Invocación
Mi relación con la poesía de Eduardo Lizalde es extraña. Me parece imposible escribir sobre ella. Como si el hervidero de voces que borbota en sus aguas me impidiera destacar alguna en especial. Debo confesar, además, que me descubro tentado a hablar, más que de las cualidades poéticas, del personaje. Para quienes no sólo pedimos emoción al poema sino ante todo inteligencia y humor, es nuestro poeta. Mientras hay quienes prefieren a los adolescentes tumultuosos como emblemas de la rebeldía, yo suscribiría, en cambio, la entronización de Lizalde como deidad protectora de quienes elevamos nuestra copa ante la luna —o ante las lunas y las copas gemelas de los senos.
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Como a muchos de mis contemporáneos, su obra siempre me ha acompañado. Acostumbro releerlo y con frecuencia me sorprendo musitando versos, poemas suyos, que han arraigado no tanto en la memoria como en la sensibilidad. El timbre de su voz y la índole confesional de su enunciación —que el lector, ávido de hermanarse en la desgracia, desea autobiográfica—, hacen que su poesía sea una de las pocas que uno puede leer en las horas de auténtico infortunio.
Agréguese a ello el ejercicio del estereotipo y el cumplimiento de esos gestos rituales que nos caracterizan como hombres festivos, doloridos, iracundos. El alcoholismo como ascesis negativa y chantaje sentimental, el desgarramiento lacrimógeno, la cólera no exenta de ternura, el dolido autoescarnio y el desengaño y resentimiento contra la amada indiferente, lo convierten en el intérprete por antonomasia de quienes acusamos la impronta de la pasión. Sobre todo, de quienes empeñados en conservar las costumbres de nuestros padres y nuestros abuelos, con el cumplimiento de un cuadro cultural —la borrachera, el despecho— representamos un cuadro viviente —un tableaux— de conducta instintiva.
El sello ambiguo
Cuando apareció Fragmentos de un discurso amoroso, los entrevistadores acosaban a Roland Barthes. No era el penetrante aroma del éxito el que los atraía. Perseguían una confesión. La marca que justificara el atrevimiento de ponerse a hablar en seco, de amor, a estas alturas. Convertido el romanticismo en sedimento de nuestra educación sentimental, inconscientemente nos rehusamos a observar la distancia entre la obra y el personaje. Deseamos conocer al creador de esas fabulosas descripciones, de esa habla, penuria adolescentes. Buscamos en su rostro la geografía de nuestras horas infantiles, las cicatrices de las propias batallas pasionales.
Los reporteros ansiaban que Barthes admitiera la naturaleza memoriosa del volumen. Un libro sobre la pasión sólo puede ser auténtico si se funda en la experiencia. Uno le exige al autor que se abra la camisa y ostente la marca de los dientes y las zarpas, ese tatuaje que nos distingue cofrades de una secta. Sólo entonces aceptamos la validez del testimonio. Ninguna otra literatura exige el sello de la vida al calce. ¿No resuelve así la modernidad en tránsito a su superación la dicotomía entre arte y vida? En vez de la transformación del mundo, la conversión en espacio consagrado, la persona convertida en mundo. Utopía y aislamiento: dos caras del sujeto erótico. También, la ilusión individual como verdad del amor. Roberto Echavarren: “y no sabemos cuál es la relación entre ‘arte’ y ‘vida’/ salvo cuando el pelo de una gata en celo se eriza”.
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Barthes nunca borró sus huellas dactilares de la página. Vilipendiado por los absolutistas de la modernidad lingüística, supo muy pronto renunciar a la sistematización para ocuparse de la singularidad. Reflexión. Vertir su imagen, descomponer su imaginario, en superficies brillantes y múltiples. Su relación con el zen permite la caligrafía. Sobre una hoja de cerezo un paisaje. Temblor de luna/ en el fondo del lago/ mi cara huye. Pero la busca del reflejo —el origen del relato, del lenguaje y del Edipo, sentenciaría ese psicoanalista bárbaro en “Introducción al análisis estructural de los relatos”— no le lleva a integrar lo fragmentario en una totalidad, lo que impondría una coacción, sino a destacar precisamente el poliedro. De nuevo la luna: peces de agua o escamas en las ramas. El matiz no siempre es apreciado por la mayoría: el principio autobiográfico determina los intereses, pero no reduce el sentido de la escritura. Ni tampoco el escritor puede ser atrapado por sus líneas.
