Dos viñetas del absurdo

Los paisajes invisibles

"La hipocresía suprema radica en la condena de lo que sólo existe en el prejuicio", sentencia Iván Ríos Gascón.

Revolución, de Fabián Cháirez (izq.) y una imagen del ex embajador Oscar Ricardo Valero. (Especial)
Iván Ríos Gascón
Ciudad de México /

Uno. En mis paupérrimos años como alumno de la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM, había tres especímenes que hicieron del hurto de libros una forma de vida.

El primero era el que, como una oprobiosa alternativa para su anhelada erudición, robaba títulos inasequibles con el afán de alimentarse, pues su presupuesto no le permitía adquirir ciertos ejemplares cuyo metafórico valor superaba el paliativo para un estómago famélico, por ejemplo, un bolillo y un café.

El segundo era el que ponía a prueba la astucia de sí mismo en los controles de seguridad de las librerías, y obtenía el aprendizaje (o la riqueza intelectual) sin erogar un solo peso, y así podía gastar sus dividendos en otros afanes tan valiosos como un libro, digamos una copa para la novia en turno, una juerga u otras ociosidades igual de estimulantes que la novela de moda o el ensayo de la luminaria contemporánea o el poemario de un taumaturgo (Octavio Paz y Fernando Pessoa eran clientes frecuentes de esos ladrones irredentos). El tercero, en cambio, era aquél que sustraía tomos de bibliotecas y establecimientos, o incluso, de las ocasionales ferias de libro de la Facultad, para vender a mitad de precio las obras que a los menesterosos les era imposible conseguir. Cuando el tiempo rebasaba el deadline para deshacerse del cuerpo del delito, ese tipo de rateros ofrecían títulos ambicionados a precio de ganga y aceptaban pagos parciales, aquiescencia que les dotaba de un aura tipo Robin Hood: sustraía bienes a los que más tenían (los libreros), para casi regalarlos a los más desfavorecidos, aunque en el último rubro también se contabilizaban los avaros y los oportunistas.

El robo no es disculpable. No se justifica. De hecho, no robarás es un mandamiento. Sin embargo, como podría entenderse el pillaje de un pan o de un litro de leche para saciar el hambre, atracar un libro podría ser un delito menor, dependiendo de la finalidad por la que uno esté dispuesto a perpetrarlo. En una sociedad como la nuestra, conforme o resignada a la cleptomanía de la clase política o del empresariado, condenarla per se es una impostura.

Dos. ¿A quién daña una imagen? ¿Quién puede asegurar que un dibujo atenta contra su alma, su conciencia, su ataraxia? ¿Qué deshonra una pintura?

El modelo de un boceto, un apunte, un retrato, no es, nunca será el personaje de la vida real o de la biografía que, suponemos, fue genuina. Ese modelo pasa por la inspiración o la invención del artista, quien está en todo su derecho de crear lo que le plazca. Censurar la imagen de un caudillo con sombrero rosa, desnudo y con tacones, es una cuestión de intolerancia, también una impostura, si pensamos, por ejemplo, que sus ideales se han vuelto una triste caricatura en las soflamas politiqueras para huestes clientelares.

Si se pretende forjar una sociedad verdaderamente plural, incluyente, y sin dogmas nocivos, es fundamental respetar la mirada del otro. Abandonar la idolatría.

No veas lo que te espanta o te confronta. Ignorar una obra plástica es más fácil de lo que parece, nuestros ojos a diario pierden muchas cosas. La hipocresía suprema radica en la condena de lo que sólo existe en el prejuicio, ese absurdo hecho de símbolos frágiles y valores quiméricos del imaginario, en los que también se sostiene la cultura.

​RP | ÁSS​

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