Robert Bresson escribió el guion de Al azar de Baltasar después de leer un pasaje de El idiota, de Dostoievski, aquel en el que el príncipe Myshkin menciona que del afecto que le inspiran los animales, siente un especial cariño por el humilde burro. Filmada en 1966, Al azar de Baltasar es una de las películas más conmovedoras del siglo XX: de pequeño, el asno Baltasar vive periodos de dulzura como mascota, pero al crecer padece un sinfín de sufrimientos que culminan en una muerte atroz.
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El filme de Bresson no solo se enfoca en las tribulaciones del cuadrúpedo. También traza un paralelo con la aflicción humana, en especial con el personaje de Marie, protectora de Baltasar y, a su vez, maltratada por un novio displicente. (Marie fue interpretada por Anne Wiazemsky, futura escritora y esposa de Godard).
En “Los burros del arenero”, el capítulo 130 de Platero y yo, el alter ego de Juan Ramón Jiménez le dice a su querido jumento: “Mira, Platero, los burros del Quemado; lentos, caídos, con su picuda y roja carga de mojada arena, en la que llevan clavada, como en el corazón, la vara de acebuche verde con que les pegan…” La estremecedora imagen de la cotidiana crueldad rural, contrasta con la ternura con que ese narrador se dirige a su borrico. Un rucio de “barriguilla de algodón” con el que recorrió de extremo a extremo los paisajes de Moguer.
Eo (2022), del director polaco Jerzy Skolimowski, oscila entre los sinsabores de la película de Bresson y la voz poética de Juan Ramón Jiménez, porque la fotografía de Michal Dymek construye una lírica visual en las desventuras que afronta un pollino de ojos tristes. Criado en un circo del que fue estrella de un número coreográfico de muerte y resurrección, Eo es liberado repentinamente por la ley contra el maltrato animal. Separado de Kasandra, su amorosa entrenadora que evoca al amo de Platero, el borrico se embarcará en un periplo de experiencias agridulces. Sea en las granjas, en el bosque, en las autopistas y las haciendas; sea en las villas o ciudades, los transportes y caminos por los que sus patas marchan en un trote cadencioso, Eo simboliza a un peregrino cuya orfandad reafirma el juicio del príncipe Myshkin: la humildad o la nobleza del asno, la inocencia de un ser frágil.
La soledad, desde la incierta percepción de Eo, quizá solo se alivie en la búsqueda estoica del hogar. La piedad, desde sus ojos afligidos, no distingue de hombres o animales: Eo parece comprender el dolor ajeno por instinto. La angustia es como un vientecillo que se desliza por su pelaje. Los recuerdos germinan en los ruidos, los olores, el sabor de la hierba con que Eo alimenta el ánimo de reencontrarse con Kasandra, aunque el miedo sea la nota constante de esa quimérica reunión. Lo azotan casi hasta la muerte en un pueblucho, el horror se multiplica en el último punto del trayecto. Incorporado por error a un tropel de reses, Eo disminuye el trote y con la cola entre las patas, se pierde en el matadero.
En Crimen y castigo, Dostoievski cuenta que en la infancia, Raskólnikov presenció cómo Mikolka, el borracho de la aldea, mató a un caballo a latigazos. El niño abrazó y besó al corcel. Con lágrimas en los ojos, le pidió perdón.
Nietzsche hizo lo mismo cuando atestiguó la tortura de un rocín por el fuste de un cochero. Ese episodio, que los imbéciles suelen relacionar con la locura del filósofo alemán, inspiró la película El caballo de Turín (2011), de Béla Tarr y Ágnes Hranitsky.
Eo es una sutil invocación de Al azar de Baltasar, y tal vez, un homenaje a Platero y yo. Imposible no recordar, durante el fundido en negro en que desaparece el asno, esas palabras de Juan Ramón Jiménez: “La barriguilla de algodón se le había hinchado como el mundo, y sus patas, rígidas y descoloridas, se elevaban al cielo. Parecía su pelo rizoso ese pelo de estopa apolillada de las muñecas viejas, que se cae, al pasarle la mano, en una polvorienta tristeza…”
AQ