Cuando Philip Roger en el Playboy francés le pregunta si el enamorado que habla es realmente él —Roland Barthes—, este le responde: “El sujeto que yo soy no está unificado. Es una cosa que experimento profundamente. Entonces decir: ‘¡Soy yo!’ sería postular una unidad de uno mismo que no reconozco en mí”.
Completar el trazo
Sin importar nuestra competencia intelectual, tendemos a elogiar aquello que nos conmueve. ¿Cómo enfrentar una obra cuyas virtudes literarias parecen intrínsecamente unidas al motivo, más que a su expresión? Y sobre todo, ¿cómo nos relacionamos con un autor al que consideramos nuestro hermano, nuestro amigo, el compañero de conversación del adolescente que ocultamos bajo nuestros trajes y nuestros adustos, ya que no adultos, ceños? Los críticos de Eduardo Lizalde se dividen entre quienes elogian en su estilo la ironía, la inteligencia, la raigambre filosófica y el perfume vanguardista —sutil fragancia que emanan las flores que crecen en la frontera entre la nada y el silencio—, y quienes lo leen para reconocerse y en la lucidez de su límpida superficie hallan la mejor prueba de excelencia literaria. Acerca de El tigre en la casa, Miguel Angel Flores escribió:
Rabia, ironía, humor corrosivo, decepción, van sumando sus partes para hacer de la lectura de El tigre en la casa, una experiencia inquietante. Su lectura nos suma en un profundo malestar porque el poeta logra que su infortunio amoroso se convierta en un espejo que nos devuelve el brutal reflejo de nuestro propio infortunio amoroso. (1)
Por su parte, en la presentación de la entrevista Eduardo Lizalde/ La persona del poeta, Federico Campbell anotaba:
La emoción tal vez no sea una consecuencia respetable desde el punto de vista preceptivo. Al lector le sigue importando. Mucho. Y de ella parte para justificarse otra proclividad impúdica: el consuelo. Hay palabras y tonos en el poema que lo consuelan, que le revelan más acerca de la vida que todo Marcuse o todo Sade (o todo Igor Caruso). Estas impertinencias repugnarían seguramente a Ezra Pound (léase su Teoría de la poesía), pero si el poema viene a remover el mundo y el lenguaje del lector, si hay un instante en que ya basta de peste sentimental, si se calla, por pudor, ante los amigos, si se habla de otra cosa en las parrandas, lo único cierto es que a final de cuentas el lector se quedó a solas con el libro. (2)
Cualquier lector de Lizalde firmaría gustoso dichas opiniones. El juicio trastoca sus valores. Va de los elementos intrínsecamente literarios, ese centro moderno que impone la poética poundiana y suscriben los formalistas y estructuralistas: la autonomía del texto, su textura como supremo sabor, al blanco móvil de la sensibilidad lectora. Pareciera que estuviésemos ante un problema añejo. Y no. No se trata de la identificación o de un caso de transferencia. Al lector poco le interesa la raigambre personal del discurso; le interesa únicamente en tanto provoca en su ánimo determinadas reacciones. El valor textual dependerá entonces de su capacidad para representar una emoción que siendo íntima se convierte, merced al genio literario, en arquetípica.
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La paradoja que une a estos enamorados tan disímiles que son Eduardo Lizalde y Roland Barthes es que su literatura exhibe la naturaleza formal de todo discurso y la ascendencia tópica de la emoción. Ya no se trata de consignar un acontecimiento único sino de ofrecer un catálogo, una abertura a través de la cual podamos atisbar nuestro interior. Obras que parten de una vivencia privada para codificar una afección, ofrecen la posibilidad de colaboración a quienes son capaces de reconocer la sintomatología. Un discurso en clave que como ningún otro concita la condición vicaria mediante el previo cubrimiento del peaje de la experiencia. Un tópico que circula entre iniciados. No casualmente Barthes compara la compulsión del sujeto amoroso de conversar con otros enamorados con la conversación entre quienes han sido mordidos por una víbora. El suceso no se comunica, se comparte. No es tanto la personalidad de quien escribe sino la del escucha —lector o auditor—, la que se proyecta. Un discurso eminentemente íntimo se transforma así en un tejido abierto, libre y susceptible de ilación. Un mecano de las emociones. Para ilustrar el concepto de amor, Eugenio Trías en Tratado de la pasión no expone ejemplos sino invoca a la imaginación del lector. “Detengo por un momento mi pluma con el fin de que cada lector sitúe donde le plazca el curso de su reflexión, de su experiencia, de su recuerdo. Que no se me diga a posteriori que hablo de cosas abstractas ni que me refiero a situaciones sin verdadera relevancia objetiva”.
