Desenterrar el pasado | Por Carlos Manuel Álvarez

Laberinto 1000

Hoy ya nada conserva su significado original, pero las costumbres del capital son una misma golosina envuelta en los papeles cambiantes de la novedad.

El restaurante Cinecitta, en Cuba. (Foto: Alain Rodríguez)
Carlos Manuel Álvarez
Ciudad de México /

Una noche de febrero de 2021, en un taxi en el alto Manhattan, tuve una suave epifanía. Tanto yo como el chofer usábamos mascarilla, una lámina transparente separaba nuestros asientos y un extractor de aire o algo por el estilo emitía un ruido molesto y purificaba el ambiente. Había un virus en el aire y cientos de miles de cuerpos liquidados. Aun así, es difícil darnos cuenta del momento en que pasamos de cuidar nuestra salud a ensayar una serie de gestos preventivos gratuitos que solo alteran el nervio hipocondriaco y la sensación de autocuidado, pero no eliminan la posibilidad de contagio ni los efectos de la enfermedad. Bajo el pretexto del encierro, mucha gente eligió a quién ver, quién sí cumplía con las medidas sanitarias pertinentes. En realidad, este sesgo, más que cualquier otro criterio, aplicaba simplemente un filtro de clase. Creo que la gente rica es la más histérica, la que más enfáticamente finge preservar su vida.

El conjunto de aquella escena cotidiana, incluida, desde luego, su demoledora carga política, me llevó a percatarme del tono costumbrista que adquiría el futuro cuando lo pensábamos como distopía, desconociendo que el carácter distópico no es más que la expresión manierista de algún atavismo, el maquillaje técnico, actualizado, de un rostro que ya los muertos padecieron. Maurizio Lazzarato señala, no sin ironía, la trampa del progreso: “Silicon Valley, con todo su futurismo, se rindió ante la emergencia de ‘nuevos arcaísmos’”. Lo dice, desde luego, por la fragilidad política de las grandes empresas tecnológicas estadunidenses —Google, Amazon, Facebook, Apple, Microsoft— que se enorgullecían de producir, clasificar, predecir e inventar la subjetividad contemporánea, incluso de diluir o despersonalizar el conflicto ideológico, hasta que el hartazgo del principal sujeto neoliberal, el ciudadano endeudado, encontró su líder beligerante en la figura de Donald Trump.

Estos monopolios de la información no solo no pudieron frenar, en el nuevo escenario líquido global, el auge de los viejos fascismos, el rebrote del racismo como elemento constitutivo de la nación americana, sino que se convirtieron además en su plataforma principal, llevando finalmente a Twitter a censurar o bloquear la cuenta activa de Trump, una decisión que el gobierno de la democracia liberal siempre quiere evitar, al menos de manera pública.

Desde Mark Fisher hasta Bifo Berardi, los intelectuales del capitalismo tardío han comentado cómo el lenguaje publicitario rompió cualquier posible ancla del signo, permitiendo que una cosa pueda significar su opuesto, y ni siquiera eso, sino lo que sea. En el norte posfordista, el significante navega en un mar ideológico de referencias desconectadas. Trump ha sido, justamente, el significante más potente de la última época, el triunfo del eslogan rebelado, el mundo comandado por una publicidad arrogante y carismática. Ese comercial vivo, que vino directamente de la cultura del entretenimiento, saltó al vacío y convirtió la política entera en televisión. La violencia fundadora del neoliberalismo, un experimento puesto en escena primero en países subalternos, atacaba también la estabilidad de sus capitales sagradas.

Un ejemplo inmejorable de lo que quiero decir, el zeitgeist de la estética corporativa, lo entrega el artista cubano Wilfredo Prieto, cuyo éxito en el mercado internacional va de la mano con su carácter reaccionario y contemporáneo, si es que ambos términos no remiten al mismo lugar. “No me gusta casi nada la pintura. Mirándola desde la contemporaneidad, es como competir en una locomotora de vapor teniendo aviones solares”, dice. Esa peligrosa banalidad, que yo he podido encontrar incluso en un escenario aparentemente atrasado en la historia como Cuba, políticamente muerto, parque temático del ya extinto socialismo real, me obliga a poner en solfa la categoría de “lo actual”. Las costumbres fijas del capital son una misma golosina envuelta en los papeles cambiantes de la novedad.

Hace muy poco, en el Lower East Side, un amigo me preguntó si quería una pizza cubana de New Jersey. Se trataba de un contrasentido. La pizza cubana no existe, pero, justo ahí, el abanico de posibilidades se ampliaba. El significante posmoderno es eso: un término contingente, una expresión nostálgica incapaz de comprometerse con un objeto específico que limite su alcance como mercancía, una ficción exótica, una segmentación esquizo que solo conduce a una generalidad uniforme. Le dije al amigo que me trajera una de jamón, cerrando el círculo. ¿Tú conoces las pizzas cubanas de verdad?, dijo. Seguramente no. Casi todo lo que uno comía en Cuba era mentira, un sucedáneo de algo, aunque esa mentira, al convertirse en el primer contacto posible, se volvía ya una verdad.

Cuando mi amigo decía una pizza cubana, había que ver a cuál de las pizzas de mentira se refería. Tuve de algún modo que sujetar aquello. ¿Como las del Cine Citá?, pregunté, refiriéndome a una pizzería famosa del Vedado habanero. Sí, como esas, dijo. Ahí accedíamos al último nivel. Este amigo había emigrado a comienzos de los años noventa, el Cine Citá suyo no era el mío. El exilio, pensé entonces, parecía un almacén de tiempos históricos y ritos sociales, tradiciones que esperaban el momento de restituirse en su paisaje deseado, aunque ese paisaje deseado fuera ya un territorio concreto en el que cabía un número acotado o finito de experiencias y lenguajes. La cultura se desbordaba en el tiempo pero no en la geografía. Los otros éxodos son inevitables, supuse, pero solo de ese exilio del presente estaba hecho el futuro.

Carlos Manuel Álvarez.

(1989)

En 2016 fundó la revista cubana independiente 'El Estornudo'. En 2017 publicó su primera colección de crónicas periodísticas, 'La tribu. Retratos de Cuba'.

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