Días de cine en la Mérida de antaño

Crónica

Las viejas salas cinematográficas formaban parte del paisaje del barrio. Su desaparición clausuró una época, una manera única de entender el regocijo de la vida para los meridanos

El cine Rex, en el barrio de Santiago. (Especial)
Carlos Martín Briceño
Mérida /

Porque el cine no es sólo una industria

De evasión

Es ante todo

El único lugar

Donde la memoria es esclava

Jean-Luc Godard

1.-Tres de Tarzán

En mi niñez, mis padres nos permitían ir los domingos al cinema San Juan acompañados de Chela, la señora que trabajaba en nuestra casa. Íbamos mi hermano Enrique y yo felices, provistos con media docena de sándwiches de jamón y queso y un termo Coleman lleno hasta los bordes de limonada. Bien sabíamos que una vez que traspasáramos las gruesas cortinas de fieltro de la sala principal, no saldríamos de allí sino hasta las tres de la tarde, con los ojos saturados de seis horas de matiné.

Tres de Tarzán, eso era lo que veíamos, cintas en blanco y negro producidas por la Metro- Goldwyn-Mayer e interpretadas por Johnny Weissmüller, el célebre actor de ascendencia aria que antes de volverse el rey de los monos, había reunido cinco medallas de oro en las olimpiadas de París en 1924 y Ámsterdam en 1928; el mismo que se enamoró perdidamente de Acapulco cuando filmó su última cinta en el puerto, al grado de que junto con John Wayne compró un hotelito frente a la bahía y en sus inmediaciones, en el punto más alto del acantilado, construyó su famosa casa color rosa con reminiscencias africanas.

La casa rosada de Johnny Weissmüller en Acapulco. (Especial)

Entonces las salas de cine eran una fiesta donde no estaba invitado el silencio. Sobre todo en la matiné dominical del cinema San Juan, donde se permitía la entrada a todo tipo de mercaderes. Antes de que diera inicio la función, recorría los pasillos el vendedor de semillas de calabaza y cacahuate, un hombre de nariz aguileña y lentes de fondo de botella, que cargaba sobre los hombros dos bolsas de lona de gran tamaño unidas entre sí. En la bolsa izquierda, los pequeños envoltorios de papel de estraza con semilla de calabaza tostada; en la derecha, las de cacahuate horneadas con sus cáscaras. Su pregón, cómo olvidarlo, con una voz gangosa particular, era inconfundible: pepita y cacahuate, cacahuate y pepita, pepita y cacahuate…

A la hora del intermedio se apoderaba de la sala el barquillero. Portaba un recipiente de metal de aproximadamente un metro de alto, cilíndrico, que colocaba en el suelo mientras era rodeado por los niños que demandaban ruidosamente ser atendidos.

Más tarde, en lo más emocionante de la película, cuando el calor en el cine se había vuelto insoportable, en plena oscuridad llegaba con sus cubetas hasta tu lugar el vendedor de refrescos con sus burbujeantes botellas de Coca-Cola, Mission, Orange Crush, Sidra Pino y Cristal sumergidas en hielo.

Pero cuando en la pantalla Tarzán hacía su primera aparición colgado de una liana lanzando su peculiar grito, ocurría la verdadera rebambaramba. En ese instante el recinto se llenaba de imitadores que pretendían emular el sello acústico del hombre mono, sin saber que esta tarea era imposible, pues el grito, inspirado en los cantos tiroleses que el padre de Johnny Weissmüller solía escuchar en su fonógrafo, era una mezcla creada artificialmente en los estudios de Hollywood y que incluía un alarido del propio Weissmüller, el aullido de una hiena, una nota ralentizada cantada por la soprano Lauren Bridges, el gruñido débil de un perro y el raspado de la nota sol en un violín.

Ya en la calle, tras salir del cine, recibíamos con reticencia el golpe de sol en los ojos. Sin hacer caso de las advertencias de Chela, mi hermano y yo corríamos al parque de enfrente, de pronto convertido en selva: cataratas en lugar de fuente, lianas en vez de columpios, leones salvajes en sustitución de los perros callejeros.

De todo esto hace más de cincuenta años. De vez en cuando paso en mi automóvil frente al parque donde transcurrió parte de mi infancia y me resulta inevitable detener la mirada en el supermercado que ocupa ahora el edificio que albergó el cinema San Juan. Observo el movimiento de las personas que salen indiferentes con sus bolsas atiborradas de mercancía sin imaginar que alguna vez, en ese mismo lugar, se materializaron los sueños de miles de personas a través de la magia del celuloide.

