La adolescencia, esa edad cuando no sabemos dónde está nuestro sitio ni hacia dónde vamos. Ese pasar del orbe de la infancia, que pudo ser mágico o malvado o triste o baladí, a unos años que son el primer despertar y donde se descubre el centelleo sombrío de la mujer. Ya empieza a ver el adolescente un mundo como él le gustaría verlo y no como es. Se vive o se inventa una realidad y se aparenta una seguridad que pronto se ve que solo es una audacia mal entendida. Una edad, se va entendiéndolo con los años, colmada de dos palabras colmadas de melancolía: hubiera sido. Si no lo salva algo o alguien, si no se aferra muy bien de la roca o del árbol, la caída al abismo será funestamente inevitable. Quizá las novelas sobre la adolescencia, trabajadas con celo y desvelo por la memoria, son muy seductoras porque sabemos que es un capítulo de la vida que solo unos cuantos supieron cerrar. “Es nuestro error a los veinte años, creer que conocemos la vida y las mujeres”, escribe en algún momento Larbaud.
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Tristeza en el alma
Al principio de la segunda década del siglo XX, en 1911 y 1913, se editaron en Francia dos emotivas novelas donde los protagonistas principales son adolescentes: Fermina Márquez, de Valery Larbaud, y Le grand Meaulnes (El gran Meaulnes), de Alain Fournier. Se suele considerar ambas novelas cortas como clásicos menores en el más alto sentido de la palabra.
En general, si comparamos con hechos de la propia vida de Valery Larbaud, podría decirse de Fermina Márquez, igual que de El gran Meaulnes, que es una autobiografía novelada o una novela autobiográfica, con variaciones o trasposiciones de los nombres de personajes, de lugares y de hechos. El sitio central de los hechos es el colegio religioso Saint-Augustin, internado para niños y adolescentes, primaria y liceo, próximo a París, y donde la mayoría de los alumnos son hijos de latinoamericanos acaudalados, pero donde estudian también franceses y una minoría estimable de orientales. Curiosamente, fuera de clases, la lengua más hablada en el colegio es el español.
Un día, como una iluminación súbita para los alumnos, llega una familia bogotana, que trastocará por un tiempo la vida del recinto. A Francisco, de nueve años, el más pequeño de la familia, lo han inscrito en el colegio. Lo acompañan la tía (algo subida en carnes), a quien llaman María Doloré, y dos hermanas del niño: Fermina, de dieciséis años, y Pilar, tal vez de doce. El padre es un banquero colombiano. En vez de la familia, debí subrayar que quien trastoca la vida estudiantil es Fermina.
Desde que el mexicano Santos Iturria anuncia al principio: ¡Des jeunes filles!”, “Unas muchachas”, el lector ya está expectante e intuye que de manera inevitable varios alumnos se enamorarán de Fermina, o al menos se ilusionarán, entre ellos Camille Moutier, quien se cree el más insignificante de todos, pero reza por ella cada noche. El colegio, dice el sujeto-narrador, lo forma “una banda de descarados”, que oscilan entre los quince y los diecinueve años, quienes se juegan el todo por el todo por glorificar “la indisciplina y la insolencia”, o lo que ellos entienden por eso. La familia colombiana vive en París, en Avenue Magram, y sube a diario en tren al colegio para ver al niño, que al principio sufre el bullying de sus compañeros. A horas de la tarde la familia pasea con un grupo de alumnos por el parque, “digno de Versalles”, y desde cuya terraza se domina el valle del Sena.
Sin embargo el círculo se va estrechando hasta que solo quedan en la competencia por Fermina el francés Joanny Léniot y el mexicano Santos Iturria. El quinceañero Léniot, venido de Lyon, destaca como el más estudioso y condecorado de todos, pero es feo, silencioso, tímido y a nadie le cae bien. Disfrazándose de humilde se cree genio, pero en el fondo tiene una gran apetencia de querer y de ser querido. “Los sentimientos estaban en él siempre vivos y más claros que los pensamientos”. Si tiene un miedo es que las chicas se burlen de él. Es visible en su frente la señal de la ceniza del desdichado.
El regiomontano Santos Iturria, hijo de millonario, bien parecido y con mucho más mundo, es un joven seguro de sí mismo, limpio, franco, de ojos azules y “mirada directa y viril”. Por su trato podría parecer un joven mucho mayor. Tiene como acompañante a Demoisell, un negro antillano, violento y difícil. Demoisell no se parecía a los otros negros del colegio, “alumnos modelo, muy inteligentes, muchachos apacibles y de parvas palabras”. Los demás alumnos de la institución apenas son mencionados como de paso o generalizados.
