Georges Duby, en una de sus narraciones estéticas sobre la historia medieval, rastrea las cicatrices de los antiguos pobladores de los siglos XI y XII que siguen marcadas en los hombres y mujeres de la actualidad. Las conciencias de hace ocho o diez siglos no son tan distintas a las conciencias del presente. El ser humano sigue teniendo una relación complicada con su entorno. En el presente, no parece haber conseguido cumplir aún la utopía ilustrada de la ciencia que supera cualquier tragedia, y que junto con la tecnología lograría dominar la violencia de la naturaleza, volviéndose un ser omnipotente ante el espíritu trágico del apocalipsis. Escribe Duby: “la misma angustia, en relación con el mundo, domina todas las culturas. Ambas comparten un sentimiento general de impotencia ante las fuerzas de la naturaleza”.
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Aun con los avances médicos, no parece que hayamos logrado erradicar ni la enfermedad ni encontrar el elixir de la inmortalidad. Nos sorprendería entonces mirarnos al espejo y ver en cada uno de nosotros el parentesco con esas conciencias del año mil, que temían el galope acelerado del fin del mundo. Hombres y mujeres que, a su manera, también instauraron sociedades jerárquicas, en las cuales había jefes, hombres con “espada en mano” que velaban por su alimentación y seguridad, a la par de sabios, que eran filósofos o religiosos, finalmente mentes eruditas para el resto del pueblo, que leían las señales de los astros, los cambios del cielo y la naturaleza, para “detectar ahí las señales de dios”.
Estos sabios cercanos al año mil escribían crónicas más bien apocalípticas, porque leían todo cambio en el mundo animal, en el clima, o en la astrología, como una advertencia divina. “La aparición de un cometa, de una irregularidad, suscitaba inquietud. La súbita aparición de animales de dimensiones anormales, de monstruos, conducía a creer que algo ya no funcionaba en el mundo”, y era dios quien alertaba a los sabios a tener cuidado, a rectificar el rumbo, porque el juicio final vendría pronto. Y estos sabios eran quienes tenían la obligación de descifrar esos signos, de darles un sentido e informarle al resto de la población lo que sucedía.
No somos tan distintos a estos hombres del año mil, seguimos escuchando las campanas del apocalipsis ante cada incertidumbre bélica, económica o contingencia sanitaria. Después de tantos siglos, la amenaza por el fin del mundo no cesa, porque bien sabemos que, a pesar de la perfección de la tecnología médica, también se ha perfeccionado la tecnología bélica de grandes alcances. Sin embargo, el miedo es el mismo, un miedo que une hasta a las sociedades más individualistas. No es el miedo a la muerte individual. No es el miedo a la enfermedad incurable. Es un miedo más profundo, más originario, un miedo fraternal que nos iguala al resto de la humanidad: el miedo a la extinción.
Le tenemos pavor a eso que Paul Ricoeur llamaría “la muerte experimentada como el mal absoluto”, como la tragedia de la multitud, como el exterminio de una gran mayoría, la muerte que se respira a cada paso y ante la cual parece no haber mucha oportunidad para los sobrevivientes. Porque es ahí, en ese imaginario de la extinción, donde moribundos, cadáveres y vivos se confunden. Este es un miedo muy antiguo, el miedo al apocalipsis, un miedo que cada vez que suceden cosas como la contingencia sanitaria del Covid-19 que estamos atravesando no deja de provocarnos inquietud, de lanzarnos al imaginario de un futuro desgraciado, de aterrorizarnos ante la imposibilidad de que, a pesar de los avances científicos y tecnológicos, seguimos sin tener el control de un virus, un invasor letal que podría ser, en nuestro imaginario, el causante del Mal absoluto: la muerte en masa.
Ante la incertidumbre en tiempos de crisis, también somos como esos hombres del año mil, buscamos a nuestros “sabios”, a nuestras autoridades epistémicas. Para no tomar tanto Tafil buscamos en la red discursos aceptablemente lógicos que expliquen lo que está sucediendo. Pero también nos convertimos en esos sabios que debían encontrarle un sentido a las señales divinas, también especulamos sin mucha hondura y a la vez somos incansables consumidores de información de todo tipo. Acudimos a los “sabios contemporáneos” que han interpretado las señales de la naturaleza o los mecanismos de la pandemia, creyendo que así podríamos tener alguna certidumbre del tipo que sea, y al mismo tiempo tomar el papel de sabios y divulgar nuestras propias respuestas al resto.
Escribe el filósofo colombiano Nicolás Gómez Dávila, en uno de sus filosos aforismos: “La inteligencia aísla; la estupidez congrega”. Un aforismo que viene muy ad hoc a este tiempo, y que actualizaría de la siguiente manera: la inteligencia aísla, las redes sociales estúpidas, congregan. Con la reciente alarma por el Covid-19 estoy sorprendida de las teorías conspiranoicas que se han construido alrededor de la pandemia. No quiero negar que son muy creativas, pero no tienen la mitad de la inteligencia o complejidad que una novela de Stephen King o un filme de George A. Romero. No, estas tramas conspiranoicas que desinforman, están construidas por confabulaciones maniqueas en las cuales la situación es una lucha entre buenos y malos, entre la fantasía colonialista de los países poderosos frente a las economías subdesarrolladas. O incluso, en ficciones más originales, las medidas que han tomado países como Italia o Francia de controlar con el ejército a la población para evitar la diseminación y el contagio del virus son interpretadas como medidas que esconden algo, que pretenderían habituar a la ciudadanía al estado de excepción, en un mundo que, comenzará a repetir situaciones apocalípticas en aras del control de la población.
Pero hay otro tipo de teorías, como las especulaciones, sin fundamento, de que el Estado mexicano esconde cifras, que los hospitales estarán abarrotados de enfermos en una semana, y que esos “epidemiólogos”, que sí son expertos, nos mienten. Me parece muy inmediato asegurar una cosa así. Es peligroso que sin una sola prueba empírica y por supuesto, sin tener la mínima noción de la medicina, ni tampoco de cómo funciona o no el mercado global, se pueda citar a cualquier pensador, médico, crítico o lo que sea, para darle sentido a argumentos falaces y aparentar que lo escrito o dicho tiene una solvencia casi científica.
En tiempos de crisis, cuando los caballos del Apocalipsis galopan a la velocidad de un clic, también deberíamos tener la misma prisa para ser responsables al difundir y divulgar opiniones o teorías al respecto de la situación. Por favor, hay que adherirse, en lo mínimo, a una ética de la argumentación, esa de la que muchas veces ha escrito el filósofo mexicano Carlos Pereda.
SVS