Lizalde se ha ocupado de destacar tanto la impronta autobiográfica como de señalar que este origen no reduce el sentido del texto. El lector de poemas suele creer que todo lo que dice el poeta tiene que ver con la persona del poeta, y no es así. Tiene que ver más frecuentemente con la persona del lector. (3)
Como Barthes, podría confirmar la presencia de sus peripecias vitales en el poema y rechazar, sin embargo, el carácter de testimonio. “El tigre en la casa trató de ser un espejo del infortunio universal de todo tipo de seres. No conseguí eso, por supuesto, pero conseguí un mosaico de infortunios entre los cuales estaban, obviamente, los que yo había padecido”. El valor no depende de la autonomía literaria —y aquí se anula la contradicción entre cosa y referente—, tampoco del incidente subjetivo —lo que permite recusar el dilema entre objeto y sujeto—, mucho menos se asienta solipsísticamente; el valor se convierte en moneda. Economía del derroche que adquiere de pronto visos mercantiles. Borges, ese hacedor paradigmático de este largo camino del autor hacia el lector, podía decir que un escritor compone con su obra un laberinto donde se aprecian las líneas de su rostro. Lizalde sabe que el rostro de un hombre es también la imagen del mundo y por ello sus versos son un universo que nos contempla. Somos nosotros quienes se encuentran implícitos, acezantes criaturas de tinta. Ello descubre que el infortunio amoroso, elegido voluntariamente —¿pero puede ser eso cierto?, ¿pudo el creador imponerse el tema o este surgió libremente y fue teorizado más tarde?—, según las insistentes confidencias de Lizalde, importa menos como impulso que como unidad mitológica de nuestro imaginario y como estrategia de lectura.
En una conversación con Eduardo Milán, Lizalde señalaba que la aspiración universal del poeta es “ser el habla de todos […] tiene que expresar todo lo que está en la atmósfera que rodea a los demás”. (4) Hay aquí una tensión imposible, propia de esa dialéctica hegeliana en la que Lizalde se reconoce. ¿Cómo el intelectual obsesionado con la arbitrariedad del signo lingüístico y con la relatividad de toda axiología y definición puede aspirar a la representación? Aceptando que su creación sólo tiene una validez histórica y por ende limitada. Si estamos de acuerdo con el autor, de que el último canto de Cada cosa es Babel enuncia la cualidad clarividente del poeta, podemos admitir que la intención al concebir un libro tan ajeno en factura y asunto a aquel, fue, más que conseguir una comunicación, expresar una emoción universal. “Por eso intenté que El tigre en la casa no fuera un libro personal, aunque estuviera nutrido en experiencias personales”. (5)
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El encuentro de un asunto universal permite que una vivencia pierda su condición de espécimen descubriendo en cambio la especie. Los fragmentos no ofrecen una revelación sino conforman espejos para el conocimiento del alma propia. Fragmentario es el libro de Lizalde aunque aspire a la unidad, como fragmentario porque aspira a la objetividad es Fragmentos de un discurso amoroso. Barthes asentó que su trama estaba compuesta por figuras; “una figura se funda si al menos alguien puede decir: ¡Qué cierto es! Reconozco esa escena de lenguaje. […] Es como si hubiese una tópica amorosa, de la que la figura fuera un lugar (topos). Ahora bien, lo propio de una tópica es ser un poco vacía: una tópica es, por estatuto, a medias codificada y a medias proyectiva (o proyectiva por codificada). Lo que se ha podido decir aquí de la espera, de la angustia del recuerdo, no es nunca más que un complemento modesto, ofrecido al lector para que se tome de él, lo agregue, lo recorte y lo pase a otros.” El discurso amoroso no puede ser, por tanto, coherente ni integrativo. Falto de horizonte, su despliegue es horizontal. Derroche, desperdicio, derrame, decurso: un cauce efímero, una fiesta de los sentidos sin sentido. Sus emociones son, por ello, susceptibles de representación. Y de interpretación. Como un drama o una partitura de vanguardia, su realización sólo se cumple en la asunción.
