes. Él observó sus mejillas arreboladas, la manera en que sus senos revelaban una respiración agitada y nomás inclinó la cabeza.

     —Perdió los estribos… No fue más que ver al viajero para que sintiera un escozor en el bajo vientre… Y a las trece semanas se fugó con él.

A partir del momento en que vio a Gladys jugando a las cartas, Tomás abandonó su encierro, se le empezó a ver caminando por el patio del Balmori, jugando en el billar, comiendo en la lonchería o desayunando un bísquet en el café de chinos. Al poco empezó a fraternizar con los vecinos y fue natural encontrarlo en las mañanas boleando sus zapatos mientras leía el periódico La Prensa; en una de esas ocasiones Raúl Esponda se topó con él en la esquina de Álvaro Obregón y Orizaba; lo reconoció de inmediato y le exrañó que no se hubiera comunicado con él. Tomás era hijo de un empresario de Los Ángeles al que Raúl había visitado en un viaje que hizo a los Estados Unidos; le cayó muy bien, le sirvió de guía para conocer algunos sitios del Barrio Este, donde vivía la comunidad de mexicanos emigrados al gabacho (como se conocía la zona ocupada por los paisanos) e inclusive, para agradecer sus atenciones, lo había invitado a venir a México. Por aquel entonces los hermanos Esponda habían decidido ampliar su negocio en el ramo farmacéutico y gracias al trabajo que hicieron durante la epidemia de cólera del año 57 —que asoló varias zonas de la ciudad— entraron en contacto con don Richard Pellicer, padre de Tomás, quien los presentó con los laboratorios que les iban a surtir no sólo medicamentos sino algunas sustancias para que las Boticas de la Guarda (nombre que al poco tendría su empresa) fabricaran sus propios remedios.

Apenas se vieron, Tomás y Tito se dieron un gran abrazo; al fin se había decido a venir, dijo Esponda, ¿cómo era posible que no lo hubiera llamado?; Pellicer le dio una versión más o menos creíble

de lo que le había sucedido, le contó de un accidente que lo mantuvo en cama por varias semanas en casa de unos conocidos, los señores Miravete; ¿los que viven en el Balmori?, preguntó Raúl; sí, esos meros; muy buenos amigos de la familia, comentó Tito, él y su mujer vivían en el mismo edificio, y ofreció organizar una comida para presentarle al resto de la comunidad, comida que se llevó a cabo a las dos semanas, en el patio del Balmori, donde se pusieron cuatro largas mesas en las que se repartió todo mundo. Lo que menos esperaba Pellicer era que Gladys Antuñano, la mujer que había descubierto en casa de los señores Miravete, fuera la esposa del amigo recién encontrado.

Por lo que según Pedro sucedió en el banquete, es evidente que a Tomás no le importó que tuvieran ese o cualquier parentesco, pues cuando acababa el convivio escribió sobre un mantel con un dedo empapado de vino: Amo a Gladys, mensaje que cubrió con un puñado de servilletas arrugadas.

     —No te metas con esa vieja —le advirtió el señor Agustín Miravete—, con los hermanos Esponda no se juega, cada día son más poderosos.

Aquellas palabras debieron prevenir a Tomás de lo que podría suceder si seguía con sus planes, pero ya era inútil: pocos días antes había ido al Waikiki para encontrarse con una danzonera, que respondía al nombre de Venusiana, gracias a la cual pudo conversar con Gladys. De ser verdad, la chica tuvo que ingeniárselas para que Gladys estuviera ahí sin que su marido se enterara; Tito era una personalidad en el cabaret y muchos habrían ido corriendo a informarlo del encuentro; de la misma manera, tampoco le habrá dicho a su pretendiente que era casada, porque no le vio el caso o porque quería ocultarlo, da lo mismo; el caso es que nadie lo supo, y Gladys y Tomás pudieron encontrarse en una habitación atrás del guardarropa para que desfogaran la pasión que llevaban tiempo conteniendo.

