Desde que comenzó la invasión rusa a Ucrania, me ha dado por recordar el desánimo de Yakov Bok, el protagonista de El reparador, la subyugante novela de Bernard Malamud. Bok es un judío cuya mala estrella lo precipita a emigrar a Kiev (su esposa se fugó con un gentil, en su pueblo es imposible salir de la pobreza, y él anhela libertad, la emancipación de una comunidad que no comprende a los librepensadores. Su mentor y modelo existencial es Spinoza), donde vivirá el infierno mismo. Encarcelado por un asesinato que no cometió, Yakov Bok sufre indecibles tormentos que ponen a prueba su fe, su intelecto, su instinto de supervivencia, su dignidad y honorabilidad.
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Convertido lentamente en un despojo por los guardianes, el alcaide y el fiscal, Bok se niega a resignarse al sacrificio y en vez de mantener su cabeza en blanco, evoca las ideas de Spinoza, repasa el Antiguo y el Nuevo Testamento, los únicos textos a los que tiene acceso en la prisión, y medita, una y otra vez, ciertos capítulos de la historia rusa y la del pueblo judío, de los que se entera a través de sus abogados (son tiempos del zar Nicolás II, una época de feroz antisemitismo). Bibikov, su primer defensor, le habla de la inclemente situación de Ucrania como parte del imperio ruso, y sentencia: “Rusia es una nación atormentada, compleja, ignorante, impotente. En cierto sentido, todos estamos prisioneros”, la última frase es una forma de compensar, o de solidarizarse, con la congoja de Yakov Bok.
Pero el reo sabe que “las heridas más hondas nunca mueren”, y aunque Ostrovsky, su segundo abogado, le explica ampliamente cómo fue que las Centurias Negras, la banda de grupos reaccionarios que aplastaba movimientos obreros y campesinos, que se oponía a todo tipo de reformas y, asociada con la autocracia zarista, depredaba a favor de sus negocios, se convirtió en el principal verdugo de las minorías, los judíos principalmente, Yakov nunca deja de rumiar y maldecir la extraña urdimbre del destino. Así expone Malamud, tal enredo del porvenir: “Cuando uno sale de casa, se encuentra al aire libre; llueve y nieva. Nieva historia. Lo cual significa que lo que le ocurre a alguien se inicia en una red de sucesos fuera de lo personal. Cuando uno llega, la cosa ha empezado ya. Todos estamos en la historia, esto es indudable, pero algunos están más que otros”.
Seis semanas de destrucción y de asesinatos de civiles ucranianos a mansalva. Mes y medio de un abultado y ominoso expediente de crímenes de guerra por parte de las tropas rusas, es lo que va del saldo de la locura bélica de Vladimir Putin, quizá porque en su estrechez psicológica y moral, malinterpreta esa idea de Marx, “la guerra es la locomotora de la historia”, y prefiere desplazarse en el ferrocarril de Nicolás II, que en 1905 se enfrentó a Japón y terminó perdiendo en el estrecho de Tsushima.
Hay quienes sostienen que Ucrania es el genuino ganador en lo que va de enfrentamiento. Difícil considerar tal conjetura, pues al momento de escribir este artículo, una bomba rusa cayó en la estación de tren de Kramatorsk, matando a 52 ciudadanos que intentaban salir del territorio; Volodimir Zelensky denuncia que Mariupol quedó en cenizas y con decenas de miles de cadáveres; la ciudad de Chernihiv podría ser uno de tantos museos de las atrocidades del ejército de Putin, y se espera un fuerte golpe ruso en Donetsk y Lugansk, como preludio al combate decisivo en el Donbás, bajo las órdenes del nuevo comandante, Alexander Dvornikov, considerado un carnicero de civiles por su intervención en Siria en 2015.
Ahora, Ucrania entera es como el sórdido calabozo de Yakov Bok en Kiev. Ahí todos están presos, con la lluvia del peligro que les cae como la historia, con la muerte que les nieva por la historia, y les lacera el cuerpo y el espíritu dejando, desde ahora, esas hondas heridas que nunca mueren.
AQ