Nada es para siempre, de eso estoy consciente, pero de vez en cuando vale la pena indagar y recobrar el pasado a través de las letras. No en balde la nostalgia, parafraseando a Gabriel García Márquez, suele ser la materia prima de la escritura.

2.-El cielo puede esperar

          —Tienen permiso para ir, pero por ningún motivo vayan al baño solos ni hablen con extraños —dijo mi madre—. Acto seguido nos dio el dinero de las entradas y regresó a atender al paciente que había dejado en el sillón dental, literalmente, con la boca abierta.

Al cine Mérida íbamos a pie, quedaba a cinco cuadras del consultorio de mis padres y ningún adulto debía acompañarnos. Estaba a punto de cumplir trece y aunque mi primo Ariel y yo sentíamos gran curiosidad por ver El expreso de medianoche en el Fantasio, esa tarde de agosto del 78 elegimos El cielo puede esperar. Estábamos seguros de que, al llevar a mi hermanita, jamás iban a dejarnos pasar a ver en el Fantasio aquel filme del gringo preso en Turquía, anunciado con clasificación C.

Por esa época el Mérida lucía aún algo de su pasado esplendor, su estilo art déco de mediados del siglo XX me seguía pareciendo elegante, pese a que, como gran parte de los cines de la época, había caído en las ávidas manos de la Compañía Operadora de Teatros. Faltaban varios años para que el Mérida cerrara sus puertas por quiebre y muchos más para que fuera rescatado y convertido en el Teatro Armando Manzanero.

La sala estaba casi vacía. Poca gente acudía a la función de las cuatro cuarenta y cinco de la tarde, y todavía menos durante la temporada veraniega, cuando buena parte de los meridanos prefería juntar sus viejos pesos para viajar a Progreso, darse un buen baño de mar y comer un sabroso pescado frito.

Tomamos asiento en una fila ubicada a la mitad del recinto, muy cerca de la dulcería que se hallaba adentro de la sala, para poder ir rápidamente por palomitas y refrescos durante el intermedio. Hacía calor, pero la brisa de los enormes ventiladores que llegaba de cuando en cuando hasta nosotros, amainaba el bochorno reinante en el sitio. ¿A quién podía importar este detalle cuando en la pantalla, casi al principio de la película, el protagonista que iba en bicicleta era súbitamente atropellado y herido de muerte?

Poco a poco, aquella trama inocentona del jugador de futbol americano que por el despiste de un ángel es llevado al paraíso antes de tiempo, comenzó a ganarnos. Nuestra atención estaba fija en aquella divertida comedia de enredos encabezada por Warren Beatty, el galán de moda de la época, y en la que desde un inicio se establecía una complicidad tácita entre el espectador y el simpático personaje del millonario interpretado por Beatty.

Quizás por eso el tipo que estaba sentado a mi derecha tuvo que insistir tanto para que le hiciera caso. Al igual que mis acompañantes, todos mis sentidos estaban dirigidos a la pantalla, pero desvié la vista hacia él en cuanto me rozó el hombro con los dedos. En la penumbra, me percaté de que, con ayuda de una pequeña linterna, el hombre señalaba la imagen central de un libro de pastas duras que traía abierto sobre las piernas. Quería que yo mirase, insistía en que me fijara. Fue cuando caí en la cuenta de qué se trataba: era la fotografía de una mujer desnuda, rubia y curvilínea, tumbada boca arriba sobre una alfombra de piel de tigre. El pubis, copioso de oscuros vellos, contrastaba con la blancura de su cuerpo. Al fondo, una chimenea encendida.

Tal vez por mi aturdimiento —y porque la imagen llamó fuertemente mi atención—, en vez de cambiarme de lugar, quedé paralizado, escuchando lo que el hombre hablaba. Mentiría si dijera que recuerdo bien sus palabras, pues entre el diálogo de los artistas del filme y las risas de los asistentes, era complicado entender. Lo que no olvido es la invasiva sensación de su mano sobre mi pierna y el intenso tufo a cigarro que salió de su boca cuando acercó su rostro al mío y soltó:

          —¿Quieres ver más? Vamos al baño

Allí fue cuando se encendieron mis alarmas. Recordé la perspicaz advertencia de mi madre, abandoné el asiento y supliqué a mi primo y a mi hermanita que nos cambiáramos de sitio. Absortos como estaban en la historia del millonario angelino, no entendían el porqué, pero ante mi exigencia, no les quedó otro remedio que aceptar.