A partir de aquella noche Pellicer se sintió a sus anchas, se pavoneaba por las calles de la colonia, e incluso fue con un puñado de amigos del Balmori al Hipódromo de las Américas y les enseñó un método para atinar al segundo y tercer lugar de cualquier carrera, no se ganaba mucho pero eran apuestas seguras y se divertían de lo lindo. Pellicer era un jugador empedernido con más suerte que la madre Matiana. La gente estaba encantada con él y todos lo acompañaban a donde los invitaba sin saber que él sólo quería concretar su romance. Fue en esos días que se encontró con Raúl, éste organizó la comida, y Tomás descubrió que la mujer de la que estaba enamorado era la esposa de su amigo y de alguna manera socio comercial.

¿Qué iba a hacer? Lo que fuera, menos que salirnos con aquella canijada.

Unas semanas después del convivio, Raúl tuvo que salir de la ciudad porque le hacían un homenaje a su difunto tío Federico y él representaba a la familia en dicho evento. Era la situación ideal para los amantes clandestinos, quienes aprovecharon su ausencia para concretar su plan. La madrugada del rapto —o de la fuga, como se quiera llamar— los que todavía no sabían de la desaparición de la pareja se enteraron por los gritos del mismo Tito. Al centro del patio, hincado, desmelenado y con la camisa

desabrochada, lloraba, borracho a tope; se golpeaba el pecho y gritaba que la zorra lo había abandonado. Acababa de regresar del viaje, supieron todos, no encontró a nadie en su departamento, creyó que su mujer había salido. Horas después, al ver que no llegaba, abrió su armario y lo encontró vacío.

El lamento de Raúl armó un revuelo bárbaro, poco a poco se fueron encendiendo las luces de los departamentos, y los vecinos empezaron a juntarse en torno suyo, en bata, en abrigo, o envueltos con una cobija para protegerse del rocío de la madrugada. Alguien contó que el día anterior vio salir a Tomás y a Gladys, ambos llevaban una maleta, ella se cubría la cabeza con una pañoleta, él ni siquiera se había puesto la corbata, sólo un sombrero de fieltro color tabaco. El chiquillo que le llevó el mandado a la señora Miravete dijo que vio a la patrona sentada en la mecedora, desencajada y triste, repitiendo que se había ido, que ahora sí no volvería; alguien más contó que estaba en el billar cuando escuchó que un chavo había visto a la mujer del Emperador huyendo con el pocho; lo oyeron todos, hasta el coime, que era medio sordo, e imaginaron lo que iba a pasar cuando Raúl volviera, que en efecto fue lo que sucedió: pasadas las diez de la noche, Tito revolvió la casa, rompió platos y destrozó un espejo de un puñetazo; salió y recorrió las calles aledañas sintiendo un rencor sordo; Gladys podía no quererlo, despreciarlo incluso, pero él la había comprado. Raúl Esponda era un tipo corpulento, con unas manazas que asustaban, la mandíbula apretada, maldiciendo como si quisiera vencer un temor que todos sabían lo rondaba: su mujer estaba con él por miedo o lástima. Cierto, huyó con Pellicer pero hubiera podido hacerlo con cualquiera. Era una catástrofe anunciada que nadie comentaba pero que sabían que algún día sucedería.

Gladys era mucha mujer para Raúl.

El menor de los Esponda había pasado la noche escondido en la cantina El Nivel para beber y pensar. Bueno, es un decir, agregaba Pedro, se encerró ahí para beber y rumiar su coraje. En su borrachera no dejaba de hablar de Tiresias, un amigo de años, que siempre lo acompañaba y le revelaba su futuro. “¿Dónde estás, pinche ciego, a dónde te fuiste?”, dicen que Tito decía entre lloriqueos. “Debí acordarme de que me lo advertiste, viejo cabrón, y tomar mis precauciones. ¿Y ahora?, ¿por qué no estás para decirme qué hacer?”

