Edward Hopper: la soledad en compañía

Arte

El artista se volvió experto en evidenciar la deriva existencial que caracteriza a la sociedad contemporánea, hoy día más aislada y alienada que nunca, merced a que gran parte de su vida transcurre al otro lado de ventanas virtuales.

Edward Hopper, 'Morning Sun', 1952. (Wikimedia Commons)
Mauricio Montiel Figueiras
Ciudad de México /

I

En The Bay Window, grabado fechado entre 1915 y 1918, el artista estadunidense Edward Hopper (1882-1967) comienza a explorar uno de los motivos que seguiría representando a lo largo de su obra: la mujer sola junto a una ventana. Aunque se disuelve en la luz, la anciana tejedora exuda una belleza enigmática que quiero ver desdoblada en Cape Cod Morning (1950). Quiero ver a la misma mujer rejuvenecida en este óleo, como si el tiempo funcionara al revés: en lugar de incrementar su ancianidad le ha concedido la posibilidad de volver a ser la que fue. Las ventanas en saledizo fueron una de las principales obsesiones arquitectónicas de Hopper, y en August in the City (1945) aparece este motivo que el pintor halló cerca de Central Park, aunque la clásica mujer solitaria es remplazada por una escultura que fomenta el misterio. En House with Bay Window (1925), una acuarela muy poco conocida, la ventana en saledizo es el polo magnético de la composición: se diría que el elemento arquitectónico imanta a la mujer que avanza por la calle como si quisiera atraerla al interior de la casa vacía para aprisionarla por toda la eternidad.

II

Haunted House (1926) es una acuarela peculiar en la producción de Hopper, ya que resulta ser el único cuadro donde el artista se preocupa expresamente por los fantasmas. Un año antes, sin embargo, había pintado House by the Railroad (1925), su famosa mansión espectral que Mark Strand describe como “una tumba, un monumento a la idea de encerramiento, un majestuoso emblema de rechazo […] un elaborado ataúd bajo la luz del sol; brilla con un aire de cosa última, y no tiene puerta”. Igualmente espectral es la escalera que Hopper pintó el mismo año de House by the Railroad: la marejada oscura del bosque al que da la puerta abierta adelanta el mar de Rooms by the Sea (1951), otro lienzo que luce reclamado por fantasmas. Varias casas que Hopper pintó en la época de Haunted House parecen igualmente embrujadas: la de The Mansard Roof (1923), por ejemplo, o Haskell’s House (1924), que contribuyen a reforzar la noción de la arquitectura como albergue de presencias magnéticas que escapan a la vista.

Edward Hopper, 'Haunted House'. (Wikimedia Commons)
Edward Hopper, 'Haskell's House'. (Wikimedia Commons)

La fantasmagoría arquitectónica de Hopper se extendió a obras pintadas durante la Segunda Guerra Mundial: Solitude (1944) y Rooms for Tourists (1945), una dupla en la que es interesante notar cómo la oscuridad nocturna del segundo cuadro se anuncia —se vaticina— en el bosque del primero. ¿Cuál es el embrujo que Hopper intenta exorcizar con la representación de casas espectrales como las que figuran en Hodgkin’s House (1928), House on Pamet River (1934) y Two Puritans (1945)? ¿Será la soledad el único fantasma que ha poseído todas estas construcciones que nos extienden la invitación para habitarlas y convertirnos poco a poco en inquilinos invisibles?

III

Dos grabados que Hopper produjo en los años veinte, Evening Wind (1921) y East Side Interior (1922), muestran a sendas mujeres en posiciones similares —una desnuda y otra vestida— y dejan ver claramente la influencia de Johannes Vermeer y sus ventanas luminosas. En un óleo datado también en los años veinte, Moonlight Interior (1921-1923), Hopper regresa al tema de la mujer desnuda junto a la ventana, si bien en este caso la escena reviste un mayor misterio ya que el cuerpo femenino se ofrece a la luz de la luna para resplandecer. En otro óleo creado en esa década, Night Windows (1928), Hopper hace un cambio dramático de perspectiva y se coloca por fuera de la ventana junto a la que una mujer, intuimos, está a punto de desnudarse: el voyeurismo hopperiano halla aquí una cristalización sumamente fiel. Antes de asumir una postura netamente voyeurista, sin embargo, el artista pintó Eleven A.M. (1926), donde la desnudez es realzada —subrayada— por los zapatos negros que la mujer mantiene puestos para consolidar una de las representaciones más inquietantes de la espera.

Edward Hopper, 'Evening Wind'. (Wikimedia Commons)

El motivo de la mujer desnuda que se instala junto o frente a una ventana para encarar el mundo —¿para encararse a sí misma ante el mundo que la observa?— resurge en Morning in a City (1944) y A Woman in the Sun (1961), lienzos donde el cuerpo femenino se constituye como bello depósito del fulgor. La influencia de Vermeer en Hopper es incuestionable en Girl at Sewing Machine (ca. 1921), que hace eco de La encajera (ca. 1669-1670): aunque Vermeer no incluye en este célebre óleo una de sus ventanas tradicionales, es fácil intuirla gracias a la luz que baña la escena. Pero ¿qué espera la mujer de Cape Cod Morning, espiada por Hopper desde fuera de una ventana como la protagonista de Night Windows? ¿Esperará lo mismo que su gemela retratada dentro de su habitación en Morning Sun (1952), cuadro que exuda una desolación apacible?