Al parafrasear el célebre fragmento de Heráclito en Cada cosa es Babel, Lizalde asienta su filiación intelectual
el pez no viaja nuncapor el mismo mar
y el mar tampoco bruñe o sala
nunca el mismo pez. (6)
El cambio incesante vuelve absurda la pretensión sistémica y por ello toda jerarquía, tanto en el ámbito amoroso como en el campo estético. La movilidad proscribe el anhelo de un orden inmutable y determina la imposibilidad de someter al amor, o a cualquier relato, a una exposición única y cerrada:
Pudiera ser el amor—la línea recta—
el camino más corto entre dos cuerpos
solo en el caso preciso
de que tales cuerpos
fueran fijos puntos
en el proteico espacio.
Pero cuerpos y puntos
no tienen casa permanente
ni dirección ni horario
en su universo. (7)
Barthes apuntaba la condición de semiólogo desquiciado del enamorado. Los signos aparecen y desaparecen sin que entablen una relación, una lectura que los redima del flujo. El discurso amoroso como un fenómeno posmoderno. La derrupción de las cadenas privilegia la intermitencia. El signo como un cuerpo. La imagen agotada en sí misma. En la película —sobre esa piel— una proyección alucinada. En la habitación vacía las sombras de los cuerpos se deslizan sobre las desnudas paredes. Sorprende que Barthes no advirtiera las posibilidades de esta irresolución y presente continuo. Lizalde sí. Sabe que a partir de esa indeterminación que en su calidad de personaje emisor de una enunciación amorosa propicia, puede urdirse una historia, múltiples historias, tantas como lectores haya:
Alguien me preguntaba por ahí qué cosa es El tigre en la casa como libro. Y por qué tocaba a determinadas personas por más diferentes que fueran. Yo decía que todo texto que atiende a estos temas amorosos, morales, carnales, es como un Rorschach, como la prueba que utilizan los psicoanalistas de la mancha de tinta. Un texto que expone atinada y desnudamente los problemas morales y más íntimos del hombre es esa prueba. Tiene que producir reacciones distintas en cada lector. Es una mancha que a alguien le parece una araña, a otro le parece una mariposa, a alguien un pájaro, una mano de un niño. Esto es lo que hace en mi concepto atractiva a la poesía. (8)
La actitud barthesiana implica varias estrategias. Una de ellas connota a la escritura como fuente de conocimiento. Espejo que exhibe la escisión, se vincula con la pulsión psicoanalítica, su asedio obsesivo al imaginario lacaniano. Indisociable de estas concomitancias se encuentra la dimensión política del desmantelamiento de los signos. La lectura como táctica. Descubrir qué hay detrás de la fachada es un acto subversivo. Semejante a indicar la desnudez imperial, patentizar el simulacro como estrategia alienante. Barthes decidió analizar el discurso amoroso porque nadie hablaba de él, excepto en los medios de masas. Destejer su urdimbre implicaba reconocer su presencia y otorgarle carta de ciudadanía. Una postura. Más allá del elemento autobiográfico, Lizalde elige componer un libro en torno a la desdicha amorosa para acceder a una colectividad. Y lo hace porque advierte que no sólo es un tema “de la poesía de Keats, de Shelley o de Dante, sino de los boleros mexicanos, de las canciones argentinas y uruguayas más conocidas o de los fados portugueses. El infortunio amoroso es lo que marca de manera más visible toda la literatura y toda la experiencia estética de la modernidad”. (9)
Wittgenstein en Garibaldi
El mérito de Lizalde reside en haber comprendido la universalidad del sentimiento amoroso, no sólo geográfica sino culturalmente. Como la muerte, es un sentimiento que no precisa de recipientes exclusivos. Al permear todos los discursos y afectar tanto a una sirvienta como a un príncipe —esa cofradía que Werther descubría al sentirse hermanado con el loco de las flores o el mayordomo enamorado de la viuda—, el amor disuelve las jerarquías y destruye la separación moderna entre alta cultura y artesanía. Mientras Barthes no acierta a expresar por qué los mass media, instrumentos de la alienación, se ocupan de difundir los síntomas de un sentimiento del que nadie habla y virtualmente subversivo, Lizalde se apodera, es decir, se vale, de los emblemas retóricos de la tradición popular para representar ese personaje melodramático en que los mexicanos nos reconocemos tan fielmente.
