El caballero de los espejos

Cine

Dolor y gloria representa la segunda obra en que el director manchego Pedro Almodóvar explora el deseo infantil, juega con su público y lo induce a tensarse.

Penélope Cruz encarna a la madre del protagonista en 'Dolor y gloria'. (Cortesía: El Deseo)
Fernando Zamora
Ciudad de México /

El niño en la película Dolor y gloria parece ser la España de Pedro Almodóvar. Igual que su país, el chico inocente que dice que España es “una, santa, católica y apostólica” termina por volverse el cínico que a los 60 dice: “cuando tengo más de un dolor me vuelvo creyente. Si solo me duele la cabeza, soy ateo”. Este niño y este viejo son dos caras de la historia reciente de España y dos caras de Pedro Almodóvar en una película que, como todas las suyas, es confesional.

Dolor y gloria narra pues la infancia del director y el inicio de su vejez. Como Proust, busca recuperar en ella el tiempo perdido. En la parte del niño, retrata a su madre y a un muchacho, un albañil: primer deseo fugaz. En el inicio de la vejez retrata a un actor decadente, a un amante bisexual que se decidió por las mujeres y a un Madrid que se ha convertido en “campo minado”. La película llega a su clímax con una puesta en abismo en que ambas historias chocan y se fusionan como en una banda de Möbius.

A decir verdad, Dolor y gloria no es una película mala, pero está lejos de ser redonda y al final resulta casi aburrida. Ésta es la segunda obra en que el director manchego explora el deseo infantil. La primera vez que lo hizo (fallidamente, a mi parecer) fue en La mala educación. En Dolor y gloria, al menos, consigue ponernos al borde del asiento cuando un adulto se queda en la habitación del niño que lo desea. Uno se dice: ¿irá este hombre a transgredir el último tabú de Occidente? Esto hay que verlo. Como viejo seductor, Almodóvar juega con su público, lo tensa, lo induce a asustarse y por primera vez no relaja el escándalo recurriendo a la carcajada. Ésta es la película seria de un hombre que creyó que era profundo, pero hacía reír. Y entonces el público creyó que lo suyo era cómico. Y eso se volvió.

Dolor y gloria es la película seria que Woody Allen nunca ha podido escribir. Quien definitivamente no puede dejar de ver esta obra es quien conozca bien la historia de este hombre que representa el movimiento contracultural de La Movida en Madrid. Para entretenernos con Dolor y gloria es necesario, por ejemplo, conocer los inicios del director como escritor en la revista La Luna. Haber leído esa extraordinaria columna que firmaba con el seudónimo de Patty Diphusa. Quien no conozca a Patty no podría entender, por ejemplo, que Almodóvar siempre ha sido amigo de los espejos. ¿Cómo olvidar el cierre de su columna, cuando el personaje literario decide contar la historia de Pedro Almodóvar, su creador? Por eso resulta fallido decir que esta es “la película confesional de Almodóvar”. Todas lo son.

Dolor y gloria está llena de referencias al cine, pero las referencias más importantes son pictóricas y literarias. No se trata sólo de Proust. Como en Confesiones de una máscara, de Mishima, el director narra con elegancia el deseo de un niño pequeño. Como aquel caballero que nació, como él, en La Mancha, Almodóvar sabe también que la única forma de conjurar a la locura es mirándose en el espejo. Y eso hace en ésta y en todas sus películas. En cuanto a las referencias pictóricas, como Velázquez, Pedro Almodóvar se retrata en una compleja estructura de guion en que diversos espejos se reflejan para hablar de lo que es el arte, de lo que es la historia y lo que es él, Pedro Almodóvar, un viejo decadente que en un viaje de heroína cierra los ojos y se recuerda niño y siente nostalgia. Por los tiempos en que un muchacho lo encontró hermoso. Y lo pintó.

ÁSS

LAS MÁS VISTAS