El cine, la patria de José de la Colina

José de la Colina (1934-2019)

De la Colina incursionó en la producción cinematográfica, fue profesor de Análisis en el CUEC y tuvo algún crédito parecido al del guionista en varias películas.

José de la Colina fue un cinéfilo apasionado. (Foto: Mónica González)
Praxedis Razo
Ciudad de México /

I. Devoción

“El cine es mi única patria”, decía el maestro José de la Colina a quien le comenzara a rascar por ahí. Incluso, a pesar de que también gustaba de andarse por las ramas —“es la mejor manera de conocer un árbol”, complementaba—, sus charlas casi siempre finalizaban en el cine. No por nada uno de sus cuentos más leídos, más importantes en su bibliografía, “La tumba india”, queda ya para la posteridad con su epígrafe: “Al margen de Fritz Lang”.

Cinéfilo apasionado, supe de él mismo que el hermético Imperio (2006), de David Lynch, lo había emocionado profundamente, y lo tenía postrado en sus pensamientos a grado tal que lo había agripado. Un filme lo podía poner así, para bien o para mal. Otro día, cruzándome con él afuera de Adiós al lenguaje (2014), de Jean-Luc Godard, se le veía exasperado detrás de los lentes de tercera dimensión: “Ya hay que pagar por no ver a Godard”, iba repartiendo esa propaganda a la salida del cine.

Como crítico de cine no le gustaba que lo trataran, pero, como él también solía decir glosando otra película, su pasado lo condenaba. El poder de atracción que causó y aún provoca la revista Nuevo Cine —atinadamente editada casi en secreto y en facsímil por la UNAM desde 2015—, lo dejó como uno de los cirujanos mayores del cine de Hollywood, al que siempre le fue fiel.

Ya en el primer número de esa efímera y potente revista, de enero de 1961, donde “los firmantes (cineastas, aspirantes a cineastas, críticos y responsables de Cine-Clubes)” hacían un pliego petitorio para desarrollar una cultura cinematográfica en México, De la Colina le escribió una inigualable carta de amor a Cyd Charisse, que también era una valoración extrema para el musical norteamericano.

En ninguno de los siete números que duró Nuevo Cine dejó de darse gusto con películas que lo definirían toda la vida. Ahí está una desbordante revisión de la novedad asombrosa que fue Sin aliento (1960), de cuando sí pagaba por ver a Godard: “Este es un film tan decididamente nuevo que uno siente envejecidos e ineficaces todos los supuestos de la crítica”, anotó al comenzar la reseña condenándose a sí mismo en el futuro. Ahí quedaron también los dos importantes números dedicados a la intensísima y devota revisión del cine de Luis Buñuel, cuya vida y obra estarían ligadas desde entonces, y ya tenuemente desde antes, a la de Pepe


II. El devoto

Buñuelista como pocos, a los 16 años hizo pruebas para el papel de Pedro en Los olvidados (1950) tan solo para ver “cómo trabajaba un cineasta maldito del que hablaban los libros sobre cine”. Escribió a esa misma edad un panfleto como el famoso que Paz repartió en Cannes a favor de la mirada de don Luis sobre nuestra podredumbre institucionalizada, y luego de que Buñuel lo corriera de su casa acusándose mutuamente de reaccionarios hacia los 34 años del escritor, le haría una de las más vehementes entrevistas sobre su cine a lo largo de dos años, al lado de Tomás Pérez Turrent, que acabaría siendo Prohibido asomarse al interior (1986), texto pionero de los estudios buñueleanos.

Luego de jornadas extenuantes que se imponían en la Cerrada de Félix Cuevas con mil preguntas sobre detalles que, a ratos, desconcertaban hasta al mismo Buñuel, él les propuso cerraran el proyecto en su locus amoenus particular en San José Purúa, Michoacán, donde De la Colina tuvo una valiosa revelación sobre el cineasta: “Una tarde dejamos el restaurante para buscarlo en la terraza, que daba a pico sobre un barranco exuberante de vegetación tropical. A unos diez metros de distancia de él, nos detuvimos respetuosamente, sin saber muy bien por qué. Estaba sentado junto al pretil de la terraza, de perfil respecto a nosotros, respirando más que viendo el paisaje bajo el pleno sol. En ese lugar precisamente había filmado algunas escenas de su Robinson Crusoe, y eso parecía él: Robinson que había recuperado su isla y dialogaba silenciosamente con ella, a la orilla de la Historia y hasta del tiempo”.

