La dualidad puede considerarse la unidad de dos fuerzas opuestas y complementarias, o la imposibilidad de alcanzar dicha armonía porque las fuerzas resultan contradictorias. Acaso la mejor manera de circunscribir la elusiva personalidad de Edward Kennedy Ellington (1899-1974) sea reparando en esa pugna que, en más de una ocasión, se antoja una compleja trama de contradicciones irresueltas, antes que en una identidad.
A propósito de Gerard de Nerval, un crítico señaló que la identidad puede provocar “un desdoblamiento, apto a veces para indefinidas resonancias y disfraces”. En el caso del músico, no es casual que su apelativo terminara desplazando su nombre propio, como patentizando que el personaje era más importante que la persona; la máscara antes que la autenticidad. En La música es mi amante, rememora que fue otro adolescente atildado con grandes ínfulas el que le asestó el apodo, por el esmero y la elegancia con que el joven Edward vestía.
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A despecho de las buenas maneras, del porte aristocrático y la modulada dicción en que le instruyeran sus padres —pertenecientes a un estamento social de clase media en una época en que los afroamericanos eran tan clasistas como los anglosajones— como la necesaria dotación para sobresalir en el mundo, el Duque Ellington reivindicaría una identidad cultural africana antes que occidental.
El descubrimiento de su vocación se remonta al llamado de la selva. Si bien desde pequeño había tomado lecciones de piano, no le atrajo gran cosa la melodía, así que no aprendió más que unos acordes elementales. Sería años más tarde, cuando al descubrir un ritmo que causaba furor, decidiera que después de todo sí quería aprender a tocar. Era el ragtime.
No solo ese ritmo basado en la síncopa provocaba furor, la negritud estaba en boga. Durante la primera posguerra, la población afroamericana se integraba poco a poco a la sociedad estadunidense, aunque en el sur profundo se incubaran las simientes de una intolerancia que en no tardaría en manifestarse en linchamientos y en segregación. La época era propicia al orgullo por las raíces africanas y si bien la igualdad en los derechos tardaría aún varias décadas, había distintos movimientos intelectuales y políticos que luchaban por ese reconocimiento. Más allá de la singularidad histórica de esta efervescencia entre la población afroamericana, en la década de los veinte el descubrimiento de la herencia africana transformó el arte. En nuestro ámbito, piénsese en la poesía de Nicolás Guillén y en la de Luis Palés Matos, en la novela ¡Ecué Yambá Ó! del europeizado Carpentier, con su estentórea sonoridad selvática que pareciera un eco de la jungla jazzística de Ellington, de la cual es contemporánea, pero también en la influencia que el descubrimiento de las esculturas y máscaras africanas provocaron en la estética de vanguardia. Aunque no hubiera mayor relación entre los washingtonianos —como se llamaba la orquesta por entonces— y otros músicos, como Fats Weller y Cab Calloway, con los intelectuales de Harlem, mayoritariamente escritores, los unía el orgullo por sus raíces y el empeño por crear ritmos y estilos propios, sorteando la aduana impuesta por la cultura dominante. Por esos años el baile se convirtió en uno de los pasatiempos favoritos de la nación y las danzas se africanizaron, desplazando los bailes de origen europeo o campirano.
Ellington fue exponente privilegiado de ese renacimiento negro a través de la asimilación de los variados estilos y técnicas del ritmo que había desplazado al viejo rag, el jazz. Sus primeras obras evocan, mediante esmerados paisajes sonoros, voces de animales, ruidos de la selva, culturas exóticas, con una atmósfera de ensueño que recuerda las obras del Aduanero Rousseau. Del mismo modo que las pinturas del padre del naíf fueron inspiradas por los muy urbanos asentamientos de zoológicos y parques botánicos, el sonido de la jungla que distinguió este primer periodo provenía de un centro nocturno elegante y exclusivo, el Cotton Club de Harlem, emblema por antonomasia de los locos años veinte. Aun hoy resultan inspiradores los trucos con que Sam Nanton, el Truculento, o James Miley, Bubber, extrajeron de sus instrumentos de viento modulaciones propias de la voz animal. Ese elemento experimental que al poco se convertiría en esencial en el jazz, afectaría también a ritmos posteriores, como el rock, estimulando a los músicos a explorar los límites de sus lenguajes. Nanton y Miley recurrieron a diversas formas de asordinamiento para hacer vibrar, ondular, gemir, las notas. Sugerían voces en medio de la selva —como el trombón en “The mooche”, o la melodía de “East St. Louis toodle-oo”, cuyo principio sugiere una procesión espectral—, otros gruñidos en la noche que podrían derivar en reclamos sensuales, como en “Creole love call”, y no pocas veces se inscribían dentro de esa corriente que suscita remembranzas imitando los sonidos distintivos de un ambiente o de un objeto, como todas las composiciones alusivas a ferrocarriles, por ejemplo “Daybreak Express”. Si el jazz no se preocupaba de un revestimiento musical formal, en cambio coincidía con la música culta en su atención a los ritmos primitivos —como había hecho Ígor Stravinsky con La consagración de la primavera—, las tradiciones nativas —que inspiraron la Sinfonía del Nuevo Mundo de Dvorak— y hasta el tráfico de la urbe —que retomaría George Gershwin en su Rhapsody in Blue—. Todo aquello que tornaba única y seductora la ciudad se decantaba a través de los nuevos ritmos que incitaban al éxtasis antes que a la reflexión.
