Dos crónicas al margen de los mapas

Aún existen lugares ajenos al frenesí de la globalización, pequeños enclaves que no destacan en las guías turísticas, dice el autor de estas estampas sobre dos sitios todavía libres de la plaga implacable del turismo.

Lago di Como, en Lombardía. (Wikimedia Commons)
Mauricio Montiel Figueiras
Ciudad de México /

1. El pueblo amordazado

Desde que tengo memoria he sentido una atracción especial por los pueblos fantasma: no solo esos que figuran en los westerns como sede del duelo final entre protagonista y antagonista, enfrentados en una calle polvorienta bajo el sol calcinante del desierto, sino también aquellos que por diversas razones han caído en el abandono, la desidia o simple y llanamente en el olvido para conformar una geografía espectral al borde de los mapas privilegiados por el turismo, una actividad que empezó a propagarse a partir del siglo XIX y que hoy se ha vuelto una plaga para la que al parecer no hay remedio. Por fortuna aún existen lugares ajenos al frenesí de la globalización, pequeños enclaves que no destacan en las guías turísticas y que me gusta cazar al salir de viaje. Uno de esos enclaves es Giulino di Mezzegra, ubicado cerca de la frontera italo-suiza, en la ribera occidental del lago de Como, entre Lenno y Tremezzo: los pueblos célebres por acoger a la Villa del Balbianello y la Villa Carlotta, dos de las construcciones más distinguidas de esta hermosa región lombarda. Con tan solo cincuenta habitantes fijos según un censo realizado en 2005, Giulino di Mezzegra debe su celebridad no a la arquitectura —se trata de un racimo de casas de vaga fisonomía alpina— sino a un hecho sangriento: la ejecución de Benito Mussolini y Clara Petacci ocurrida el 28 de abril de 1945, un día después de ser arrestados por partisanos comunistas en Dongo, un pueblo en la margen noroccidental del lago que suele arrogarse tan dudoso honor. Vestido con casco y chaqueta de la Luftwaffe en un vano intento por confundir al enemigo, Mussolini vio frustrado su plan de huir a Suiza junto con la mujer que le profesaba una fiel admiración desde joven. (El cuarto de Clara, quien era miembro de una familia romana de clase alta, estaba lleno de retratos de el Duce.) Luego del fusilamiento, los cadáveres de los amantes para los que la edad no había sido obstáculo —él tenía sesenta y un años, ella treinta y tres— fueron trasladados en camión a Milán y colgados cabeza abajo en la plaza Loreto, donde una multitud enardecida acabó por mutilarlos. Horror con horror se paga.

El desasosiego que me invade al mirar las fotografías de estos cuerpos similares a productos en una vitrina de carnicería se acentúa al caminar por la carretera que une Tremezzo con Lenno: villas palaciegas, señoriales, se alinean en un desfile de damas desvencijadas que me remite al cine giallo de Dario Argento. La mayoría de las mansiones y hasta los hoteles junto al lago tienen las ventanas cerradas, prueba de que el verano ha concluido y cede paso al otoño; hay, sin embargo, ropa puesta a secar en ciertos balcones como una tenue evidencia de que la humanidad no ha renunciado del todo a esta zona. La impresión de vacío me acompaña al entrar en Giulino di Mezzegra, donde la ejecución de Mussolini y Clara se reduce a señales que anuncian discretamente: Fatto historico. Site of historical event. 28.04.1945. Esta discreción —esta reserva ante un hecho que aún genera emociones ambiguas entre los habitantes— se transmite al pueblo entero, que desde su calle principal permanece sumido en una quietud o más bien una inquietud que crece mientras me alejo de la plazoleta llamada apropiadamente Piazza 28 Aprile 1945 y subo al sitio del fusilamiento. Durante la ascensión veo un ajado balón de futbol en un porche, una piscina inflable con agua estancada en el patio de una casa con los postigos clausurados: un gesto de reclusión que domina el lugar. Oigo voces que surgen de algunas residencias, ráfagas de música que mueren tan pronto como nacen, pero casi no encuentro gente en las callejuelas ni en las propiedades. El silencio ha comprado el pueblo y por eso se pasea a sus anchas, amo y señor de la comarca.

El monumento que conmemora la muerte de Mussolini es una simple cruz negra empotrada en el exterior de una finca que tiene el portón cerrado —por supuesto— y la señal que he aprendido a asumir como un rasgo típico de esta región: Area videosorvegliata. Algo, en efecto, me vigila, una presencia que sofoca los sonidos como una mano colocada de golpe sobre unos labios: es la presencia del pasado. La humedad aumenta la sensación de amordazamiento que prevalece en Giulino di Mezzegra; una sensación que cristaliza en las calles surcadas de vez en vez por un automóvil sigiloso, en las frases apagadas que intercambian los pocos habitantes con que me cruzo. El aire está en suspenso al igual que el agua en la piscina inflable; la soledad y la decrepitud cubren el mediodía como un domo translúcido. Este lugar, lo comprendo, vive amordazado desde aquel 28 de abril en que los disparos de los partisanos instauraron un toque de queda para siempre. En la cruz que ostenta el nombre de el Duce y la fecha de su fusilamiento en letras doradas no hay cabida para Clara Petacci: ella es apenas otro recuerdo penoso en los anales de este pueblo taciturno. Solo hasta que salgo de Giulino di Mezzegra rumbo a Lenno, caminando de nuevo por la carretera, logro deshacerme de la mordaza impuesta por los fantasmas implacables de la historia.