El ahogo moderno de Cada cosa es Babel, su problemática ontológica y sus disquisiciones tan contemporáneas de su época, que podríamos cifrar en la conciencia de la fractura entre el mundo y la conciencia y de la relatividad historicista de todo sistema y concepto, no desaparecen. Sólo que la oclusión encuentra una vía respiratoria, sólo que a la muerte del autor sucede el nacimiento del lector. La raíz cultista y el empeño analítico por desmontar la metafísica se contaminan ya no únicamente por el recurso del pastiche y la parodia de la tradición lírico-cortesana, la literatura erótica y los grandes relatos de amour fou, sino igualmente por la incorporación del bolero, el melodrama y el relato de cantina. Un procedimiento que une, más allá de las circunstancias biográficas, a Lizalde con Rubén Bonifaz Nuño y a Carlos Illescas (Jaime Sabines, lo sabemos, saludado por Lizalde como “tigre/ solitario experto antilirida”, llega al bar por otra acera). La modernidad se cierra sobre sí misma. La derrupción de jerarquías y el dominio de la diseminación distinguirán en adelante esta poesía, en apariencia tan ajena a la faceta ética del arte.
Gozoso, Lizalde no duda en parodiarse y en exhibir la máscara y la mascarada que lo distinguen como persona. Mientras interpreta al macho enamorado en esa ópera de amor trágico que es su libro mayor, revisita la tradición occidental. El petrarquismo, que idealiza a la dama a la usanza neoplatónica, se subvierte. Nada extraño: nuestro abuelo Francisco de Terrazas al legarnos su famoso soneto “Dejad que las hebras de oro ensortijado” imponía un sino a sus descendientes novohispanos. Lizalde ha señalado como el fundamento de su obra una suerte de dialéctica negativa, notable no sólo en sus creaciones de aliento filosófico, sino también en el tratamiento del tema amoroso. El tigre en la casa se beneficia de una retórica grandilocuente, una imaginería grotesca y tremebunda y de la ira y el rencor como sentimientos decisivos. Su asunto no es el amor sino el desamor, el amor que se deshace. Se urde mediante la oposición de dos tiempos. Al tiempo desvaído, como en el ensueño amoroso de Bambi, se oponen los trazos expresionistas del duro tiempo del desamor. Aquí se insinúa ya el verdadero tema, no sólo de este libro, sino del cuerpo entero. La muerte es el rostro del amor, la entrega última. Como pocos, Lizalde ha sido fiel a sus obsesiones y con frecuencia advertimos que sus poemas ofrecen refracciones de un único asunto. Él mismo se ha encargado de destacar la importancia que la lectura de Fernando Pessoa produjo en su ánimo y cómo esa línea “Dios es el nombre de otro Dios mayor”, lo impactó. Esa línea la ha asimilado y reescrito muchas veces, tanto en Caza mayor como en “Omelette de sonetos a la Góngora y a la Ricardo Reis”. El tigre en la casa participaba tanto del aprendizaje cultista —y son muchos los guiños a la erótica occidental, de Petrarca a Jules Ronsard, de Dante a López Velarde— como de la atmósfera de los lupanares. Las bodas de la alta y la baja cultura son oficiadas por una figura procedente de los sueños infantiles: Shere Khan. Ésta es una de las estrategias más evidentes de Lizalde: emplear recursos procedentes de otros lenguajes sin preocuparse de su pertinencia, atendiendo exclusivamente a su valor instrumental. En esta época en que el trans/curso se ha vuelto práctica corriente y el grado de posmodernidad de una obra se mide por sus elementos fronterizos, solemos olvidar que la poesía no siempre tuvo esta silueta. Lizalde advirtió la fuente común de boleros y sonetos, de trovadores y serenatas, y enlazó esas dos éticas que convierten a la mujer en dama y en perra, al amor en dicha y desgracia. Además, a la tradición renacentista incorpora la veta epigramática, que por lo demás signó las preferencias de su generación, para unir esas dos pasiones excluyentes y complementarias de la historia y el amor —en los poemas de Carlos Illescas y Gabriel Zaid, por ejemplo—. Estas asociaciones concitan el trastorno. Que los epigramas compartan el espacio con los sonetos cultistas indica el encuentro de dos tradiciones contrarias; no hay que olvidar que el epigrama, como la poesía goliarda o los poemínimos, cuyos acentos y giros reconocemos en el canto de Lizalde, son vehículos de una exaltación del instante y una crítica de los grandes relatos y sistemas.