Maestro de la moda desde muy joven, como si fuera un lejano abuelo de otro Duque, el adolescente mod David Jones, más tarde devenido Bowie, la paradoja entre la apariencia europeizada de Ellington y la reivindicación africana es menos importante que otras dualidades determinantes para la comprensión estética de su obra. La primera es el antagonismo que en esa época parecía irresoluble: ¿cómo conciliar en el jazz la composición y la improvisación?, ¿el marco orquestal y el carácter libérrimo de este género? En esa etapa inicial que comprende desde 1923 a 1940, muchos temas fueron creados para exhibir el talento de sus solistas, y otros más compuestos en coautoría, como “Caravan”, con Juan Tizol y “Take the A train”, con Billy Strayhorm.
Con la suma de nuevos miembros, la paleta musical del compositor diletante se ampliaba. Cada uno aportó una escuela y una peculiaridad, muchas veces inauditas para el público neoyorquino. A través de Johnny Hodges y Barney Biggard se familiarizó con el sonido de Nueva Orleans —al que rendiría homenaje muchos años después en la New Orleans Suite—, y cuando Harry Carney se incorporó, su instrumento, el saxofón bajo, se convirtió en el eje en torno al cual comenzó a girar la orquestación. En el afán de concertar la intervención de los solistas —no sorprende la relevancia que adquirieron durante sus actuaciones, que de pronto parecían un despliegue de virtuosismo, como lo atestigua el cortometraje Jam Session de Josef Berne—, el pianista director aprendió a balancear el virtuosismo de sus músicos con la melodía, impidiendo que la libertad se convirtiera en caos rítmico. En su estilo compositivo fueron tan valiosas las lecciones de armonía como su asimilación de técnicas populares, por ejemplo, del Harlem stride piano, que permitía al ejecutante cubrir todo el teclado y digitar rápidamente con la mano izquierda con acordes que producían la impresión de un sonido con brincos. A la distancia, composiciones como “Mood indigo”, “Black and tan fantasy”, “Harlem air shaft” y, especialmente, la ya mencionada “The mooche” son ejemplares de ese equilibrio.
Si la confrontación solo se resuelve en la síntesis, cabría observar cómo la inicial inclinación de Duke por su herencia africana cedería paso en la última etapa de su vida a un interés por las pautas de la tradición europea, y de ritmos y culturas distintos a los occidentales. Dueño de una gama cada vez más vasta, adecuó sus temas clásicos a las vicisitudes que había experimentado el jazz y el gusto popular a partir de la segunda posguerra. Los hitos de esa resurrección de auténtico fénix se aprecian en los grandes conciertos que van desde la apoteósica presentación en el festival de Newport en 1956 al a las colaboraciones con otros músicos legendarios, como Count Basie, Charles Mingus, Max Roach y John Coltrane. De ese modo, logró que su antiguo catálogo y, particularmente, sus nuevas obras fueran apreciadas por los nuevos jazzistas, como Charlie Parker y Miles Davis. Interesado en formatos y técnicas de composición europeos, abordó el contrapunto —“Fugue-a-Ditty”—; estudió las posibilidades que ofrece la fragmentación y aprendió a urdir los motivos en estructuras más extensas.
Desde su primera actuación en la consagratoria sala del Carnegie Hall, Ellington había ambicionado mayor reconocimiento como compositor y no únicamente como director de orquesta, consciente de que ameritaba un sitio privilegiado dentro del panorama de la música norteamericana. Desde finales de los años cincuenta comenzó a escribir obras más complejas y artísticamente ambiciosas, como los tres conciertos sacros y la serie de suites. La creatividad personal fue indisociable de la habilidad para aprovechar las ideas ajenas, fueran aportadas por los miembros de sus agrupaciones o bien inspiradas por otros músicos; circunstancia que tácitamente reconoció en sus memorias: “Cuando he llegado a un punto donde necesitaba orientación, he tropezado con un amable guía que me indicaba el camino a seguir”. En sus suites se aprecia la curiosidad que mostró por otros estilos, otras tradiciones y sobre todo otras culturas. Músico con gran dominio del timbre, en estas obras asimiló y destiló el jazz latino y los ritmos criollos de América Latina, incluido México, como lo prueba esa gran composición poco apreciada que es la Latin American Suite, especialmente la pieza inspirada en los volcanes del Altiplano, “The sleeping lady and the giant who watches over her”, en la que es posible reconocer los acentos y las modulaciones de un estilo muy distinto al suyo. Al explorar las posibilidades de la percusión, presagia el sonido del jazz que se impondría en la década de los setenta. Si la versión de “Caravan” en Money Jungle es asombrosa por la transformación sonora, no lo es menos “Oclupaca” —anagrama de Acapulco— de la suite latinoamericana, por el contraste entre la percusión y la delicadeza de su melodía.
A cincuenta años de su desaparición física —que se cumplieron el 24 de mayo—, el legado de Duke Ellington continúa vigente. En una más de las paradojas que cifran su vida, en Estados Unidos abundan las celebraciones canónicas, desde conciertos brindados por orquestas hasta eventos académicos, lo cual es por una parte una suerte de justicia poética para quien fue desdeñado por el establishment cultural, pero también una manera de apropiación, y acaso de acallar ese elemento primordial de rebelión, erotismo y vitalidad que aún resuena en los gruñidos y jadeos de los metales de su orquesta. Lejos de estar olvidado y resistiéndose a esa canonización póstuma que convierte a sus elegidos en piezas de museo, sigue influyendo a nuevos músicos y siendo referencia por su estilo de composición. Al final, como la tortuga de la fábula, terminó rebasando en la posteridad a otros autores y artistas que en su momento proyectaban siluetas más prominentes y ambiciosas. Hoy, Ellington llega a su medio siglo de ausencia siendo la presencia más viva de la música norteamericana del siglo XX.
ÁSS