"El Colegio Madrid" | Un recuerdo de José de la Colina

Memoria

En estos días de regreso a clases, recuperamos estos recuerdos que se trasladan a 1941, año en que nació una de las más entrañables instituciones educativas fundadas por los republicanos españoles en el destierro.

La vieja ubicación del Colegio Madrid, en Mixcoac. (Foto: La Ciudad de México en el tiempo)
José de la Colina
Ciudad de México /

Según mis lecturas, los colegios que aparecen en las novelas que tratan de la niñez, de los años de iniciación, suelen ser duros, autoritarios, grises, fríos, verdaderos purgatorios y aun infiernos por los cuales pasan los protagonistas: pobres niños de Dickens, de Galdós, de Dostoyevski, de Joyce, chiquillos prisioneros, prematura y dolorosamente adultecidos. O pobres niños de D’Amicis, acaso no del todo infelices pero férreamente obligados a obedecer moralejas, sermones cívicos y patrióticos. No por hacerme el original rehuyendo un lugar común, aunque acaso cayendo en otro, debo decir que mis años de colegio, los años del Madrid, fueron realmente mis años paradisiacos. (Porque, perdón si esto suena sádico, además fueron los años de la Segunda Guerra Mundial... aunque de eso hablaré en otro momento).

En 1941, el mismo año en que los Colina Gurría llegamos a México (procedentes de República Dominicana), se fundó el Colegio Madrid y en él fuimos inscritos desde el primer momento (mi hermano) Raúl y yo, que al llegar a la flamante sede del flamante plantel, al número uno de la Calle de Empresa, nos quedamos boquiabiertos: era como si en un soñado, veloz viaje espacio-temporal sobre una alfombra mágica (en realidad fue, creo, en uno de los todavía pocos autobuses del colegio mismo, que no recuerdo si ya eran anaranjados y tenían en los costados, con el nombre del plantel, el escudo madrileño del oso y del madroño) nos hubieran devuelto a Francia, a Biarritz, al chateau donde habíamos estado con mi madre durante el final de la guerra española y donde habíamos hablado un elemental francés-belga, un habla de la que todavía no nos habíamos deshecho del todo en Santo Domingo, y llegó a parecernos extraño que esa construcción, tan similar a aquella, no tuviese enfrente el mar soleado y espumoso o lloviznado y gris de nuestros recuerdos, sino que estuviese rodeado de aquel rumbo casi urbano, casi campestre, aún con terrenos de milpa y pastoreo de ganado lanar y vacuno, un rumbo de nombre raro, que, además de llevar una equis en su grafía —no en nuestra pronunciación todavía nada mexicana—, parecía imitar en su segunda sílaba el cuá de la rana: Mixcoac (Miscuacuacuac), y era también lugar ferroviario, o lo había sido, pues esa construcción a la cual los escolares pronto empezaríamos a llamar el “Castillo” estaba inscrita entre calles que se nombraban, como en progresiva y aumentativa secuencia, Ferrocarril, Ferrocarril del Valle, Vía de Ferrocarriles, las cuales habrían de perder tan poderosos y humeantes y traqueteantes nombres para adoptar, y para tener hasta hoy, otros más tranquilos, prestigiosos y quizá espirituales, los de los pintores renacentistas Donatello y Rafael Sanzio, o el vibrante y ronco nombre de Avenida Revolución.

Palacete, o chateau, materializada evocación de un Biarritz ahora tan lejano, el “Castillo”, que había sido la residencia de campo de una familia de la Belle Epoque porfiriana —a uno de cuyos descendientes, apellidado, me parece, Scherer o Sherer, lo había comprado la Junta de Indalecio Prieto para instalar allí ese colegio que sería dirigido según el espíritu de la Institución Libre de Enseñanza—, parecía un castillo de cuento de hadas o imaginado por un Luis de Baviera de locura moderada: era grande y lujoso, de tres pisos, al exterior con torreones y altivas agujas y recoletas buhardillas y techos de cuatro aguas y entejados oscuros, y al interior con majestuosas escaleras, vastos salones, parquets de maderas preciosas, grandes espejos de pared con marcos dorados, cielorrasos artesonados, un bello jardín amplio y cuidado con petunias, begonias, rosas, claveles, glicinas, bugambilias, qué sé yo.