Volvió a su departamento entrada la madrugada, ya borracho, para seguir bebiendo. Era su estilo, el estilo de muchos. Fantasmas, diablos y demiurgos le habían estado soplando a la cara todo el tiempo que estuvo en El Nivel; “Era tu amigo”, le decían, “te bajó a la vieja”; voces claras aunque no necesariamente comprensibles, imposibles de ignorar con su mensaje terco y fastidioso. En la madrugada salió al patio para gritar su desconsuelo, moqueando, acompañado por Armando para representar aquel cuadro patético que todos presenciamos; un poco más atrás, engreída y altanera, estaba Josefina (la mujer de Armando, con sus hijos, Isabel, Lorena, y el pequeño Orestes, cogidos a sus piernas) sin dar crédito a los chillidos de su cuñado y las promesas que le hacía su esposo. Los vecinos cuchicheaban sin atreverse a interrumpir las palabrotas que soltaba aquel par. La difusa luz de la madrugada, cargada con un poco de luna y otro tanto de sol, caía sobre ellos, pintándolos de blanco con un toque ambarino. Fue un día que ninguno de los Esponda olvidaría, que nadie podría olvidar jamás.

     —Ayúdame, Nando, por lo que más quieras —pedía Tito aferrado a la bata de su hermano—. Vamos tras ellos y les ponemos en la madre.

     —Prontitito vamos, te lo juro, nomás averiguamos por dónde se fueron.

     —Tomaron un camión pal gabacho —dijo alguien antes de que los hermanos se levantaran, no supieron quién, pero dieron por hecho el chisme.

Dos horas más tarde el taquillero de Transportes del Norte lo confirmó:

     —Uno no olvida a una mujercita así —dijo después de ver la foto de Gladys—. Venía con un pendejete que compró dos boletos a Los Ángeles.

     —Ese padrotillo querrá esconderse donde su padre —dijo Armando al salir de la estación de camiones—, pero prontitito nos vamos para allá.

Pasaron tres días viendo amigos, comprometiéndolos para que los ayudaran. Raúl contrató cuatro guaruras del cuerpo de seguridad de la empresa que administraba al alimón con su hermano, Armando nombró directora a su brazo derecho, Lucha Alvarado, y a Fermín Rubiales (el único en que podía confiar) lo ascendió a contralor para que le hiciera contrapeso, y partieron con un grupo que daba la impresión de ser banda de forajidos.

El asombro de Josefina creció viendo el trajín de su marido.

     —¿Vas a ir a tras esa puta? —preguntó impávida, acariciando a sus hijos mientras Armando metía ropa en una bolsa de lona—. Gladys abandonó a tu hermano, ya sabías que pasaría, a ti ni te viene ni te va, no es asunto tuyo.

     —Déjame de joder —gritó Armando—. Esa vieja necesita una lección.

     —¡Ay, sí! Ahora te la vas a dar de justiciero, ¿y tus hijos y yo qué?

     —Ya te dije que me dejes de joder. Total, como tú estás acostumbrada a las puterías de tu hermana no te importa nada.

Si no estaba acostumbrada, Josefina conocía como nadie las pasiones que su hermana despertaba en los hombres. Recordaba que cuando eran adolescentes, antes de la muerte de sus padres y que se fueran internas, Gladys (apenas diecinueve meses menor que ella, pero con el cuerpo más desarrollado) se miraba desnuda en el espejo de la habitación que compartían; se acariciaba las caderas, los senos, y acababa ensalivando su entrepierna; Josefina la veía sin que su hermana se percatara, o eso suponía ella; no comprendía que siendo una niña mostrara tal interés en su anatomía. Intuyó que para Gladys su cuerpo era un ente ajeno; que era su cuerpo, no ella, quien tenía poder; su cuerpo que no necesitaba cuidados, ni afeites, ni ejercicio; su cuerpo que lucía con desparpajo y que tiempo después muchos hombres observaron en secreto sin poder creer su perfección; Gladys le pertenecía a sus manos, a sus muslos, a los ojos y a los labios, en eso radicaba su encanto; era una chica ingeniosa cuya chispa era atributo de sus ondulaciones corporales. Aquellas sesiones lúbricas le hicieron comprender a Josefina que su hermana era un ser deshabitado y que el orgasmo que se provocaba era un destilado de los huecos espirituales que perlaban de sudor el surco entre sus senos, que la dejaban vacía, al albedrío de su cuerpo.

