El poema es génesis, infinito y animal

En portada

Evocamos a Eduardo Lizalde con un retrato que consagra al amigo y al poeta que supo armonizar lo más alto y lo más coloquial.

Eduardo Lizalde, 1929-2022. (Foto: Martín Salas)
José Ángel Leyva
Ciudad de México /

Hablaba para el público de Casa de Poesía Silva de Bogotá como si en verdad los asistentes conocieran su obra desde siempre, pero la mayoría ignoraba su trayectoria. No obstante, era la lectura estelar del Festival Internacional de Poesía de Bogotá, el 27 de mayo de 2008. Por su edad, elegancia y porte altivo intuían que era un autor muy importante. “Grande y dorado, amigos, es el odio./ Todo lo grande y dorado/ viene del odio./ El tiempo es odio“. Su voz, potente y grave, cautivó al público que llenaba la sala y los pasillos.

Cuando concluyó su lectura, el poeta y ensayista bogotano Santiago Mutis, hijo del escritor Álvaro Mutis, giró el cuerpo hacia la fila detrás de la suya y exclamó: “Es un monstruo… es un monstruo”. Santiago había vivido años de su infancia en México a causa de su padre y había escuchado el nombre de Eduardo Lizalde, el gran amigo de José Revueltas, quien había padecido reclusión en Lecumberri como Álvaro Mutis, pero reconocía que no tenía idea de la dimensión poética del autor de El tigre en la casa. Lizalde había compartido el recital con Antonio Deltoro. Una noche mexicana de lujo en el barrio de La Candelaria.

A partir de ese momento, Lizalde atrajo los reflectores y se impuso como figura tutelar de la nutrida presencia mexicana en el Festival. Días más tarde, su voz se volvió a escuchar en la Catedral de la Sal en Zipaquirá. Su presencia crecía y crecía entre el público colombiano que fue a escucharlo incluso a uno de los bares donde leyó con poetas locales y mexicanos. De Eróticos y tabernarios se desprendieron los poemas que aderezaron esa noche el maridaje de versos y copas. Detrás de su apariencia aristocrática, fría y distante, Lizalde sorprendía a los jóvenes con un trato amable y con palabras de aliento. Quizá de todos los espacios donde había leído, era en el bar donde se le había visto más cómodo y sociable. A los mexicanos que lo acompañamos en el recital tabernario no cesaba de felicitarnos por los poemas elegidos.

Once años antes, Begoña Pulido y yo fuimos a buscarlo a la Biblioteca de México, en la Ciudadela, para hacerle una larga entrevista. Se le notaba incómodo, nos advertía que estaba muy ocupado y que solo podría brindarnos una media hora. La secretaria apareció en varias ocasiones para recordarle otros compromisos, pero el director de la Biblioteca la despedía para mantener una conversación en la que repasamos su vida y su obra durante casi dos horas: su pasión y conocimiento por la música, registrados en sus programas de radio, la filosofía, su militancia al lado de José Revueltas, a quien tanto admiraba y quería, su juicio a la experiencia juvenil de ese intento de vanguardia que expone en Autografía de un fracaso. El poeticismo (1981), el movimiento que fundó al lado de Enrique González Rojo y Marco Antonio Montes de Oca. Recordaba divertido que Enrique González Martínez, abuelo de González Rojo, les había advertido a los tres que tendrían la visita de Pablo Neruda. El poeta chileno llegó a casa y ellos demoraron su aparición. Luego desfilaron frente a él con absoluta indiferencia. González Martínez les reclamó su conducta y respondieron que se trataba de un versificador y no de un poeticista. Lizalde, por supuesto, reconocía que se había tratado de un desplante, de un gesto banal y no de un acto de rebeldía.

Lizalde, quien había nacido en julio de 1929, publicó La mala hora, su primer libro de poemas, en 1956. Entre la militancia política y los deberes matrimoniales —había asumido la paternidad muy joven— la escritura creativa había demorado en constituirse como parte definitiva de su quehacer vital. Muchos consideraban que se había cometido una injusticia al no incluirlo en Poesía en movimiento, la antología canónica realizada por Octavio Paz, José Emilio Pacheco, Homero Aridjis y Alí Chumacero. Lizalde manifestaba —y no solo en aquella entrevista— su malestar por el juicio sesgado hacia Paz. Reconocía que para 1966 él no era un poeta relevante y que La mala hora era justo eso: una obra fallida. No merecía figurar con otros poetas que habían demostrado ya su valía. Ese mismo año de la aparición de Poesía en movimiento se publicó Cada cosa es Babel. Un poema de largo aliento en el que Eduardo Lizalde hacía su aparición en el mapa de la poesía mexicana y se instalaba en la tradición de los poemas extensos y reflexivos, al lado de Sor Juana y de José Gorostiza, con Primero sueño y Muerte sin fin, por citar dos ejemplos mayores.

Junto a esa aclaración de una supuesta injusticia literaria, Lizalde reconocía su admiración y su amistad con Octavio Paz, quien también había gozado de los mismos afectos de su entrañable compañero José Revueltas. Esas mismas aclaraciones las reiteraría años después en una cena en mi casa como inercia de nuestro viaje a Polonia, donde también había sorprendido la potencia de sus versos y de su personalidad. El tropiezo de La mala hora y su demora en encontrar la voz que lo impondría como uno de los autores referenciales de la poesía mexicana. El tigre en la casa (1970) y La zorra enferma (Premio Nacional de Poesía de Aguascalientes, 1974) fueron ya, sin dudarlo, dos obras que lo pusieron no solo en el canon sino en el imaginario de los lectores, seducidos por la imagen del tigre y la capacidad plástica del discurso lizaldeano, que no venía a ser la extensión del tigre de William Blake o de Borges, sino la bestia del poema con sus propios impulsos y sus motivaciones particulares.

