Eduardo Sacheri: “Toda utopía tiene, en el fondo, una pureza muy ingenua”

Entrevista

En 'Nosotros dos en la tormenta', su más reciente novela, el escritor argentino narra los meses postreros del tercer peronismo en Argentina, una época poco abordada desde la ficción.

El escritor y guionista Eduardo Sacheri en Ciudad de México. (Foto: Ángel Soto)
Ángel Soto
Ciudad de México /

La literatura posee tal magnetismo que nos permite paradojas como ésta: Eduardo Sacheri es licenciado en Historia, pero elige siempre la ficción para contar el pasado reciente de su país. Advierte, sin embargo, que ficción e Historia no son antagonistas. “La ficción”, dice, “es una manera complementaria de repensar el pasado. Cuando estudiamos Historia, tratamos de edificar un conocimiento con dotes de verdad. En la ficción invitamos a una reflexión, a volver a pensar sobre algo, pero no a cambiarte de idea”.

     —¿La ficción no busca la verdad?

     —Para mí, no. Aunque muchas veces uno se topa con ficción que pretende instalar determinadas versiones como verdades. A mí, como lector, me incomoda mucho. Me parece que se rompe un pacto, que es una traición a las reglas del juego de la ficción.

Nacido en Buenos Aires (1967), Sacheri defiende que el pensamiento histórico reclama distancia temporal. El año pasado publicó Los días de la revolución, un libro de divulgación sobre los primeros años del siglo XIX en Argentina. De ese siglo, explica, “estamos lo suficientemente distantes como para ponernos a pensar con cierta rigurosidad. En la ficción no pretendo establecer una rigurosidad”.

Esa manera de concebir la literatura le ha permitido surcar con sus novelas periodos convulsos de la historia y crear, al mismo tiempo, personajes complejos y entrañables. Lo hizo, por ejemplo, con su debut, La pregunta de sus ojos, y con La noche de Usina, ambas adaptadas al cine.

Una mañana de julio, el escritor y guionista conversa con Laberinto en uno de los jardines del hotel donde se aloja en Ciudad de México. Ha venido a presentar su novela más reciente Nosotros dos en la tormenta (Alfaguara, 2023). Se trata de una historia que transcurre en 1975, el año previo al golpe de Estado que instauraría la dictadura de Jorge Rafael Videla. Atravesada por la violencia, la esperanza, el entusiasmo y las dudas, la novela cuenta el día a día de dos militantes de organizaciones guerrilleras con marcadas diferencias ideológicas. Los muchachos, sin embargo, mantienen su amistad mientras atestiguan las consecuencias de las acciones belicosas de sus respectivos grupos.

¿Qué te atrajo a ese momento particular de la historia de Argentina?

El silencio. Es una época profundamente silenciada en mi país, de la cual nadie quiere hablar, como si generase una gran incomodidad. En la ficción es muy poco visitada, tanto en la literatura como en el cine. Sin embargo, es un periodo profundamente fecundo en significados, en tomas de posición y en acciones extremas de los protagonistas. A mí me atraen bastante esas zonas poco frecuentadas. De la dictadura militar, con mucha lógica, se ha hablado hasta el cansancio, entonces siento que no tengo nada para indagar, para preguntarme o para proponerle al lector.

El 75 es un año que parece extenderse más allá de los doce meses, porque en Argentina ocurren muchas cosas.

Muchísimas, sobre todo desde la perspectiva de las organizaciones armadas, porque en ese año definen con absoluta rotundidad su estrategia política: la toma violenta del poder. Para ellas no hay pacto o acuerdo institucional que valga, porque consideran que la única manera de mejorar esa sociedad es por la vía de las armas. Además, tenían la certeza de que ese triunfo era inminente. Revisándolo 50 años después, no da la sensación de que, efectivamente, hayan estado cerca de lograrlo, pero ellos se sentían así. Para retratar a estos personajes y su universo, no hay mejor momento que ese por lo rotundo de sus acciones y lo desmesurado de sus certezas.