2. La isla incendiada

Toda isla, estoy seguro, tiene un núcleo oculto de poder del que emana su encanto particular. Toda isla es un imán que nos atrae como limaduras de hierro desde distintas latitudes del planeta, convocándonos a una ceremonia milenaria cuyo protocolo se cifra en el susurro de la maleza, en el zumbido de las moscas que hienden el aire con una rapidez de balas de plata, en los tumores de luz que crecen entre las sombras para constituir una especie de alfabeto criptográfico que aguarda ser decodificado a ras del suelo. Toda isla ofrece lo que Malcolm Lowry, en palabras de Douglas Day, buscó a lo largo de su atormentada existencia y acabó por encontrar en su exilio del mundo frente a la ensenada de Burrard, en Columbia Británica: “Una vida de gracia y provisión, orden y quietud: simplicidad absoluta, de hecho”.

En mi caso esa simplicidad cobró la sinuosa forma de Isola Comacina, la única isla del lago de Como, a la que pude viajar en septiembre de 2008. Trepada a la pierna suroeste del lago también llamado Lario —un vocablo de origen etrusco que significa “príncipe”—, Isola Comacina posee una historia tan vasta que parece no tener cabida en sus siete hectáreas y media de superficie. Habitada desde la época romana y fortificada por los bizantinos, brilló en todo su esplendor en la Edad Media, luego de que los longobardos conquistaran Milán en el año 569. En el siglo VI, convertida en refugio de los nobles más ricos de la región y en baluarte de la cristiandad —fue rebautizada como Cristópolis—, la isla dio breve asilo al Santo Grial, que un clérigo transportaba a Roma para entregarlo al Papa; el Grial, ya se sabe, sería escondido en Val Codera, en la misma Lombardía, donde su rastro se perdería definitivamente. En 1169 ocurrió el evento que generaría el aura enigmática que perdura hasta hoy: siguiendo las órdenes de Federico Barbarroja, el ejército de Como prendió fuego a Comacina en represalia por su alianza con Milán en la Guerra de los Diez Años (1118-1127); en el incendio, que arrasó con las siete iglesias de la isla y obligó a los habitantes a huir a Varenna, en la ribera oriental del lago, participaron las parroquias de Dongo, Gravedona y Sorico. En 1175 Barbarroja expidió el decreto que prohibía que en Comacina volvieran a erigirse casas, templos o fortalezas y que refrendaría el obispo Vidulf, un oscuro nombre que pulsa cuerdas de la mitología escandinava, al lanzar su legendaria maldición: “No sonarán más campanas, no se colocará piedra sobre piedra, nadie se alojará aquí, so pena de muerte antinatural”.

Mientras recorría la isla, imantado por su historia resguardada por los árboles que murmuraban en el sigilo lacustre, leí que sobre La Locanda, el mayor atractivo turístico del lugar, pendía también un halo trágico. Fundado en 1948 por Lino Nessi, el restaurante fue idea de Sandro de Col, campeón de carreras de lanchas, y Carlo Sacchi, magnate de la seda, que fallecieron en circunstancias insólitas poco antes de la apertura: el primero en un accidente acuático, el segundo asesinado en Villa d’Este por la condesa Pia Bellentani. Aconsejado por un escritor inglés, Nessi inventó entonces el “exorcismo del fuego”, un rito de purificación que todavía se lleva a cabo con la clientela del restaurante. La maldición de Vidulf logró atravesar casi ocho siglos, me dije, mirando las ruinas del oratorio de los santos Faustino y Jovita, los hermanos decapitados por el emperador Adriano. En la iglesia de San Juan, construida en el siglo XVII como para desafiar el sortilegio, vi una placa que rezaba así: “Sepultados en siglos pasados junto a las santas reliquias esperan aquí la resurrección”. El eco de estas palabras misteriosas me acompañó al entrar en una de las “villas para artistas” —evidencias del racionalismo arquitectónico— que se edificaron luego de que el rey de Bélgica donara o más bien regresara la isla al estado italiano en mayo de 1920. De pie en el corazón de la casa desierta supe que había hallado el orden y la quietud, la simplicidad absoluta que tanto añoraba. Cerré los ojos y me imaginé integrándome al ritmo sincopado de la isla que más de ocho siglos atrás había ardido como una pira ceremonial, una flama oscilante en la noche eterna del lago. Imaginé, mientras el mediodía se dilataba a mi alrededor, lo que se sentiría ser parte del incendio que otorgó a Isola Comacina un fulgor a prueba de las balas del tiempo.

AQ

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