Si la virtud literaria de estos libros está en su trasgresión y la conversión de los giros retóricos propios de la mitología del enamorado desgraciado en cualidades literarias, convirtiendo el cliché en un modelo capaz de provocar, mediante el concurso del lector en una herramienta de liberación, el infortunio lizaldiano, aunque se quiera universal, resulta estrictamente mexicano. Los títulos de algunos poemas y series poéticas acusan la impronta y la aspiración: los boleros, sobre todo el espléndido “Boleros Mexican Style” donde encontramos este comentario al encuentro de esas amorosas tradiciones:
Porque esta fina gentetampoco sabe lo que significa
sentarse así,
solito,
con ese ron de cepa deleznable,
sin quebrar en astillas contra el vaso
la más furtiva lágrima italiana
y sin oír más cantos que los de la rockola
—en general certeros por el tema traumático,
pero no por el arte—. (10)
Ese acriollamiento de una tradición eurocentrista y la promiscuidad de discursos no resulta exclusiva del mexicano. Poetas como Néstor Perlongher y narradores como Reinaldo Arenas o Manuel Puig se han valido de los mass media y el imaginario que moldean, para mostrar el revés de la trama, creando personajes traspasados por infinitos discursos y carentes de singularidad. Cada actitud está dictada por patrones y roles arquetípicos. Nuestros gestos forman parte de un catálogo. Pero en el uso literario de esos figurines hay una resistencia. Piénsese por ejemplo en la moda como signo político en “Que trine Eva” de Reinaldo Arenas (en Viaje a La Habana), o en el habla cotidiana llena de lugares comunes que al retacearse en “Cadáveres” de Perlongher se convierte en un documento que trasluce la pulsión del deseo y de la muerte. Al adoptar el tono conversacional y el prosaísmo, no exento de ademanes afectados y cursis —repárese en las alusiones a Bécquer o Acuña de este poeta, por no insistir demasiado en la remitencia al cancionero—, Lizalde consiguió convertir en un individuo vivo al enamorado emblemático de nuestra cultura popular.
En cierto momento Barthes habló del texto escribible como un texto susceptible de apropiación y lúdico, en el que se acepta una pluralidad de significantes al tiempo que se renuncia a la coherencia. Gracias a que el lector accede al suceso que llevó al autor a la escritura, la obra admite la coescritura. Lizalde ha insistido en la cualidad inconclusa de su poesía amorosa. La apropiación de códigos y de estereotipos populares le permite entablar esa simpatía y esa colaboración con el lector. El personaje como ideograma que se despliega por el mundo como un haz de significaciones.
Mediante esta estrategia, Lizalde descentró las nociones estéticas vigentes y resolvió el enfisema que amenazaba su respiración. El distanciamiento irónico y la cultura filosófica corrigen a su vez la amenaza latente de la impostación. Por su parte, la apertura cancelaba todo posible regodeo y ensimismamiento permitiendo examinar nuestros conceptos estéticos y definirlos dentro de la situación histórica. El amor, ese sentimiento plagado de tópicos, se vuelve íntimo, central y relativo. Y nos conduce a preguntarnos qué es el gusto, qué lo bello, qué la verdad, qué el arte. Porque al no haber respuestas para un asunto en especial, tampoco las hay para definir otros conceptos. Ese cuestionamiento sólo tiene una respuesta: el concierto de nuestras voces y la conciencia de la infinitud. Acaso por ello Lizalde abandonó los palacios de los grandes sistemas filosóficos para exponerse al sol de los misterios corporales; a un conocimiento distinto y no menos —acaso más— valioso que el que la razón nos prometiera.
Notas
- Miguel Angel Flores, Horas de recreo, UAM/Azcapotzalco, México, 1987, p. 67.
- Federico Campbell, Conversaciones con escritores, Sepsetenta, Diana, México, 1981. p. 70
- Ibid, p. 75
- Eduardo Milán, “Eduardo Lizalde: la poética impredecible (como el tigre)”, El semanario cultural de Novedades, núm. 199, 9 de febrero de 1986, p. 7.
- Ricardo Pohlenz, “En casa con el tigre”, El semanario cultural de Novedades, núm. 591, 15 de agosto de 1993, p. 2.
- Lizalde, Nueva memoria del tigre, letras mexicanas, FCE, México, 1993, p. 90.
- “Analíticos”, ibid., p. 255.
- Eduardo Milán, op. cit., p. 7.
- Eduardo Milán, op. cit., p.6.
- Ibid, p.182.
Sobre el gusto de Lizalde por unir lo culto con lo popular, llamo especialmente la atención hacia “Dichterlieb/oleros”, donde la barra divisora propicia la disemia y enlaza distintas formas y tradicionales musicales y culturales; “glosas de textos y de música, tanto de los lieder cultos del periodo romántico más grande como del periodo moderno, así como de canciones populares de México y del mundo”. Marco Antonio Campos, De viva voz (entrevistas con escritores), Premiá Editora, México, 1986, p. 47
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