La percepción juega un papel importante en la novela. Quizás la cercanía con sus circunstancias impide que esos jóvenes vean la situación con claridad. Sin embargo, se perciben triunfantes…

Siempre que estamos dentro de un grupo muy sólido, los seres humanos tendemos a exacerbar nuestras convicciones, y probablemente a terminar en una versión tergiversada del entorno. Pero encima, estos chicos tienen una existencia muy clandestina, porque viven en secreto en sus células, y eso retroalimenta sus percepciones. El alejamiento de la realidad es todavía más dramático porque su contacto con ella está muy restringido. Y, al mismo tiempo, muy mediado por su aparato teórico. En la novela hay una discusión teórica frecuente. Estos jóvenes no son solo gente de acción; son gente que está todo el tiempo reafirmando la legitimidad de sus acciones dentro de un marco teórico.

Y, sin embargo, dentro de esas certezas exacerbadas, en la novela hay quien tiene dudas.

Más allá de que la enorme mayoría de estos combatientes estaban sólidamente convencidos de lo que hacían, me gustó imaginar un personaje que estuviera ligeramente movido de ese centro y que tuviera que convivir con sus contradicciones: ver las cosas desde la duda y no desde la certeza. Pero, al mismo tiempo, seguir por la inercia de las lealtades. Prefiere equivocarse con ellos que acertar sin ellos. Eso es lo que le pasa a uno de los dos personajes, mientras que el otro está seguro de cuál es el camino.

Portada de 'Nosotros dos en la tormenta', de Eduardo Sacheri. (Alfaguara)

Hablabas de la mirada retrospectiva. ¿Es posible hablar hoy de equivocaciones y aciertos?

Aunque tenga mis juicios de valor, preferí no meterme. Yo pude haber escrito esta novela desde el presente, con personajes que evocan aquel tiempo, con los sobrevivientes de esas células armadas pensando en su propio pasado. Voluntariamente no quise hacerlo para que la novela no quedara teñida de la reflexión posterior, ni de la mía ni la de los personajes. Es una novela en tiempo presente. No tienen ni idea de lo que hay más adelante y eso, me parece, vuelve más puras sus decisiones. Puras, mas no acertadas. Estos pibes no tienen ni idea que dentro de tres meses va a haber un golpe de Estado, que esos militares van a desatar una represión mucho más salvaje y más ilegal que la que ya están sufriendo por parte del gobierno constitucional de Isabel Perón. Yo afronté esta novela con la idea de no pontificar con mis propias ideas. Trato de no manifestar cuál es mi propia mirada en relación a ese periodo, sobre todo para no limitar al lector. Quien lee hoy, de acuerdo a sus propias elecciones y simpatías, podrá verlos como unos salvajes ingenuos o como unos combatientes convencidos, de acuerdo a que tengo una mirada más crítica o más empática hacia la lucha armada. Pero yo no quiero condicionar esas lecturas.

Independientemente de lo cuestionable que es recurrir a la violencia, hay algo enternecedor en el fervor con el que esos jóvenes defienden sus convicciones y la lucha que, para ellos, iba a desembocar en un mejor porvenir.

Es que toda utopía tiene, en el fondo, una pureza muy ingenua: la sociedad tiene un problema, para ese problema hay una solución y para esa solución hay un camino. Es tierna esa simplificación, aunque implique un dolor descomunal para propios y extraños. Hay algo que puede ser muy conmovedor y muy lamentable al mismo tiempo. En esos personajes no hay hipocresía. Uno puede estar en desacuerdo con sus postulados, pero no puede denunciar una incoherencia entre la teoría y la práctica. En eso son muy consecuentes.

Para documentarte, ¿hablaste con gente de ambos bandos?

Sí, para fortalecer el carácter coral de la novela. Pienso esta época como una sociedad que está sacudida por esas prácticas. Algunos de los miembros de la sociedad son sujetos y otros son objetos de esas acciones. Me hubiera parecido incompleto que faltasen unos u otros. Cuando hay un solo punto de vista, los seres humanos tendemos a empatizar con él. Hay una cosa muy humana y muy peligrosa en esa tendencia. La empatía nos hace humanos, pero al mismo tiempo nos hace correr el riesgo de aproximarnos a lugares terribles. Si hay una buena ficción construida desde un determinado punto de vista, puedo sentir que no tengo nada en común y sin embargo enternecerme por el destino de esos personajes.

Y eso nos puede hacer proclives al chantaje emocional, ¿no es cierto?