A poco tiempo, un año o así, como el gobierno mexicano exigió el divorcio de sexos entre los educandos en todos los colegios y escuelas (una medida de la que rezongaban los docentes del Madrid, formados en una idea liberal y moderna de la educación), el palacete quedó destinado a las oficinas y despachos de la dirección, a la cocina y el comedor del Colegio y al uso escolar de las niñas, mientras los niños fuimos trasladados, cruzando al otro lado de la avenida y exactamente enfrente, a otro edificio menos bello, de sólo dos pisos, cuadrado, sin torreones ni agujas, con un estilo entre neoclásico y fin de siécle, quizá un poco pre art nouveau, cuyas gracias mayores eran el encristalado hall de entrada, que parecía haber sido un invernadero, y un jardín o parque mucho mayor, aunque menos florido, que el que rodeaba al edificio por nosotros involuntariamente abandonado y al que desde ahora llamaríamos, como refiriéndonos a una perdida Arcadia, “el chalet de las niñas” o “de las chicas”. Y esas niñas, nuestras chicas (pues también eran criaturas del exilio y de la guerra de España), quedaban entonces separadas de nosotros durante las horas de clase y de recreo, invisibles y cercanas a la vez, y apenas entrevistas quizá cuando, a eso de la una o las dos de la tarde, nos llevaban los profesores, cruzando la avenida, a comer al chalet de ellas, de modo que bastaba que unas cuantas niñas, quizá entrando o saliendo de una clase, quizá algo demoradas en el final de un recreo, pasaran o jugaran a la distancia, al fondo, en un rincón de su jardín, y que un rayo de sol de clara tendencia proustiana encendiera de pronto unos cabellos rubios, arrancara reflejos de ala de cuervo en unos cabellos oscuros, y delineara la curva de una mejilla, de una pantorrilla, para que nosotros las eligiéramos, generalmente sin saberlo ellas, como nuestras “novias”, las Niñas en Flor a cuya luz, o sombra, deseábamos vivir, ya hechos unos precoces, rara vez procaces, tontitos enamoradizos. Ah, y sus nombres deliciosamente vulgares, queribles, paladeables, precedidos casi siempre del artículo que les daba un cierto prestigio de prototipos angélicos pero muy carnales: la Tere, la Liber, la Encarnación, la Encarnita, la Encarna, la Rosa, la María, la Mari, la Maru, la Rosamari, la Carmen, la Carmiña, la Carmenchu, la Pilar, la Pili, la Maripili...

***

Amplios jardines, que llamábamos parques, rodeaban a los dos edificios. Antes de comenzar las clases mañaneras (en mi época el Colegio era sólo de enseñanza primaria), nos reunían en el frontón al aire libre, nos formábamos por grupos de cada clase, cantábamos estrofas de dos himnos: en primer lugar, honrando al país que nos había acogido, el himno mexicano que voceábamos a garganta abierta porque nos gustaba mucho con su enérgico ritmo y su literario brío marcial (Mexicanos al grito de guerra,/ el acero aprestad y el bridón/ y retiemble en su centro la tierra/ al sonoro rugir del cañón) y el himno republicano español, el himno de Riego, que cantábamos como una aburrida letanía porque no nos gustaba nada con su ritmo machacón y su letra muy poco épica y exaltante (Hoy España de nuevo resurge/ y es tan alto y tan grande su honor,/ que en el hombre es un timbre de gloria/ el nacer y sentirse español), y luego, en filas de dos en dos, nos metíamos al edificio y cada grupo iba a su salón de clases. Camiones anaranjados en que los chicos íbamos de un lado y las chicas de otro, regidos por un chofer y un encargado, nos traían y llevaban de los domicilios al colegio y de retorno. En los primeros años del colegio nos dieron como uniformes unos largos, holgados guardapolvos grises que aborrecíamos, porque nos parecían uniformes de hospicianos, y que tratábamos de desgastar, desgarrar, acabar cuanto antes en las riñas, los partidos de futbol, los deslizamientos por la resbaladilla del patio de juegos trasero al edificio.

Los profesores, en el Madrid y en todos los colegios y escuelas de los refugiados, mantenían la tradición de la española Institución Libre de Enseñanza, y, por supuesto, como los alumnos, eran todos exiliados republicanos españoles, aunque con el tiempo, entre los alumnos y luego entre los profesores, empezó a haber mexicanos. El director del Colegio en mi tiempo y durante no pocos años después fue Jesús Rebaque, santanderino, amigo de mi padre, a quien apodábamos Revaca cuando, como ocurría con frecuencia, lo encontrábamos demasiado severo con nosotros.

Entre mis maestros tuve al profesor Gallo, luego al profesor Jesús Bernárdez. El profesor Gallo, hombre de baja estatura, sanguíneo, cuadradete, de afamadas cóleras, era químico farmacéutico y fungía (decía él mismo burlándose del americanismo que le parecía atroz, por “ajeno al genio de nuestra lengua”) como responsable en la gran Farmacia Senosiain que estaba en el crucero de Insurgentes y avenida Chapultepec, donde está ahora la amplia, profunda, populosa estación Insurgentes del metro. El profesor Bernárdez, joven todavía, de negro pelo ondulado y bigote fino, de una republicanidad casi religiosa, era el dandy del Colegio, se decía que tenía soñando a algunas chicas y hasta algunas profesoras, y él parecía redondear ese prestigio peinándose a cada momento el bien cuidado cabello con bien cuidadas manos y con una delicadeza de virtuoso tocando un tierno adagio en el violín.

Un maestro de mi hermano Raúl, el profesor Gil, un hombre que no era libertario ni de ninguna filiación política, pero sí un devoto de la profesión de maestro, ejercida por él con la humildad y dulzura de un fraile franciscano, de cuando en cuando levantaba en el salón de clases un altar de palabras emocionadas, que a veces le obligaban a enjugar con el pañuelo las lloradas gafas bifocales, en memoria de José Ferrer, el mártir inocente de la Semana Trágica barcelonesa, un santo laico y libertario, fusilado por la monarquía española en el fuerte de Montjuich, que de no haber sido asesinado, decía el profesor, y de haber seguido vivo y conduciendo su Escuela, muy diferente rumbo habría tomado la historia de España y no estaríamos los españoles en el destierro.

ÁSS

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