A sus 53 años, Diego Rivera pasaba por un tenso momento. Se había divorciado de Frida Kahlo, era presunto sospechoso de haber participado en un atentado contra el líder revolucionario ruso León Trotsky y permanecía escondido en algún lugar de la Ciudad de México. Su vida, sin embargo, estaba a punto de dar un nuevo giro a principios de 1940, cuando logra escabullirse del país para viajar a San Francisco.
En el curso de unos meses, se reencontraría con sus amigos californianos y volvería a casarse con Frida. Pintaría aquí un mural exento de polémicas políticas y lograría sintetizar en una pieza rectangular de casi siete metros de altura y 22 y medio de base, con profunda visión de futuro y raigambre histórica, los elementos culturales de las civilizaciones indígenas mesoamericanas y la realidad industrial de América del Norte: La unión de la expresión artística del norte y el sur de este continente, también llamado Unidad Panamericana.
Con honores, el San Francisco Museum of Modern Art (SFMOMA) montó la obra en su galería monumental en junio de 2021, en un esfuerzo combinado con el City College of San Francisco, propietario del más grande y último de siete murales que Rivera pintó en Estados Unidos. Hasta abril de este año, unas 200 mil personas habían acudido a observar esta obra, que antes de ser fijada en su sede temporal fue estudiada con tecnología vanguardista para prevenir daños durante el traslado y exposición que culminará en marzo de 2024.
El momento ha sido excepcional para mostrar el mural, un ensamble de 10 paneles portátiles que su autor pintó ante el público en un evento llamado Art in Action, durante la Golden Gate International Exposition de 1940. El College lo desinstaló de su Teatro Diego Rivera porque tiene previsto construir un recinto ex profeso en su campus, situándolo a la vista pública desde la avenida Frida Kahlo.
En el centro iconográfico de Unidad Panamericana hay una imagen parcial de Coatlicue, diosa de la Tierra, transformándose en máquina: una mano que en su contraparte es un rotor, sobre una base de piedra con motivos mexicas que deviene en válvula de acero. Debajo de todo ello, una cabeza mitad cráneo y rostro vivo en la otra fase, simbolizando el pasado y el futuro. En la parte superior, panorámicas a vuelo de pájaro de Tenochtitlan y San Francisco.
En este lienzo desapareció la exaltación del socialismo y sus ideólogos, un rasgo que caracterizó la obra de Rivera en su primera estancia en Estados Unidos, de 1930 a 1933. En su lugar introdujo los conceptos de unión y colaboración contra el totalitarismo, más cerca de la política de Buena Vecindad del presidente Franklin Roosevelt (1933-1945), sustitutiva del ominoso Destino Manifiesto estadunidense del siglo XIX.
La especulación en torno a la vida personal de Rivera reemplazó también a la controversia política. El muralista había llegado solo a San Francisco, divorciado de Frida el 6 de noviembre de 1939, tras un interludio amoroso de ella con León Trotsky, en Coyoacán. Es difícil eludir los detalles de la vida íntima de Rivera cuando él mismo dejó entreabierta la puerta de su alcoba. En su autobiografía, escrita por Gladys March, una periodista que siguió su trayectoria de 1944 hasta su muerte en 1957, Rivera confiesa haber sido blanco del interés de mujeres jóvenes, no solo de Frida, a quien le aventajaba 21 años.
En Unidad Panamericana retrata a cinco de ellas. Tres fueron pintoras que tuvieron al menos una relación de trabajo con él: Mona Hofmann de 30 años, Emy Lou Packard de 26 e Irene De Bohus de 27. También aparece la modelo hidalguense Nieves Orozco y la esposa de la estrella de cine silente Charles Chaplin, la actriz Paulette Goddard, de 30 años, vistiendo una inusual falda corta para aquella época y tomándole cariñosamente la mano a Rivera. Cuestionado en aquellos días acerca de esta escena, su respuesta fue proverbial: “Representa un cercano panamericanismo”.
Sus contactos con artistas y coleccionistas angloamericanos comenzaron a establecerse en la década de los veinte, en parte por intermediación del embajador Dwight Morrow, millonario financiero y socio de J.P. Morgan, que convenció al guanajuatense de pintar en los muros del Palacio de Cortés en Cuernavaca y convirtió su casa en el estado de Morelos en un lugar de encuentro entre las élites mexicana y estadunidense.
Rivera llegó a San Francisco por invitación de Timothy Pflueger, un prestigiado arquitecto que fue a buscarlo a la Ciudad de México en 1926, cuando el muralista estaba emplazado en Palacio Nacional. Cuatro años después viajó al norte para dejar su impronta en un muro de la Bolsa de Valores del Pacífico, bajo el título Alegoría de California; en la California School of Arts con el tema Realización de un fresco mostrando la construcción de una ciudad; y en la mansión de una mecenas donde residió, pintando Florecimiento de almendros.
El aprecio por la obra de Rivera en San Francisco excede cualquier límite. En 2018, Cultural Heritage Imaging (CHI), organización dedicada a documentar bienes culturales del mundo, hizo un estudio computarizado de Unidad Panamericana, mediante fotogrametría. Este registro electrónico permite observar cada pincelada del muralista, el relieve producido por el yeso y los pigmentos, imperceptibles a simple vista.
