En 2014, la escritora Anne Boyer vivía con su hija adolescente en un apartamento con dos dormitorios en la periferia de Kansas City, por el que pagaba 850 dólares al mes, impartía clases en un prestigioso instituto de esa ciudad y había comprado una cama vintage con dosel, estilo Reina Ana, en una tienda de segunda mano por 280 dólares. Ese año, también, una semana después de haber cumplido 41, le diagnosticaron un cáncer de mama triple negativo, el peor en su tipo, y de inmediato pensó que esa cama se convertiría en su lecho de muerte. “No hay mueble más trágico que una cama, por lo rápido que puede decaer y pasar del lugar en el que hacemos el amor al lugar en el que podríamos morir”, escribiría después del doloroso y agotador proceso que la llevó a superar la enfermedad en Desmorir (Sexto Piso), un rabioso y desgarrador ensayo premiado el año pasado con el Pulitzer de No Ficción.
Hacía mucho que no había leído algo que me sacudiera tanto. El libro se subtitula Una reflexión sobre la enfermedad en un mundo capitalista y parece una sucesión de hachazos. Deslumbra la precisión, el ritmo y la potencia de cada una de sus descripciones y reflexiones, entre la fatalidad y la esperanza, mezcladas con datos, referencias literarias y cinematográficas, con lo humano y lo divino, y apuntala todo, además, con crudos sentimientos y ácidas críticas al sistema sanitario, al costo de la “curación”, a la sobreinformación en Internet y a los charlatanes y oportunistas que gravitan en torno a un enfermo de cáncer. Habla de los cuidados proporcionados por familiares y amigos, al tiempo que expone las diferencias entre quien, aquejado por este mal, es pobre o racializado o es hombre o mujer o está solo o acompañado en la vida. Estruja con su análisis de la “cultura de la enfermedad”, sus sentimientos e ideología. Desarma con detalles sensoriales y aniquila con arteras sentencias.
Es que Anne Boyer es poeta y por eso su prosa es tan potente. Ha publicado cinco poemarios (ninguno de ellos traducidos al español) acerca de las mujeres, los trabajadores, el destino y la inmortalidad. Hizo el máster de escritura creativa de la Universidad Estatal de Wichita y en 2011 comenzó a dar clases en el Instituto de Artes de Kansas City. Durante lo más duro de su enfermedad, fue articulista de blogs y revistas donde hacía énfasis en la interrelación entre clase social y atención médica. En esos textos se encuentra el germen de Desmorir.
La enfermedad, y el cáncer en particular, ya es todo un “género literario.” Ahí están La enfermedad y sus metáforas de Susan Sontag o Los diarios del cáncer de Audre Lorde, por mencionar sólo dos de los ejemplos más populares. La poesía, por supuesto, también se ha ocupado del tema. Recuerden el poema de Jaime Sabines sobre “el asesino” de su padre: “Vamos a hablar del Príncipe Cáncer, / Señor de los Pulmones, Varón de la Próstata, / que se divierte arrojando dardos / a los ovarios tersos, a las vaginas mustias, /a las ingles multitudinarias. (…) / El Señor Cáncer, El Señor Pendejo, /es sólo un instrumento en las manos obscuras / de los dulces personajes que hacen la vida.”
Ahora, entre toda esa bibliografía, destaca Anne Boyer por la dureza del lenguaje para expresar y nombrar todas y cada una de las fases del sufrimiento, por la utilización de palabras y frases evocadoras de imágenes punzantes. “Estar enfermo deja espacio en exceso para pensar y pensar en exceso deja hueco a reflexiones sobre la muerte”, dice, como si escribir fuese el gimnasio mental que necesitaba para fortalecerse y seguir adelante o como si en ello hubiese encontrado la “magia reparadora” que en realidad la curó. La construcción y estructura de estas páginas permiten entrever que, debido a todas las adversidades en las que estaba envuelta, el reto literario fue muy exhaustivo. “Quise abandonar este libro al menos mil veces, un número que no incluye las innumerables destrucciones restantes inherentes a escribirlo: los esbozos eliminados, las páginas borradas, los pasajes suprimidos, las estructuras desechadas, los argumentos desmoronados, las sensiblerías que me he prohibido, las anécdotas que no he contado”, cuenta la autora en el epílogo.
Después de que le detectaran un bulto de 3.8 centímetros en el pecho izquierdo, Boyer recibió la mayor dosis permitida de adriamicina, un “medicamento” conocido como “diablo rojo” por su color escarlata y su efecto corrosivo, y un tipo de gas mostaza para uso sanitario. Todo para que no se muriera, aunque ella en realidad se sentía muerta. Le bastaba mirarse en el espejo: calva, sin pestañas, con la cara hinchada, débil… “En el apogeo de su tratamiento, el cáncer de mama está cerca de la huelga general: pelo en huelga, pestañas en huelga, cejas en huelga, piel en huelga, pensamiento en huelga, lenguaje en huelga, sentimiento en huelga, vigor en huelga, apetito en huelga, eros en huelga, maternidad en huelga, productividad en huelga, sistema inmunológico en huelga, fertilidad anulada, pechos anulados”, explica. Por eso, por los “efectos secundarios”, ella se sentía muerta. “Sentirse como si estuvieras muerta puede tener una causa mecánica en determinados tipos de daño cerebral, como el que yo he sufrido a consecuencia de la quimioterapia: me siento muerta la mitad del tiempo”, subraya.
Pero aquí no se habla sólo de eso. A lo largo del libro nos topamos también con Santa Águeda sosteniendo sus pechos amputados sobre una bandeja, con un monumento para llorar colectivamente, con una fábula clínica y con el reino de los enfermos. También con el valor del dolor, el espectáculo del dolor, el lenguaje del dolor, la democracia del dolor y el sufrimiento estridente, honesto y gótico.
¿Enfrentarse a todas estas aristas influye más en el lector “atrapado” en plena pandemia? Tal vez. Aunque fue escrito antes de la irrupción de coronavirus, de pronto uno se topa con aforismos como este: “Bajo el barniz de una salud perfecta estábamos enfermos y totalmente sanos en un mundo enfermizo.” Así que sépanlo bien: en estos tiempos, de esta lectura uno no puede salir impune. Eso sí: al leer Desmorir no van a compadecer a Anne Boyer. La van a admirar.
AQ