Lo somos. Inevitablemente lo somos. Tenemos que estar muy alertas para evitarlo. Cuando yo construyo una ficción, intento no solazarme en esa propensión a empatía.

Eduardo Sacheri: "La pureza es una abstracción que puede generar mucho dolor en cualquier ámbito de nuestra vida". (Foto: Ángel Soto)

Hay un aspecto relevante para la construcción de la novela: el lenguaje. ¿Fue para ti una preocupación consciente recrear el lenguaje de las juventudes de los años 70?

Sí, sobre todo porque dentro del lenguaje de la juventud de hace 50 años, estos muchachos manejaban una jerga particular. Ellos formaron parte de una generación —ni la primera ni la última— que consideraba que el lenguaje construía la realidad. No era lo mismo decir “vamos a hacer un secuestro extorsivo” que una “expropiación revolucionaria”. El primero es un delito; la segunda es un acto emancipatorio, consciente, voluntario y revolucionario. Del mismo modo, la clandestinidad militarizada en la que viven los hace, en los momentos militares de sus acciones, ceñirse a una jerga casi de combate. Ellos mismos se lo plantean como una necesidad. Me parecía que la manera de hablar tenía que reflejar ese mundo jerárquico y sumamente ideológico en el que ellos se movían.

La conexión entre las casas la de dos personajes centrales, Antonio y Alejandro, la describes como "un sendero propio y secreto". Eso es, en el fondo, la amistad: un sendero propio y secreto para dos.

Sí, sobre todo con su propio tiempo y su propia lógica, porque en principio esos dos jóvenes no tienen que verse. Es una violación flagrante a las reglas de la clandestinidad. Aun el trotskista, el más convencido y el más decidido, necesita ver a sus padres y necesita ver a su amigo. Ahí a lo mejor sí se desliza mi propia mirada personal: a los 55 años soy mucho más amigable con las dudas, con los acuerdos parciales, con la resignación en el mejor de los sentidos, y no con los grandes relatos, las grandes convicciones y esas narraciones puras. Estoy muy en contra de la pureza.

¿Por qué?

Porque en el fondo la pureza es una abstracción que puede generar mucho dolor, en cualquier ámbito de nuestra vida.

Eres profesor universitario. ¿Consideras que las juventudes hoy perciben la acción política con menos entusiasmo que las de los 70? ¿Hay un desencanto con la acción política?

Yo creo que sí, con los grandes relatos de transformación social. Sobre todo los que están vinculados con una transformación del modelo económico social imperante. Pero creo también que los jóvenes que me toca tratar hoy tienen sus propias reivindicaciones políticas, aunque no tengan que ver con esta faceta económica social, sino con cuestiones identitarias, sectoriales, reivindicaciones de género, por ejemplo. Eso también es política, en tanto apelación a la arena pública para el logro de un objetivo. Aunque sin la confianza en la vía armada, eso sí está totalmente deslegitimado hoy en día. Hay un repudio a la violencia física. Aclaro lo de física, porque habría que analizar la construcción del discurso desde lo verbal en las redes. Ahí no es tan pacífico. Pero al menos casi nadie reivindica tomar un arma para hacer nada.

Contar este episodio de la Argentina significó, en tu caso, volver a un momento de tu infancia. ¿Tuvo alguna relevancia esa memoria para efectos de la novela?

Sí, la tuvo. De hecho, la dedicatoria a mi padre tiene que ver con un recuerdo muy fuerte del año anterior. En el año 74, mi padre recibe una noticia tremebunda por teléfono y yo lo veo llorar. Nunca lo había visto llorar, ni lo vi llorar después. La llamada tenía que ver con una situación vinculada con la violencia política. Mi niñez estaba teñida de esa violencia exacerbada de la década del 70. Salíamos a jugar con las instrucciones de nuestros padres sobre qué hacer si había un paquete abandonado en la calle. Por supuesto que era un mito, ninguno de nosotros pateó una bomba, pero en nuestro imaginario las bombas estaban abandonadas en la calle. Escuchábamos un estruendo en medio de la noche y todos sabíamos que era una bomba. Y simplemente nos dábamos vuelta y seguíamos durmiendo. Hoy, por suerte, a nadie en mi país se le ocurre naturalizar que exploten bombas en la noche. Volver a reflexionar 50 años después sobre eso me parece interesante.

AQ

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