El fin último es garantizar a la gente el disfrute del arte universal, por lo que vía internet, es posible enterarse de cómo Rivera pintó sobre el yeso húmedo, día a día, lo que en la técnica del fresco se conoce como giornatta.
Para el registro fotogramétrico, CHI mandó un equipo técnico al College antes de que el mural fuera enviado al SFMOMA para su exposición. El resultado: la creación de un “ortomosaico” constituido por ocho mil 100 millones de puntos de color y un “modelo de elevación digital” de sus 150 metros cuadrados de superficie. Esta megaimagen en relieve ha servido para detectar acumulaciones de polvo y cuarteaduras sobre el yeso, facilitando la rehabilitación.
“Para nosotros en lo personal fue una alegría pasar tanto tiempo con la obra de Diego Rivera. No mucha gente puede estar tan cerca de un mural como este y realmente disfrutamos verlo y apreciar su técnica magistral”, afirma Carla Schroer, directora de CHI.
No es esta la primera obra de Rivera transportada de un sitio a otro. En 1986, Sueño de una tarde dominical en la Alameda Central fue llevado a un museo propio, un año después de que el edificio colapsó a causa de un terremoto en la Ciudad de México.
La diferencia es que Unidad Panamericana fue pensada como una obra transportable. En el plan original se previó fijarla en la biblioteca del College, pero esto no sucedió por restricciones presupuestales derivadas de la Segunda Guerra Mundial. Entonces debió almacenarse 21 años hasta que fue instalada en el Teatro Diego Rivera, de donde fue extraído en 2021 para la exposición en el SFMOMA, con apoyo técnico de ingenieros de la Universidad Nacional Autónoma de México. Infortunadamente, por un tiempo volverá a guardarse, puesto que el nuevo edificio en el campus universitario no está listo aún.
Las obras de Rivera en esta urbe —“Ciudad del Mundo”, la bautizó Frida— son una suerte de objeto de culto, a pesar de algunos inconvenientes. Realizando un fresco estará lejos del acceso público temporalmente, porque el San Francisco Art Institute, que hasta 1961 tuvo el nombre de California School of Fine Arts, cerró sus puertas en julio de 2020. En compensación, esta pintura fue registrada por CHI en fotogrametría y estará próximamente visible en internet. Acceder a las otras dos piezas riverianas es también complicado: Florecimiento de almendros está en un dormitorio femenino de la Universidad de California en la vecina localidad de Berkeley y Alegoría de California se ubica en un club privado.
No obstante, la estrella de Rivera sigue brillando. Un grupo de amigos californianos de Unidad Panamericana patrocina sus cuidados y, lo más notable, es que tiene un protector de oficio. Will Maynez, mexicano-americano de tercera generación, con formación en artes plásticas, le dedica devotamente cinco días a la semana desde 1996. A sus 76 años, acompaña entusiastamente los cuidados de la obra, reúne documentación y testimonios, dicta conferencias, administra un sitio web y guía visitas contando historias y manteniendo vivo este legado.
Es “el lado izquierdo” del mural, las imágenes sobre el arte, la ciencia y la creación material indígena, lo que principalmente inspiró a Maynez para divulgar el mensaje cultural de Rivera. “Es un regalo que el cosmos me envió”, dice el también autor de dos obras teatrales: Entrevista a Frida Kahlo y Rapsodia en Azul. An American in Mexico; esta última versa sobre la amistad de Diego y Frida con el músico George Gershwin, a quien conocieron en la casa del embajador Morrow.
La herencia de Rivera, que fue un políglota, es transfronteriza. En 1934, una veintena de artistas que tuvo contacto con él en su primera visita llenó de murales la Coit Tower, en el área céntrica sanfranciscana. Su labor fue resultado de la gestión de un discípulo del guanajuatense, George Biddle, que logró convencer a Roosevelt de adoptar una política similar a la diseñada por José Vasconcelos en 1922, siendo secretario de Educación del presidente Álvaro Obregón, orientada a financiar murales que retrataran la cultura americana.
La consecuencia de todo eso es que la urbe entera está hoy cubierta de murales. Una artista de origen anglo que adoptó el muralismo y el arte chicano, Susan Kelk, es reconocida como “una leyenda” en este campo. Aun siendo una mujer mayor, sube a los andamios, pinta, aconseja y organiza. En el barrio Misión, origen del pueblo novohispano de San Francisco en el siglo XVIII, abunda el arte público. “Son como flores”, describe Maynez.
Refugio de Rivera en 1940, San Francisco ha hecho del pintor uno de los suyos y vive en perenne diegomanía. El SFMOMA exhibió el año pasado 150 de sus obras, confirmando también la fascinación del muralista por la civilización americana. La puesta en escena de una ópera en español, El último sueño de Frida y Diego, Gabriela Lena Frank con libreto de Nilo Cruz, ha consagrado aún más este auge riverista.
Después del primer atentado contra Trotsky en 1939, el pintor fue equivocadamente señalado como responsable del ataque a su casa en Coyoacán, por lo que optó por el autoexilio, según su relato autobiográfico. “Sigilosamente me alejé de México y me fui a San Francisco”. Ocho décadas después aún sigue aquí.
AQ