Eduardo Lizalde, autor de 'El tigre en la casa' y 'La zorra enferma', entre otros reconocidos títulos. (Fototeca MILENIO)

Arturo Rivera profesaba una admiración sin reservas por su cuñado el poeta Eduardo Lizalde, quien correspondía devoto con su escritura a la obra plástica de aquél. En ambos dominaba una atracción por la oscuridad y la belleza de lo terrible, por la perfección y lo monstruoso a la vez, por la elegancia y lo perturbador. Lizalde era un poeta que no solo cantaba, sino pintaba y pensaba. Rivera buscaba la poesía en sus inmersiones plásticas. La última vez que nos encontramos fue el 29 de octubre de 2020. Fuimos a despedirnos de Arturo Rivera en una mínima ceremonia luctuosa a causa de la pandemia. Ya era un hombre de 91 años y acusaba el peso de la edad y de la pena. No obstante, unos meses antes yo había impartido un curso en línea sobre la sentimentalidad oscura de su poesía en la Universidad Nacional de Colombia al lado del poeta Juan Manuel Roca. Yo no veía a un anciano sino a un poeta vigoroso que pintaba con mano firme la imaginación de los alumnos: “Qué sería de la tarántula, pobre,/ flor zoológica y triste,/ si no pudiera ser ese tremendo/ surtidor de miedo,/ ese puño cortado/ de un simio negro que enloquece de amor”.

Con la muerte de Lizalde concluye en gran medida el fin de un magisterio. Óscar Oliva es quizá el sobreviviente más notable de esa generación tras la desaparición reciente de la casi centenaria Dolores Castro. Recuerdo una comida en un restaurante del sur de la Ciudad de México en la que Marco Antonio Campos me incluyó: Rubén Bonifaz Nuño, Juan Gelman, Eduardo Lizalde, él y yo. Todos hablaban con sapiencia y entusiasmo de tango. Campos era con certeza el hermano menor de todos ellos, como lo fue de Alí Chumacero. Bonifaz estaba contento, sonreía con un dejo de melancolía. Se fue antes que los demás. Para romper el mutismo cuando las miradas se posaron en el plato con el pulpo a las brasas que Bonifaz Nuño había dejado intacto, Lizalde alzó su copa y dijo con su voz de trueno: por la poesía, por la vida.

El dibujo del Tigre*

Marco Antonio Campos es, sin duda, uno de los más grandes conocedores de la obra del autor de Cada cosa es Babel. Con su autorización publicamos el siguiente fragmento de una de las conversaciones incluidas en su libro La poesía de Eduardo Lizalde. Entrevistas y ensayos (1981-2004), publicado por Ediciones de Educación Cultura, en la que el poeta habla de la génesis de su poema “El tigre”.

El poema de “El tigre”, ese que empieza “Hay un tigre en la casa...”, surgió casi de golpe y fue el que dio la pauta para el libro (La casa del tigre). Salió casi como está. Las correcciones fueron mínimas, a diferencia de los otros poemas, que me llevó años pulir.

Para dibujar al tigre no busqué el remedo de los monstruos clásicos, sino los monstruos contemporáneos. Mis modelos se hallaban en las películas de terror: Frankenstein, Drácula, King Kong, en los cuentos de hadas... Cuando a Laurence Olivier le preguntaron cómo concibió a Ricardo III, repuso: “Viendo Pedro y el lobo de Walt Disney”. Esto me iluminó: Ricardo III es el sucedáneo del lobo del filme.

     Lo que rescaté en este poema y en todo el volumen con libros que me impresionaron en la infancia. Uno de ellos fue El libro de las tierras vírgenes, de Rudyard Kipling, que marcó también a Borges. Por eso hablo de Shere Khan, el monstruo terrible, el demonio mismo que aparece en estas páginas. Es el Moby Dick de la selva. Para saber sobre Shere Khan tuve que rastrear hasta en diccionarios de idiomas que desconozco, como el sánscrito.

     En suma: yo busqué (a eso alude el título: “retrato hablado de la fiera”) presentar una criatura descomunal y asesina pero también placentera, que no puede ser retratada porque tiene todas las formas. Es inasible e irrenunciable. Un terror flota en la atmósfera. ¿Cómo decirlo?: “Hay un tigre en la casa/ que desgarra por dentro al que lo mira”. Lo miras pero el tigre no está allí. Por las noches crece, pierde la cabeza con facilidad, anda como un loco. Así es la relación amorosa y la relación con la poesía.

     Una anécdota: en 1966 había publicado Cada cosa es Babel. Algún tiempo después alguien tocó a mi puerta. “No nos conocemos”, me dijo, “pero vengo a felicitarlo por su libro y por un poema que acabo de leer en la revista Diálogos”. El poema era éste: “El tigre en la casa”. Aquel joven salía para Europa y me prometió que nos veríamos al regreso. No fue así. Se mató en la carretera a Brindisi cuando iba a tomar el barco a Grecia. Se llamaba José Carlos Becerra.


*Título de la Redacción.

AQ

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