El poeta Robert Browning se sintió sorprendido porque de pronto “estaba sentado en las gradas de un templo en ruinas”, en Venecia; esa fue mi sensación la primera vez que estuve en Ichkabal, en el año 2011, colaborando con la restauradora Frida Mateos. La imagen es certera: un templo en ruinas, un lugar donde algo recibió adoración y culto, y que llegó a medir más de cien metros de altura, con una base cuadrangular casi de las dimensiones de la estructura dedicada al sol en Teotihuacan y afincado en medio de la selva, a cincuenta kilómetros en línea recta desde Bacalar.
Debíamos esperar la camioneta del INAH en un punto a la salida del pueblo que bordea la laguna y luego llegar a un rancho con una cancela de acceso. Terracería, mucho trayecto sobre piedras y polvo después de haber abandonado el asfalto en la vía que comunica a Bacalar con Miguel Alemán. Interminables líneas rectas a veces encharcadas por la lluvia reciente. Hacíamos escala en los caseríos donde nos ofrecían bebida y algo ligero de comer. Casi dos horas de un camino de pronto cruzado por pecaríes o jaguares, que volvían a hundirse en la maleza sin voltearnos a ver.
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Frida hablaba de un brazuelo de jabalí para la comida del fin de semana. Ella tenía el encargo de hacer un salvamento de emergencia en las dos estructuras principales. Con todo y la presencia de un custodio del INAH, las cosas no pintaban bien. Había muerto ya, no hacía mucho, el arqueólogo asignado al sitio, dejando poca información. Y era preciso hacer resanes, ribeteos para impedir que el agua de la lluvia siguiera socavando los estucos y la pintura en el último segmento de la pirámide central, en cuya cima había un observatorio al que me escapaba a cada tanto, solo para contemplar la inmensidad en plenitud. Con buen clima era posible atisbar partes de Dzibanché y Kohunlich: tan alta es Ichkabal, tan soberbia que Enrique Nalda la defendía como la más antigua de la zona, superando incluso a Mirador.
Nosotros íbamos al salvamento y éramos pocos. Frida y cuatro ayudantes, entre los cuales me encontraba yo. Ella me pidió que bajara a la segunda estructura en la que había dos mascarones de estuco pidiendo urgentemente ser ribeteados, un proceso no tan complicado pero que requería cierta destreza: se debe aplicar con precisión y en forma de chaflán una masa a base de cal apagada. Recuerdo que fuimos por ella a un yacimiento en Chetumal. Compramos tres filones que colocamos en el interior de un Rotoplas. La cal viva reaccionó con el agua elevándose a altísimas temperaturas y sulfurando por todas partes, pero logramos domarla y preparar la mezcla, que incluía arena de la zona previamente cribada.
Luchar contra las nubes de mosquitos y cuidarse de los caimanes de la aguada vecina o simplemente no dejarse devorar por los jaguares, cuya presencia se intuía por la rebambaramba que armaban los monos en las copas de los árboles, chilloteando y desplazándose con rapidez, eran tareas cotidianas. Improvisar andamios con maderas del entorno o retirar el cemento aplicado en las primeras excavaciones, eran las otras, a las que se sumaban inyectar esas policromías del tramo superior de la estructura central o retirar las plantas vasculares sin dañar el edificio. Todo a una temperatura de más de 40 grados.
Ichkabal no sufrió mayores daños gracias a la labor de Frida Mateos. Soportó las lluvias de trece años, los que van desde ese 2011 hasta hace unas semanas en que fue visitada por el presidente Andrés Manuel López Obrador y por su sucesora, Claudia Sheinbaum, quienes dieron por inaugurado el espacio, junto a la gobernadora quintanarroense Mara Lezama.
Este yacimiento ha sobrevivido siglos. Nalda sostenía que el hecho de haber estado activo desde el 400 a.C. hasta el 1500 d.C. lo hace único, pues ningún otro del área va desde el preclásico hasta el posclásico tardío. Ya veremos si es capaz de mantenerse vivo después de los humanos, que pronto empezarán a visitarlo en multitudes.
AQ