Estoy convencido de que El complot mongol es una de las mejores novelas de México. Además, no soy de esos que creen que “siempre es mejor la novela”. El padrino, por ejemplo, es mucho más grande en cine que en papel.
Habiendo declarado esto, puedo decir que la adaptación de El complot mongol traiciona el relato de Rafael Bernal, que su vulgaridad es un hecho tangible y que está muy mal dirigida.
- Te recomendamos ¿Qué leen los niños de hoy? Laberinto
Todo ello se exhibe en el alcance dispar de todos los actores. El extraordinario Damián Alcázar, por ejemplo, coquetea con la cámara en traición flagrante del meditabundo Filiberto García, un personaje incapaz de decir “te quiero”, que en esta adaptación se ha convertido en un calenturiento sesentón.
Otro hecho incontestable es que poner a Alcázar sobre el mismo plató que Eugenio Derbez sólo sirve para poner en ridículo a este último. Bárbara Mori no está tan mal; incluso Chabelo podría ser simpático si alguien se hubiera tomado la molestia de dirigirlo, pero desde los créditos de inicio, cuando, creativo, el cineasta se lanza guayabazos comparándose con Tarantino, uno siente la pena ajena; una pena que crece conforme la historia de Filiberto García se va desarrollando.
Es claro que Tarantino atrae a los amantes del cine kitsch, pero es difícil llegar a sus profundidades. No se hace una película como Perros de reserva dejando que Derbez siga siendo Derbez con la quijada tensa, los nervios del cuello hinchados y la risita nerviosa con la que hace todos sus personajes. ¿Hay alguien que crea que hace reír? Tal vez Sebastián del Amo, lo cual es uno de sus muchos errores, pues la historia de El complot mongol causa una risa triste. Sus personajes miran el horror del futuro de México y aun así aman a este país. Y se ríen de sí mismos. En cambio, los personajes de Sebastián del Amo son caricaturas. Y están tan mal hechos que cuando por fin termina la película uno pregunta: ¿habrá leído la novela? Creo que no. De otro modo habría visto que el espía estadunidense habla sin acento, que el espía ruso es un hombrecillo gris, que el matón mexicano vive aferrado a un pasado glorioso y revolucionario que quién sabe a dónde se fue.
En esta cinta, en cambio, el estadunidense dice my friend, el ruso espeta patéticos discursos con acento ininteligible y el mexicano tiene el infumable tonito del albur chilango. Lejos del heroico trío que inventó Bernal, los tres espías que en esta película investigan el complot para asesinar al presidente Kennedy en México parecen salidos de la peor comedia del Canal 2, cuando los ejecutivos de Televisa creían que era simpático ponerle a un actor una peluca y dejar que otro lo albureara con acento extranjero. O tal vez sí. Tal vez Del Amo leyó la novela de Bernal, pero lo hizo muy tarde, ya en las prisas de ponerse a dirigir. Qué desperdicio.
La diferencia entre un artista y un improvisado estriba en la necesidad de interpretar obras apasionantes como ésta y no ponerse a dirigir sólo para sentirse el Mexican Tarantino. Basta con leer la novela una vez para darse cuenta del ritmo que producen los “pinche vida” y “pinche soledad” del protagonista; es un ritmo pegajoso y nostálgico, como el Danzón número 2 de Arturo Márquez; no es el ritmo de esta película que, para seguir con la analogía musical, termina siendo vulgar como un reguetón.
Esta obra de Del Amo ha dado el tiro de gracia a Filiberto García, matón triste y olvidado en las páginas de una de las mejores novelas de la literatura nacional.
ÁSS