William Blake dijo que “el tiempo es la misericordia de la eternidad; sin la rapidez del tiempo, que es la más rápida de todas las cosas, todas serían un tormento eterno” y no hay martirio más prolongado que el parto de una obra: el proyecto, el desarrollo y otro periodo no menos extenso en que el escritor, el músico o el pintor afinan el producto preliminar para luego abandonarlo. De lo contrario, el embrión eterno se convierte en un fantasma. Sin embargo, hay obras que surgen de improviso y con urgencia, quizá es por eso que Michel Tournier equipara a la inspiración absoluta con el viento paráclito, la voz del cielo.
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Escrita a lo largo de 26 días en 1866 y publicada al año siguiente, El jugador es una de las novelas más intensas, pese a su brevedad, de Fiódor Dostoievski, pues se basa en su propia adicción a las apuestas, gusto que le acarreó deudas y dolores de cabeza. La rapidez para escribir esa novela tal vez se debió a una plegaria para conjurar la obligación que contrajo con el editor F. Stelovski pues, de lo contrario, éste se haría con todos los derechos de su obra posterior, hasta por un periodo de nueve años. El lado romántico del asunto es que debido a la premura del trabajo, el autor de Crimen y castigo (libro que, por cierto, escribió simultáneamente con El jugador) conoció y se enamoró de la taquígrafa Anna Grigórievna, quien sería su esposa.
El viento paráclito que bendijo a Dostoievski no es un caso único: la primera piedra en el camino de Sherlock Holmes fue Estudio en escarlata (1887), de Sir Arthur Conan Doyle. La redacción duró solamente tres semanas y se publicó al año siguiente en el magazín Beeton’s Christmas Annual, ilustrada por David Henry Friston. Los honorarios que Conan Doyle recibió por su relato de misterio fueron de 25 libras pero tal vez escribió tan rápido por la desesperación (y una santa voluntad) por presentar a los lectores la fascinante astucia de su famoso detective.
Entonces pienso en William Faulkner: se ganaba la vida como bombero y velador de la central eléctrica de la Universidad de Misisipi, cuando esa contundente energía le llevó a escribir su quinto libro, Mientras agonizo, en el tiempo récord de seis semanas, si tomamos en cuenta que se compone de cincuenta y nueve capítulos en los que tienen voz quince narradores, un asombroso tour de force por los complejos y las mentalidades egoístas de la sociedad rural americana, algo que Jack Kerouac intentó, sin éxito, en The Town and the City, su primera novela. Lo que Kerouac requería era una brisa rápida, contundente, y eso fue lo que le sucedió con En el camino, cuya parte sustancial le tomó solo tres semanas, cuando se encerró a piedra y lodo frente a la máquina de escribir equipada con un inmenso rollo de papel.
Volvamos a Conan Doyle. En Las aventuras de Sherlock Holmes, anotó que el cerebro es como un ático vacío que debemos amueblar pero, con el tiempo, olvidamos la funcionalidad y terminamos amontonando conocimientos, experiencias inservibles. Eso provoca un desbarajuste. Por tanto, “el artesano hábil tiene muchísimo cuidado con lo que mete en el ático del cerebro. Solo admite en el mismo las herramientas que pueden ayudarle a realizar su labor; pero de éstas sí que tiene un gran surtido y lo guarda en el orden más perfecto. Es un error el creer que la pequeña habitación tiene paredes elásticas y que puede ensancharse indefinidamente”. El aire expande. Infla. Aumenta.
Me parece que a eso se refiere Michel Tournier al comparar al pensamiento, la creación, con la corriente que percibieron los apóstoles de Cristo cuando los visitó el Espíritu Santo: una teoría eólica en que la musa es suave o impetuosa. Fresca e invisible.
AQ