Un día Joanny decide jugársela, arma una estrategia basada en la defensa en el colegio del hermano pequeño de la bellísima Fermina, y por ello, logra ser aceptado como acompañante único de la familia y luego como alguien que puede estar a solas con Fermina, con la condición de que la muchacha aprenda “un francés sin faltas”. Se llevan bien. Léniot va descubriendo que además de tener “los ojos más bellos del mundo” es recatada y piadosamente católica. En el fondo sabe que será imposible la relación amorosa, e intuye que Fermina acabará yéndose, como lo creen todos, con el mexicano, pero se da esperanzas y se le declara. A partir de entonces la relación se vuelve glacial. Sabiéndose enamorado, creyéndose perdido, para romper con la muchacha y quitársela de la cabeza, lanza a Fermina un largo, soporífero y petulante discurso sobre el genio, que está encarnado en él, y a lo que ella nunca podrá con su inteligencia llegar. Siendo una novela breve, si Larbaud hubiera recortado el larguísimo discurso quizá hubiera sido perfecta. Todo hace parecer que el gorrión volará, es inevitable, a los árboles del mexicano Santos.
En el antepenúltimo capítulo (XVIII) aparece el otro lado del carácter de Fermina: en efecto, se enamora de Santos Iturria, esmera su cuerpo, andan solos, y aun los alumnos tienen la delicadeza de no darle la mano al compañero porque saben que trae una cinta de la cabellera rubia de Fermina, y por esa causa —por ese símbolo— Santos se ha vuelto sagrado.
En el capítulo final, magníficamente aflictivo, el sujeto-narrador, de quien nunca sabemos el nombre, hace ver que la realidad es menos misericordiosa. El joven, luego de una larga temporada, vuelve en 1902 al colegio y encuentra que lleva varios años cerrado. Por azar descubre que en el inmueble trabaja aún el conserje, quien decidió quedarse con los nuevos dueños y quien le cuenta qué ha pasado desde su cierre, y de modo lateral los hechos, que resultaron otros a los que todos los alumnos del colegio esperaban, en cuanto a Fermina, a Santos y a Joanny. Al contarlos, sin conocer el conserje los entresijos, hace aún más desoladora la historia. El fue vence al hubiera sido.
La novela de Larbaud es una de esas ficciones que desde su primera lectura dejan un sedimento de tristeza en el alma. Sea vanguardista o tradicional, lo importante es que una novela deje una variedad de emociones en el corazón y el alma; la novela nos hace sentir esa variedad.
Fermina Márquez se publicó a los veintiocho años de Larbaud. Gracias a ser hijo de millonario, Larbaud viajó múltiplemente, y dondequiera que estuvo, tomó algo que sirvió a su poesía y a su literatura. Tuvo para sí como segunda patria el mundo hispanoamericano. Supo beber del vino de la vida pero desde 1935 la vida le pasó la cuenta: hasta 1957, año cuando muere, padeció una hemiplejia y una afasia.
Un fortuito encuentro
Otra novela de culto francesa en el siglo XX es Le grand Meaulnes, de Alain-Fournier, cuyo nombre real fue Henri-Aban Fournier, nacido en La Chapelle d’Angillon, departamento de Cher, en la región central del Valle del Loira. Su vida fue un relámpago de apenas veintiocho años (1886-1914). Dejó solo esta novela, que se publicó en 1913, fragmentos de otra (Colombe Blanchet) y poemas sueltos que se reunieron póstumamente (Miracles). El 22 de septiembre del año siguiente murió en combate en Les Éparges, al inicio de la mal llamada Primera Guerra Mundial, esa guerra que dejó, como ninguna, decenas de escritores y artistas muertos, heridos y mutilados. Su muerte precoz agrandó el resplandor de su leyenda. La novela ha tenido en el mundo millones de lectores.
Lo increíble es que la novela nace ante todo, casi a lo Dante Alighieri, de un fortuito encuentro, cuando saliendo del Petit-Palais, Fournier encuentra a una bella joven el 1 de junio de 1905, de la cual se enamora. Se identifica a aquella joven, Ivonne de Quièvrecourt con la Ivonne de Galais de la ficción.
Los acontecimientos de El gran Meaulnes se ubican en la última década del siglo XIX en el centro de Francia, zona que Fournier conocía muy bien, principalmente en tres lugares: un pueblo al que designa como Sainte-Agathe, una aldea o caserío al que designa Sablonnières, y un barrio parisiense, que podría ser el primer distrito. Los hechos son contados desde el punto de vista del adolescente François Seurel, hijo del maestro de escuela de la Normal de Sainte-Agathe, y aquellos de París los lee el mismo Seurel en un cuaderno autógrafo que escribe Meaulnes casi día a día cuando este vivió allá.