Edward Hopper, 'Night Windows'. (Wikimedia Commons)

Mujeres y ventanas integran un matrimonio que cruza como relámpago la obra hopperiana, y en House at Dusk (1935) este matrimonio adquiere un desasosiego especial: empequeñecida por la distancia voyeurista, la protagonista está a punto de ser engullida por la noche y el bosque. En Hopper, escribe Gail Levin, “la ventana [sirve] como símbolo romántico del mundo que acecha más allá y a la vez como barrera que separa al espectador/voyeur del drama que ocurre en el interior”. La mujer junto a la ventana, así pues, deviene emblema de la espera por excelencia: esa espera que si se prolonga demasiado es capaz de transformarnos en fantasmas desdeñados.

IV

Justo porque las parejas hopperianas son captadas por lo general en actitudes de distanciamiento sorprende el grabado titulado Les Deux Pigeons (1920), donde hombre y mujer se abandonan resueltamente al amor para replicar quizá un deseo personal o un recuerdo íntimo, ya que Hopper realizó esta obra en Estados Unidos a partir de la memoria de sus tres estancias en París (1906-1907, 1909 y 1910). Hay quienes ven en este grabado, no sin razón, el modo en que el artista intentó ajustar cuentas con su fallida relación con Alta Hilsdale, una joven acomodada con inclinaciones culturales y sangre noruega oriunda de Minnesota. Oculto durante décadas, el amor frustrado y frustrante de Hopper por Hilsdale salió a la luz en 2013 a raíz de la publicación de My Dear Mr. Hopper, libro que reúne cincuenta y ocho cartas escritas entre 1904 y 1914 en las que ella frena sistemáticamente los avances del pintor, con quien sin embargo debió coincidir en París en más de una ocasión ya que él la inmortalizó en un retrato fechado entre 1904 y 1914.

A partir de 1923, año en que conoce a Josephine (Jo) Nivison, Hopper interrumpe sus galanteos: Jo se volverá su musa infatigable, la inspiración de todas —absolutamente todas— sus figuras femeninas. Atrás quedan los romances con Enid Saies (1906-1907) y Jeanne Cheruy (1915-1923) y, por supuesto, el amor no correspondido por Alta Hilsdale. Un mensaje que esta última envió a Hopper revela el grado de la pasión del artista: “Usted es el tipo de hombre que cree que una chica no puede ser platónica de manera indefinida / Pertenece a una especie masculina que ve a cada chica diseñada para corresponder afectos”.

Edward Hopper, 'Les Deux Pigeons'. (The Metropolitan Museum of Art)

V

Obsesiones y recurrencias hopperianas en cuatro cuadros.

     1. Soir Bleu (1914). El payaso que fuma un cigarro es una de las figuras más tempranas en la galería de seres solitarios del pintor. Su soledad podría disolverse gracias a la mujer —¿la prostituta?— que se le acerca.

     2. Automat (1927). Todo cabe en una taza de café sabiéndolo acomodar: hasta una vida entera. La mujer, probablemente insomne, tiene una posición muy similar a la del payaso de Soir Bleu. La silla vacía frente a ella hace eco de la silla ocupada en el lienzo anterior.

     3. Sunlight in a Cafeteria (1958). De nuevo hay una mujer ante una taza de café, sólo que en este caso se encuentra vacía. Aquí, a diferencia de Automat, la mujer está acompañada, aunque no sabemos si esa compañía le atrae. Un hombre la observa y también observa la calle.

     4. New York Office (1962). Veamos la calle donde se ubica la oficina: es semejante a la que recorta el ventanal de Sunlight in a Cafeteria. La luz también es parecida. Veamos a la mujer junto al teléfono: ¿esperará una llamada procedente de algún otro cuadro de Hopper?

     Uróboros. En Two Comedians (1966), óleo concluido un año antes de su muerte, Hopper se autorretrata como Pierrot. Hay aquí un eco visual de Soir Bleu, cuyo payaso melancólico también podría ser —por qué no— un reflejo del artista.

Edward Hopper, 'Soir Bleu'. (Whitney Museum of American Art)

VI

Two Comedians es el último cuadro de Hopper. El pintor se representa a sí mismo y a su mujer, Jo Nivison, como artistas de pantomima que se despiden de su público y tras los que acecha una misteriosa oscuridad. Es simbólico que el adiós hopperiano esté desprovisto de espectadores: como si el teatro donde los protagonistas se han presentado perteneciera a un mundo deshabitado, vacío por efecto de un cataclismo del que ellos aún no se enteran y en el que esos mismos espectadores llegaron quizá a atestiguar la melancolía del payaso de Soir Bleu, tan similar al propio pintor.

Edward Hopper, 'Two comedians'. (Wikimedia Commons)

Ávido espectador, Hopper fue un devoto de las artes escénicas y sus diversas manifestaciones, y por eso en su obra aparecen varios teatros en los que la soledad que lleva su marca inconfundible es explorada incluso en compañía. O cabría decir: sobre todo en compañía. Uno de los óleos donde se capta mejor esa soledad en compañía es New York Movie (1939): ha estallado la Segunda Guerra Mundial y, separada —escindida— de los espectadores que ven un filme impreciso, la acomodadora de una sala de cine está meditabunda, recordando quizá a un soldado que se marchó a Europa para no regresar jamás. No hay, sin embargo, mayor soledad que la de Solitary Figure in a Theater (1902-1904), cuadro temprano donde se asienta ya uno de los temas esenciales que el pintor frecuentaría obsesivamente en su carrera: la desolación de bordes metafísicos.

Cines y teatros desfilan a lo largo de la obra de Edward Hopper como escenarios donde se dan cita seres que viven su soledad en compañía de otros. El artista se volvió experto en evidenciar la deriva existencial que caracteriza a la sociedad contemporánea, hoy día más aislada y alienada que nunca, merced a que gran parte de su vida transcurre al otro lado de ventanas virtuales a través de las que observa y es observada en un vicioso círculo voyeurista concebido para no cerrarse.

AQ

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