En el tiempo de los números, las cifras son asunto de primera plana y nota principal en radio y televisión. Los números se erigen como parámetro o tendencia, como hechos presuntamente irrebatibles aunque generalmente no se verifican ni cuentan con instrumentos que permitan comprobarlos sin lugar a dudas.
Para gobierno y gobernados, las cifras valen como discurso triunfalista o se litigan para echar por tierra las cuentas alegres frente a una realidad rotunda y contrastante. Se rodean de gráficas y flechas verticales, ejecutan la matemática de lo abstracto.
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En la temporada de los números, el futurismo es el deporte predilecto. Sean pronósticos para el índice de crecimiento económico, el PIB, o de nubarrones en el IPC, la inflación, las unidades porcentuales entusiasman o decepcionan. Los números, así sean signos inertes, parafraseando a Sócrates cuando dijo, a propósito de la lectura, que los individuos recuperan lo que ya conocen cuando leen porque el saber no se forja a través de letras muertas, no procuran inducir sino que se usan para imponer una idea o fijar un estado de ánimo, son factores de resignación y las más de las veces de inconformismo.
El apogeo de los números se proyecta en la maquinaria del sistema. En esta época las cifras predominan en el espectro mediático y apuntalan el gran negocio de las encuestadoras, cuyos sondeos van a arrojar a las(os) contendientes presidenciales del año próximo como hipotéticos coordinadores de fallidos proyectos sexenales, ya que hay que ser ingenuo o realmente bobo para no reconocer que únicamente aspiran a regir, medrar con el desastre.
Las encuestas, como método de destape de candidaturas, son una patraña. No expresan nada ni a nadie representan pues el inventario es susceptible de trampas incontables, todas las que se pueda imaginar: del planteamiento de la pregunta a la selección de los encuestados, donde puede incluirse únicamente a los del bando favorito (el que paga o pega) e inflar el porcentaje con fantasmas y extraterrestres, a la corrección, el maquillaje o distorsión de resultados. Por su carácter de muestra, de escrutinio, la paradoja radica en la naturaleza de los propios números (¿tres mil opinantes determinan el pulso de treinta mil? ¿El tanteo, por sí solo, es mayoría?)
Nunca me han encuestado ni conozco a nadie que haya emitido su opinión. No ser parte del universo de las “preferencias” no es por ventura sino, tal vez, la recompensa por no militar en ningún partido, permanecer al margen de los chanchullos y no adherirse al rebaño de una pandilla o de un mesías.
No obstante, el simbolismo numeral de la estadística y de las encuestas produce un fenómeno curioso: la capacidad de decretar al número como realidad palpable, lo vago o impreciso como representación.
Volviendo a Sócrates y su axioma del texto como letras muertas y siendo la cifra un signo vacío, nebuloso, normalizamos la tragedia (violencia, secuestros, robos, homicidios, desapariciones, defunciones por enfermedad, registros de pobreza, feminicidios, todo sin nombre, rostro o biografía) o admitimos la falsa popularidad de una o un candidato; la ventaja o desventaja de una corriente; el índice de aprobación de un gobernante o la directriz del régimen. El número persuade o desmoraliza. Legitima hasta lo más abyecto (mayorías en el Congreso, digamos). La cifra es el método eficaz para apuntalar una verdad o una mentira, aunque por sí solo no constituye nada.
AQ