Aún clareaba cuando salimos del cine. Pasado el incidente logré seguir viendo la película como si nada, pero en mi cerebro rondaba sin cesar la imagen de la seductora mujer de aquella revista, en mis oídos la voz cavernosa del hombre y en mi olfato el desagradable hedor de su aliento. Todavía hoy, cuando acudo al ahora Teatro Armando Manzanero y recorro los pasillos en busca de mi asiento, imagino que en cualquier momento apagarán las luces, comenzarán a rugir los antiguos ventiladores y en el escenario, en vez de la obra anunciada, aparecerá en pantalla el león rugiente de la Metro anticipando que en breve dará inicio El cielo puede esperar.

3.- El deseo y la luna

Algunas veces, cuando el calor en las aulas de la preparatoria vespertina del Colegio Americano se volvía insoportable, me escapaba en búsqueda de un poco de fresco al viejo cine Rex donde, ocasionalmente, solían pasar filmes de festivales europeos.

Quedaba a solo dos calles de la escuela y era fácil huir de la segunda clase para alcanzar los cortos promocionales antes de la función de las cinco. Nunca tuve problemas para entrar a las películas para adultos. El encargado de la entrada no se preocupaba demasiado por verificar la edad de los asistentes.

Así fue como a los diecisiete vi El deseo por la mujer madura, una cinta canadiense “para mayores de veintiún años” filmada en Budapest que narraba la historia de un joven húngaro que, en plena ocupación nazi, se vuelve un experto seductor de mujeres mayores. Casi al final de la película cae en la cuenta de que ya no le atraen las muchachas de su edad.

Aquella tarde salí incómodo del cine. No podía quitarme de la cabeza la imagen de esa vieja vestida de seda y mink levantándose con pudor la falda para facilitar el cunnilingus. Quizás era demasiado joven para entender el verdadero significado del filme, habrían de pasar varios años para que esto sucediera.

Un lustro después, cuando leí el libro de Stephen Vizinczey sobre el cual se basó la película, entendí que había mucho más que sexo en esta cinta. Además de un recuento de la historia reciente de Hungría, En brazos de la mujer madura (ese era el nombre original de la novela) incluía también una visión audaz, acaso adelantada, de las relaciones de pareja.

Algo similar me sucedió con La luna, el polémico filme de Bernardo Bertolucci que me tocó también ver en el Rex, durante otra escapada vespertina. Salí del cine conmocionado. ¿Era posible sublimar el incesto a través del arte? A pesar de mis escasos conocimientos cinematográficos de entonces, pude notar que La luna era una obra magistral, fuera de lo común, que expresaba de manera artística el complejo de Edipo. Y aunque nunca he vuelto a verla, tengo grabadas en la mente varias escenas (el paseo en bicicleta, el momento en que el muchacho se inyecta heroína, el perturbador juego sexual entre madre e hijo) que me hacen pensar en Bertolucci como un director simbólico, emparentado de cerca con la poesía.

El Rex fue el último de los antiguos cinemas de la ciudad de Mérida que cerró sus puertas. Ocurrió en marzo de 2023. Salvo el paréntesis de su remodelación cuando lo adquirió Cinemex, setenta y cuatro años funcionó ininterrumpidamente para solaz de los habitantes del barrio de Santiago. Su desaparición clausuró una época, una manera única de entender el regocijo de la vida para los meridanos. Los viejos cines formaban parte del paisaje del barrio y eran distintivos del centro. Allí se fortalecían y fomentaban amistades; ocurrían enamoramientos, disputas, reconciliaciones. Y aunque el cine en general ha cambiado, mejorando la experiencia de los espectadores con pantallas más grandes, sonido envolvente, aire acondicionado, proyectores de alta definición y asientos más cómodos, en ocasiones echo de menos la aventura, el glamur, el relajo, el romance, la comunión que se respiraba entre los asistentes a las salas de antaño.

Decía Fellini que acudir al cine es como volver al vientre materno. Por eso, aunque algunos piensen que el séptimo arte está en decadencia, estoy completamente seguro de que, como en otras épocas, sobrevivirá.

ÁSS

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