Hay quienes afirman que Salvador Dalí era un monstruo diabólico con algún talento para la farsa, otros creen que fue un verdadero genio del arte. A fin de comprobarlo con mis propios ojos me di una vuelta por el poblado catalán de Figueres, no lejos de la frontera con Francia, donde abre sus puertas el teatro–museo que lleva su nombre.
La muchedumbre forma una larga fila, esperando el momento de ingresar; los restaurantes aledaños están atestados, saltimbanquis juegan con relojes líquidos; se ofrecen helados en una Dalícatessen; las camisetas con los bigotes que distinguieron al hijo dilecto de Cadaqués vuelan en un parpadeo. Por eso hay quien lo considera santo patrono del pueblo, pues gracias a sus extravagantes ocurrencias la gente viene sin parar, por lo que el ingreso de los locales es constante.
Antes de entrar al casco de un viejo teatro municipal reconstruido bajo la supervisión del mismo artista, la persona que está detrás de mí en la fila me pregunta si es posible salir de una alberca sin mojarse. En lugar de mirarla con rigor perplejo le ofrezco una franca sonrisa, luego debo avanzar conforme la fila comienza a moverse.
Todo mundo parece emocionado. Un docto profesor advierte que estamos a punto de iniciar una exploración del ego sin reservas. Alguien más opina: “No es más que una curiosidad arqueoantropológica”. “¡Bah! —tercia una señora de mediana edad que viene acompañada de su hija— “es un resumen magistral, blando y frágil, de los asuntos que caracterizaron a las personas del siglo XX”.
Destaca, sobre todo, la capacidad de Dalí de entretener al público. No en balde el crítico Francisco Yvars ha dicho que, al igual que Andy Warhol y Leonardo Picabia, fue un inteligente provocador que comprendió como pocos el “valor del uso” arrojadizo de las imágenes en una cultura visual masiva y comercial, donde nadie cuestiona el origen de las formas sino su eficacia efímera y puntual.
Hasta poco antes de su muerte Dalí siguió transformando el espacio destinado a preservar su memoria. Fiel a sus intuiciones, rindió homenaje a un siglo único en la historia de la ciencia y la tecnología. Por un momento tengo la sensación de que entre tanta risa y desconcierto de los espectadores habré de experimentar una genuina experiencia mística, dado que el pintor está enterrado aquí. El demonio daliniano opera de extrañas maneras.
Los visitantes sufren inesperados ataques de risa mientras rodean el Cadillac que Dalí solía utilizar para ir a la estación de Perpignan y abordar el tren a París, mismo vehículo que lo traía de regreso a Cataluña. Algunos se ruborizan cuando se topan de frente con el enorme mural en el que se ve una copia gigantesca del Laberinto, óleo pintado originalmente por Dalí en 1941, o bien cuando descubren en el rostro de Abraham Lincoln el cuerpo desnudo de Gala Eluard. Los espectadores nos arremolinamos en la entrada de la instalación dedicada a Mae West, montada por Dalí junto con Óscar Tusquets. Buscamos una explicación a la sonrisa de la dama; luego de un rato de mirar me convenzo de que cada uno encuentra la suya propia, aunque al final todas se parezcan; y salimos confundidos, pero contentos.
Al igual que James Joyce con Dublín, a Dalí le gustaba interpretar los tres estados extremos de la conciencia (nacer, soñar, morir) desde una perspectiva localista, en este caso un triángulo formado por Figueres, Púbol y Portlligat. La cúpula geodésica, que se ha vuelto un emblema de este pueblo sede del teatro–museo, es el símbolo de una visión reduccionista y holística al mismo tiempo, algo absurdo e imposible y, no obstante, real como los números imaginarios y tangible como el papel entre las manos. Cabe aclarar que semejante tipo de esferas fueron inventadas por el también visionario arquitecto estadunidense, Buckminster Fuller, un heterodoxo de la ciencia que evitó caer en la charlatanería y en la locura difusa.
¿Dalí se desbarrancó, transformándose en un charlatán, en un loco difuso? La cúpula geodésica de 360 grados, como un ojo de mosca, nos permite mirar el firmamento. Su contundente sencillez contrasta con la cascada de referencias y guiños culturales en la obra de Dalí. Pero no se trata de las elucubraciones de un advenedizo ni el producto de una mente extraviada. A todos los que miran a través de dicha cúpula Dalí parece decirles: “¡Desprendeos de vuestros prejuicios estéticos y éticos!, ¡emprended el recorrido por las diferentes salas que he acondicionado para ustedes! Hacedlo con ojos de alguien que está a punto de encontrar el sitio donde confluyen sueño y deseo”.