Esa admiración y ese encuentro son unas de las más bellas interlocuciones que Luis Buñuel tuvo en su vida. Ese libro, Prohibido… —conseguible aún, hay que nadarlas, en librerías Educal—, no hay que dudarlo más, es una de las formas más elocuentes en las que se ha manifestado el amor, la cinefilia mayor.


III. Algo como un guionista

Vibrante siempre, De la Colina también incursionó en la producción cinematográfica. Como escritor cercano al mundo del cine no tardó, luego de ser profesor de Análisis en el Centro Universitario de Estudios Cinematográficos, en tener algún crédito parecido al del guionista en varias películas (eso sí, ninguna de Paul Leduc, como lamentablemente Procine mencionó en un tuit sin retractarse al lamentar la muerte de don José).

De la seriedad de Los nuestros (1969), película de inspiración fuera de la órbita industrial, hecha para el universo de los 16 mm y a un bajo costo, hasta la enormidad elocuente de El corazón de la noche (1984), manufactura rescatable de uno de los peores momentos industriales del cine mexicano, José de la Colina firmó, siempre en colaboración, cuatro películas de Jaime Humberto Hermosillo; las otras dos son la caótica adaptación de Stevenson El señor de Osanto (1974) y el misterioso melodrama inundacional Naufragio (1978).

Para este capítulo de su vida también De la Colina tenía otra “justificación”: todas las historias partían de desvelos de él, de charlas automáticas que el cineasta hidrocálido acababa por materializar haciéndole el favor de poner su crédito en la pantalla, pero toda solvencia del filme, afirmaba sin tapujos el maestro, era únicamente labor del realizador: las entrevistas de Mil nubes cine, hechas por Julián Hernández y Roberto Fiesco, constatan ese gran desmarque.

Si Hermosillo lo invitó a acreditarse en el cine por haberse quedado deslumbrado en su clase del CUEC, Luis Alcoriza, también buñuelista, lo invoca en su capítulo “Esperanza” de Fe, esperanza y caridad (1975), precisamente por las correspondencias y los diálogos que había entre De la Colina y Buñuel, aunque esa colaboración no tuvo gran relevancia.

Promotor del mundo cinematográfico, queda el testimonio de que a él, a su generación y a él, se le debe la fundación de la Cineteca Nacional. Eso es una discusión abierta.


IV. The End

Hay que agregar algo importante a su labor como divulgador de una cultura cinematográfica mexicana sólida, piedra angular para entender el estado de la misma, para entender los llenazos en las salas dedicadas al cine menos comercial, para entender también a los cineclubes más avezados: a la muerte de su amigo Salvador Elizondo, él, al lado de Paulina Lavista y Gerardo Villegas, abrieron la caja de Pandora llamada Apocalipsis 1900, excéntrica película experimental como ninguna en México, con la que en 1965 Elizondo pretendió inaugurarse en la filmografía nacional.

A José de la Colina le debemos la libre interpretación de la frase en francés (toda la película está hablada en ese idioma) con la que concluye el filme, “Un film mexicain, voilà!”, como “Ésta también es una película mexicana, cabrones”, al comentarla en la Sala Manuel M. Ponce el día de su presentación, el 19 de marzo de 2007, para recordarnos que en los años sesenta una película como ésa era inconcebible siquiera para pensarse al lado del nombre del Indio Fernández o de un ciclo dedicado a la Revolución mexicana.

En uno de sus últimos libros, Muertes ejemplares, de 2004, volvió magistralmente a una de sus primeras y más constantes obsesiones creativas: el cine. Hay cuentos dedicados a Marilyn Monroe, está el magistral monólogo de la caída del rey Kong, un párrafo pensado por el animal más grande imaginado en Hollywood mientras cae del Empire State, y la grata condena de San Pedro que, por quedarse mirando cada uno de los movimientos diabólicos de Tongolele, llegada al cielo, “trastabillara y cayera al infierno”.

Así concluía, cinéfila, su obra literaria, y así creo que le hubiera gustado que se le recordara a estas alturas: “Y queda en mí el eco del portazo, y parpadea en mi mirada Buster Keaton, solitario en la noche, oyendo las innumerables puertas que se abren y se cierran.

“Como disparos. Como la descarga de los fusiles.

“Una y otra y otra vez y nunca por última vez”.

RP

LAS MÁS VISTAS