Meaulnes llega en diciembre del pueblo próximo de Ferté d’Angillon, una semana antes de Navidad, para estudiar en Sainte-Agathe, cuya única vida pública se da en el animado café Daniel. Lo acompaña su madre, una viuda severa, muy rica, quien pensiona en la casa de la familia Seurel. Meaulnes compartirá con François cuarto en la mansarda de la casa. François hará pronto de él su ídolo al grado que parecerá personalizarse más en el amigo que en él mismo, o al menos, así lo ve el lector. No solo tendrá una admiración ciega por él, sino acabará justificando o perdonando todas sus acciones, estén bien o mal, en nombre de la aventura.
Al llegar a Sainte-Agathe, Meaulnes tenía diecisiete años y François quince. El pequeño Seurel y sus padres llevaban viviendo en el poblado una década. El tiempo en que suceden las acciones de la novela será aproximadamente de cuatro años.
El gran Meaulnes (lo llaman gran o grande por la estatura) trae una nueva luz a la apagada vida del adolescente. Al principio, por su fuerte presencia, François da por creerse que pueda ser el líder natural en la escuela. Un hecho baladí —ir a recoger a los abuelos de François a la estación de trenes— traerá calladamente un cambio de vida a ambos amigos. Meaulnes se apropia con engaños de una carreta, pero se acaba extraviando y termina en una suerte de aldea o caserío, Sablonnières, donde extrañamente están por verificarse en un castillo las bodas de Frantz de Galais y una costurera pobre de Bourges, hija de tejedor, fort jolie, de quien luego sabremos su nombre (Valentine Blondeau). La boda se verificará en el castillo de los Galais. Meaulnes no sabrá por años ni siquiera el nombre del lugar.
La “fiesta extraña” ya va llevándose a cabo… salvo que los prometidos no aparecen. El extraviado Meaulnes aprovecha la fiesta, que es mitad para invitados que vienen de los pueblos de los alrededores y mitad de París, y logra dormir, vestirse y comer en el sitio. Como un convidado más, Meaulnes —confiará poco más tarde a François— se introduce en la “fiesta extraña”, y en algún instante ve y se deslumbra con la hermana del prometido, Ivonne de Galais. Por fin logra hablarle y ella le da algo como una esperanza que lo iluminará por años. Al preguntarle si podría volver a verla, Ivonne responde: “Lo esperaré”. La otra, Valentine, la conocerá Meaulnes en París, la corteja, pero se le revelará algo inquietante.
Los invitados esperan al límite. Valentine, la novia, no se presenta por tres razones: no cree en tanta felicidad, ve a Frantz muy joven y quien parece vivir además en un mundo imaginario. El fantasioso Frantz, desesperado, intenta suicidarse; solo se hiere la cabeza. Lo salva Ganache, su amigo ultra leal y casi invisible en la trama. Valentine huye. Mora ese invierno con una tía de François y se va a París. La tía no supo quién era. Por su parte, Frantz, acompañado por su fiel Ganache, lleva a partir de entonces una vida de gitano.
El secreto, o más bien los secretos, de la historia surgen a partir de la “fiesta extraña”. Cuando Meaulnes regresa a Sainte-Agathe, luego de estar tres días ausente, se sucederán los hechos: la llegada en un circo de Frantz y Ganache; los pleitos entre los grupos rivales de la escuela Normal animados por Frantz y el pacto y la promesa misteriosa que se hacen Frantz y Meaulnes; la partida de Meaulnes a París y el conocimiento casual de Valentine cerca de Notre-Dame, de quien, meses después, por deducciones, se da cuenta que es la novia perdida de Frantz; el descubrimiento por François, cosa de tres años más tarde, por una tía, de la identidad de Ivonne y el lugar donde está el dominio de Sablonnières, de cuyas construcciones solo queda “un dédalo de edificios en ruinas” y algunas casas, una de las cuales habitan Ivonne y su padre; el encuentro que organiza François, con el consentimiento de M. de Galais, entre Meaulnes e Ivonne; la boda de ambos, luego de cinco meses apacibles, y la huida de Meaulnes, ese mismo día, a un llamado de Frantz, para cumplir su promesa, dejando embarazada a Ivonne; los cuidados del padre y de Frantz de la muchacha; la muerte de Ivonne cuando nace la hija, y el regreso de Meaulnes, quien sin decir sus nombres sugiere que ha traído al terruño a Frantz y a Valentine, pero vuelve a imponérsele el anhelo de la aventura.
A ratos la novela entra a terrenos del sueño y de la poesía, y podemos creer que leemos algo que recuerda a pasajes de relatos trovadorescos o de novelas románticas. Novela de la adolescencia para adolescentes, como en el caso de Fermina Márquez, la puede leer con delicia cualquier persona a cualquier edad.
RP