Ella, en cambio, veía su anatomía, tan carente de voluptuosidad que nunca quiso intervenirla con el revuelo emocional que Gladys alborotaba en su interior. Pero fue así, observando a su hermana, que Josefina barruntó que en la vida de Gladys la tragedia sucedería una y otra vez, que acabaría por abandonar a cuanto hombre la amara, pues era en sí misma una cifra del abandono, y ella debería servirse de aquel abandono al que se entregaba sin medida. Era un destino compartido del que sabía iba a beneficiarse sin el estorbo de sentirse culpable: un destino inevitable, para Josefina, Gladys, y quien estuviera cerca de ellas. Inevitable.

     —¿Qué ganarás? —le preguntaba Josefina a Armando evocando la imagen de Gladys fija en el espejo de su habitación—, ¿a poco crees que va a ser tan fácil encontrarla? Será como buscar una aguja en un pajar.

     —Aunque tengamos que revolver el mundo entero vamos a encontrarla y la traeremos de regreso… Se van a enterar de quiénes somos los Esponda.

El amor que se tenían Armando y Raúl era equivalente a la envidia que las hermanas Antuñano se guardaban. Se dice que mientras ellos se unieron todavía más después de la boda, Josefina y Gladys se dejaron crecer un rencor seco que nadie podía explicar. Raúl había conocido a Gladys cuando vino con su hermano a la casa de su tío Federico, quien era el tutor de las muchachas. Las cartas estuvieron echadas para todos en esa visita, Tito no cejaría hasta comprometerse con Gladys, y Josefina cedió a la astuta petición de boda que Armando le hizo al poco tiempo. Fue increíble ver el coraje que se guardaban las mujeres y la creciente fraternidad de los hombres, increíble que se hubieran casado y vivieran juntos en el Balmori, increíble ver el amor y el odio aparejados.

Igual de incomprensible fue que Armando partiera con Raúl para buscar a la esposa traicionera. Para nadie, empero, fue una sorpresa que Josefina se negara a perdonarlos, ni a él, ni a Raúl, ni a Gladys. Dejó crecer su rencor como divisa y ahora que se decía que en cuatro o cinco días los Esponda estarían de vuelta, renovó la fortaleza con que el odio la dotó.

Hasta el momento de la fuga, la historia de los hermanos Esponda no había sido diferente a la de los vecinos del edificio Balmori. Eran una familia de tantas. Se hicieron de fama, se les atribuía cierto poder (como le advirtió el señor Miravete a Tomás Pellicer), tenían una mediana posición económica gracias a que su tío los había iniciado en los negocios del mercado de La Merced, y aunque ellos hicieron crecer la empresa creando la primera cadena farmacéutica de la ciudad —las famosas Boticas de la Guarda— su fortuna no era nada del otro mundo.

El rapto de Gladys —como todos llamaban a su fuga—, que en un principio los sumió en la desesperación, acabó por introducirlos en una realidad donde el poder los cercó hasta convertirlos en los potentados que, según decían, regresaban a la ciudad de México para recuperar el supuesto imperio que habían abandonado.

No sé cuántos años han pasado desde que escuchamos el anuncio del regreso de los Esponda —que fue para todos como la soga a la que se agarran los náufragos— pero sé, me he convencido, que debo intentar reconstruir lo que pasó en realidad y no sólo lo que me contaron en aquel entonces. Seré un rapsoda que escribe a ciegas, buscando en archivos, leyendo diarios de los protagonistas, consultando periódicos de la época, entrevistando a quien pueda darme información. Doy por supuesto que sé muchas cosas, he visto fotografías, leído hasta el cansancio sobre la época, pero aun así, escudriñaré con saña en mis recuerdos y descubriré sus secretos y los míos. Si no puedo recordar lo que sucedió, imaginaré o inventaré lo que ha quedado en la oscuridad de la memoria colectiva. A veces la ficción resulta más cierta que la historia, la literatura —este relato que ahora inicio— será la alcayata que deberá salvarme de la ignominia de mis culpas.

AQ

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