En la escalera de la calle Jonquera, aledaña al teatro–museo, puede verse una escultura en bronce intitulada Homenaje a Newton; nos advierte del interés de Dalí por la paradoja de continuidad y discontinuidad que existe en la materia. Como me hizo notar mi amigo, el escritor científico Jorge Wagensberg (qepd), quien en 1985 organizó en este sitio un memorable encuentro con celebridades de la ciencia inaugurado por el mismo Dalí, éste quedó fascinado al enterarse del entonces novedoso concepto de catástrofe en topología, es decir, la idea del surgimiento sorpresivo de una discontinuidad determinada por un desplazamiento continuo, algo que resulta paradójico. El demonio de Dalí se apropió de semejante concepto, sabedor de que las palabras y las ideas que acarrean también ocupan un lugar en el tejido espacio–temporal, cosa que resulta evidente al caminar por este lugar siempre lleno de gente,
La excursión a Figueres nos enseña que no solo Henry Moore es capaz de interpretar con sorprendente fidelidad la curvatura del espacio–tiempo. Cuando vemos el ensamblaje de Hércules y Gradiva creemos saber por qué, en su momento, Sigmund Freud dijo haber reconsiderado la concepción que tenía del surrealismo luego de conocer a Dalí y sus visiones oníricas sobre la muerte.
Encontramos aquí versiones nítidas de una realidad lacerante cuando ese diablo inefable que gobernó la cabeza de Dalí se ocupa de lo sagrado y lo profano en el problema cerebro-mente. Queda claro que esta especie de Narciso Cuántico pintó óleos como El espectro del sex-appeal (1932) con la intención de liberar carretadas de azufre infernal. Es un ejemplo macabro que parece haber inspirado a asesinos en serie en la estación de Perpignan, así como a docenas de almas que buscan el fantasma de la libido en un mundo cuya naturaleza es purista.
Descubrimos los intrincados nexos entre el arte pueril del espacio daliniano y el tiempo no lineal del New Age, de moda a fines del siglo pasado, al contemplar el óleo Maniquí de Barcelona (1926-27). En mi recorrido por la Torre de Galatea una estudiante de física, enamorada del arte, me confiesa que, gracias a Dalí, ella ha comprendido el sentido gótico de los aceleradores de subpartículas atómicas y la estética industrial de los detectores que siguen su rastro fantasmal.
Una joya reservada a los curiosos es la pequeña muestra de Antoni Pitxot que se exhibe en un rincón de este teatro–museo. Como un moderno Arcimboldo, Pitxot hace que las piedras vivan y el mar nos haga dudar de su existencia. A ninguno de los artistas que a lo largo de la historia han mostrado una franca obsesión por las ideas científicas de vanguardia y los juguetes tecnológicos se les puede acusar más que de haber tocado al homúnculo demoníaco de las sensaciones que habita en cada uno de nosotros.
Salvador Dalí fue un suertudo, pues vivió uno de los periodos más fértiles en la historia de la ciencia y lleno de espectaculares avances en la tecnología. Y no se cerró a ello; de hecho, por momentos se convirtió en el mejor divulgador de noticias provenientes del bizarro mundo de la ciencia moderna. En La persistencia de la memoria Dalí superpone dos símbolos del tiempo (los relojes y la arena) con una visión puramente relativista del acontecer, según la cual conforme las partículas se acercan a la velocidad de la luz experimentan una dilatación temporal. Los relojes que se escurren por una superficie plana y cuelgan de las ramas de los árboles son una buena metáfora para representar lo que Albert Einstein y sus contemporáneos querían decir cuando se referían a la dilatación del tiempo relativista. Como nunca, para el lego una imagen vale más que cien palabras y un par de páginas de abstrusas fórmulas matemáticas.
Cuadros, objetos, muebles reciclados, obsesión por las baguettes y por Gala, espacios teatrales, juegos de luces hacen de este lugar una piedra de toque que puede ofrecernos claves para entender a un creador, un explorador de los vínculos entre el gran arte, el arte popular y el gusto de las masas. Por ejemplo, La imagen desaparece (1938), es un homenaje a sus maestros Diego Velázquez y Jan Vermeer de Delft, mientras que Poesía de América (1943) exhibe otro tipo de adoración, en este caso a la sinuosa botella de Coca-cola, adelantándose a su adopción como icono del arte pop. Su obsesión por la materia y los rincones de la mente humana lo llevaron a estados de conciencia extremos, en los que podía discurrir sobre la energía cuantificada de Max Planck y enseguida participar en la promoción de una línea aérea, un nuevo modelo de automóvil, tabletas para aliviar el dolor estomacal, envoltorios para caramelos.
Muy cerca del museo–teatro se encuentra una iglesia cuyas paredes han sido traspasadas por la parafernalia daliniana, pues en uno de los oratorios laterales pueden verse los característicos bigotes hechos en vidrio, como de medio metro de altura, iluminados desde su interior. Llamó mi atención que enseguida apareciera una figura de San Benito. Según cuenta san Gregorio Magno, este buen hombre dejó sus estudios mundanos y se recluyó en un monasterio. “Scienter nescius, sapienter indoctus”, se dijo. Al hacerlo, optó por otro tipo de conocimiento, según él.
No dejó de impresionarme cómo Dalí y Benito son agua y aceite. A diferencia del pintor, el hombre piadoso había elegido quedar ignorante del mundo a sabiendas, convirtiéndose por voluntad propia en un indocto de lo que nos rodea, mientras trataba afanosamente de volverse experto de lo inefable. Hasta donde sé, Dalí se empeñó en recorrer el camino inverso de San Benito, sin importar cuántos demonios pudieran cruzarse en su camino.
AQ