¿Para qué sirve un clásico? La pregunta resuena a lo largo de la película Drive My Car, de Ryusuke Hamaguchi. Resuena, en primer lugar, porque está entretejida sobre un texto de Antón Chéjov, el dramaturgo ruso y, en segundo, por la reflexión que, con base en El tío Vania, hace el guionista y director.
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Un clásico, parece decir Hamaguchi, es toda obra, artística o literaria, que nos invita a volver a ella una y otra vez. Esa que nos persigue en momentos distintos. A la que vemos siempre con nuevos ojos. Además de Chéjov, Drive My Car usa como pretexto tres historias de Haruki Murakami para construir con ellas un universo propio.
La película compite este año no sólo en la categoría de Mejor guión adaptado, también en la de Mejor película, Mejor director y Mejor obra internacional. Desde el punto de vista formal, Drive My Car es un deleite de tres horas. Lo mejor no es tanto la imagen como esa sensación que poco a poco va derramando en el espectador. Se trata, según entendemos, del “terrorífico espíritu de Chéjov que extrae lo que es real en uno”. Yusuke es un actor y teórico de teatro que pierde a su mujer de modo inesperado. El luto revienta un día en que él actúa al protagonista de El tío Vania. Llegado el clímax de la película entenderemos por qué.
Drive My Car es una road movie, un viaje en el que Yusuke trata de ponerse en paz consigo mismo escuchando, como si fuese música, una y otra vez, de modo contumaz, la voz que dejó grabada su esposa para que él pudiese aprender de memoria la obra teatral. Llegados aquí, las líneas dramáticas que ofrecen los cuentos de Murakami son más o menos evidentes, pero pronto el autor de Drive My Car comienza a abandonar estas líneas para conducir a Yusuke hasta Hiroshima donde dirige un taller de teatro muy particular. En él pondrán en escena, como es evidente, El tío Vania. Pero lo harán con actores que hablan idiomas distintos; una de ellas incluso, la que interpreta a Sonia, habla en lenguaje de señas coreano. Ninguno de los actores entiende lo que el otro dice. ¿O sí? El método de Yusuke consiste en hacer que los actores memoricen el texto hasta hacerlo suyo; hasta que las palabras (en cualquier idioma) se transformen en una suerte de música que invita al diálogo. Es entonces, cuando se dialoga, que sucede “algo”. Y este “algo” es lo que años atrás llevó a Yusuke a cuestionar su existencia. Y su amor.
Volvamos a la pregunta original: ¿para qué sirve un clásico? Cada palabra en El tío Vania está cargada no solo de la tradición teatral que la ha representado a lo largo del mundo. De modo más auténtico, Chéjov y cualquier clásico están repletos de quien los lee y los cultiva. Vania, por ejemplo, acompaña a Yusuke toda la vida. Ha estado con él cuando encontró a su mujer, cuando tuvo un accidente y casi pierde la vista. Está ahora que necesita a la adorable chofer que da título a la película y cuando, en el asiento trasero del auto, se enfrenta al hombre que, tal vez, amó a su esposa.
Las actuaciones son magníficas porque, además, el director consigue que entremos en este laberinto de espejos construido por diversos actores que interpretan a otros actores que reflexionan sobre el poder de la palabra de Chejov, “el terrible Chejov.”
Drive My Car es una puesta en abismo que remite al acto humano por excelencia, esto es, el acto creador. Pero, además, Drive My Car es un clásico en sí misma pues como Antón Chéjov o Andréi Tarkovski, esta obra de Ryusuke Hamaguchi la podríamos ver y volver a ver.
Drive my Car
Ryusuke Hamaguchi | Japón | 2021
AQ