Hace unos días se cumplieron cuarenta años de la muerte de Luis Buñuel, uno de los grandes cineastas del siglo XX, director de películas como Los olvidados (1959), Viridiana (1961) y Bella de día (1967). Parte del movimiento surrealista, en 1929 filmó Un perro andaluz y al año siguiente La edad de oro, ambas en colaboración con Salvador Dalí; en 1977 cerró su extraordinaria carrera de 32 películas con Ese oscuro objeto del deseo.
Entre los muchos libros dedicados a la vida y obra del cineasta nacido en Calanda, España, el 22 de febrero de 1900, destacan Mi último suspiro (Plaza & Janés, 1982), memorias escritas con la ayuda de Jean-Claude Carrière, y Luis Buñuel. Prohibido asomarse al interior (Joaquín Mortiz, 1986), que recoge sus conversaciones con José de la Colina y Tomás Pérez Turrent.
En ambos libros se escucha la voz del genio español destilando recuerdos sobre la familia, los amores, los amigos, el cine, reflexionando sobre la sociedad, el medio ambiente, el futuro, hablando de la vejez y la muerte. En las páginas iniciales de Prohibido asomarse al interior, De la Colina escribe: “Poco antes de morir, Buñuel se fue preparando para el trance: nos citaba a los amigos, nos regalaba algo que le había acompañado por años y ‘se despedía’, con la solicitud muy precisa de que ya no lo buscáramos. Era pudor respecto a su propio final. Ya nos había prevenido de cuál sería su actitud llegado el momento, y a veces añadía: ‘Entonces ya no hablarán ustedes conmigo ni mediante la tabla ouija’”.
En mi último suspiro las páginas finales son un desahogo, ahí está la certeza del próximo final y la curiosidad incesante. Buñuel un recuento de sus enfermedades y operaciones y expresa el horror que siente por los hospitales. “Mi salud se ve rodeada de amenazas. Y soy consciente de mi decrepitud”, dice sin asomo de sensiblería, y enseguida agrega: “Puedo establecer fácilmente mi diagnóstico. Soy viejo, esa es mi principal enfermedad”.
Rememora a los surrealistas, a los amigos mexicanos como el padre dominico Julián Pablo, quien con su gran fe en Dios reafirmó el “ateísmo sin fisuras” de su interlocutor. Para Buñuel la muerte era un enigma del que poco podía decir un ateo como él. “Habrá que morir con el misterio. A veces me digo que quisiera saber, pero saber ¿qué? No se sabe ni durante, ni después. Después de todo, la nada. Nada nos espera, sino la podredumbre, el olor dulzón de la eternidad. Tal vez me haga incinerar para evitar eso”.
La vejez, la enfermedad y la muerte, el temido tríptico del que Buñuel no rehúye hablar, como tampoco de su manera de irse despidiendo del mundo, como lo hacía poco a poco de sus amigos. “Desde hace varios años —escribe—, cada vez que abandono un lugar que conozco bien, donde he vivido y trabajado, que ha formado parte de mí mismo, como París, Madrid, Toledo, El Paular, San José Purúa, me detengo un instante para decir adiós a ese lugar. Me dirijo a él, digo, por ejemplo: ‘Adiós, San José. Aquí conocí momentos felices. Sin ti, mi vida hubiera sido diferente. Ahora, me voy, no te volveré a ver, tú continuarás sin mí, te digo adiós’. Digo adiós a todo, a las montañas, a la fuente, a los árboles y a las ranas’”.
Luis Buñuel murió en la Ciudad de México el 29 de julio de 1983, sus últimas palabras fueron para decirle adiós a Jeanne Rucar, su esposa a quien conoció en París 1925, convirtiéndose en el gran amor de su vida.
AQ