'El corazón de Inglaterra', de Jonathan Coe

Fragmento

Publicamos un fragmento de esta novela sobre una Inglaterra partida por la mitad, corroída por el racismo, el resentimiento clase y el miedo al futuro.

Detalle de portada de 'El corazón de Inglaterra'. (Anagrama)
Laberinto
Ciudad de México /

Después de retratar la Gran Bretaña de Thatcher y Blair en las aclamadas El club de los canallas y El círculo cerrado, Jonathan Coe retoma a unos cuantos de sus personajes y aborda el Brexit: esta novela contiene algunas de las mejores páginas que se han escrito sobre él, y sobre la idiosincrasia del Reino Unido que decidió votarlo.

Es una novela sobre las diferencias entre la cosmopolita Londres y la región central del país. También sobre cómo una generación de políticos irresponsables llevaron al país a una fragmentación nunca vista y a un clima de tensión que desembocó en el asesinato de una joven diputada laborista, madre de dos hijos. Es, en definitiva, una de las radiografías más lúcidas, ácidas y desternillantes de la sociedad británica contemporánea.

FRAGMENTO

Abril de 2010

El funeral había terminado. La recepción posterior había empezado a decaer. Benjamin decidió que ya era hora de marcharse.

     —¿Papá? —dijo—. Creo que voy a ir tirando.

     —De acuerdo —replicó Colin—. Pues me voy contigo.

Se dirigieron hacia la puerta y lograron salir sin despedirse de nadie. La calle del pueblo estaba desierta y silenciosa a esa hora de la tarde.

     —En realidad no deberíamos habernos marchado de este modo —dijo Benjamin, volviéndose, dubitativo, para echar un vistazo al pub.

     —¿Y por qué no? Ya he hablado con todos los que quería hacerlo. Vamos, llévame al coche.

Benjamin dejó que su padre se le cogiera del brazo sin mucha fuerza. Con esta apoyatura mantenía mejor el equilibrio. Con una lentitud indescriptible empezaron a avanzar arrastrando los pies hacia el aparcamiento del pub.

     —No quiero volver a casa —comentó Colin—. Sin ella, no me siento capaz de afrontarlo. Llévame a tu casa.

     —Por supuesto —dijo Benjamin, pese a que era lo que menos le apetecía en estos momentos. Todo lo que se había prometido (soledad, meditación, un vaso de sidra bien fría en la vieja mesa de hierro forjado, el murmullo del río en su eterno fluir) desapareció como succionado hacia el cielo del atardecer. Pero qué más daba. Su obligación hoy era estar por su padre—. ¿Quieres quedarte a dormir?

     —Sí, me gustaría —dijo Colin, pero no le dio las gracias. Últimamente rara vez lo hacía.

El tráfico era denso y llegar a casa de Benjamin les llevó casi hora y media. Atravesaron el corazón de la Inglaterra central, siguiendo más o menos el curso del río Severn y pasando por varios pueblos: Bridgnorth, Alveley, Quatt, Much Wenlock y Cressage, un trayecto plácido y anodino, en el que lo único reseñable era la sucesión de gasolineras, pubs y centros de jardinería, mientras que los indicadores marrones de patrimonio invitaban al aburrido viajero a más alejadas tentaciones de parques naturales, mansiones conservadas por el National Trust y jardines botánicos. La entrada de cada pueblo no estaba solo marcada por el cartel que anunciaba su nombre, sino por un parpadeante recordatorio de la velocidad a la que conducía Benjamin y una señal de advertencia conminándolo a reducirla.

     —Vaya pesadilla, estos radares de velocidad, ¿no crees? —comentó Colin—. Estos cabrones solo buscan sacarte pasta a cada paso que das.

     —Supongo que también ayudan a prevenir accidentes —dijo Benjamin.

Su padre lanzó un gruñido escéptico.

Benjamin encendió la radio, que, como de costumbre, estaba sintonizada en el dial de Radio Tres. Estaba de suerte: el movimiento lento del Trío para piano de Fauré. Los melancólicos y tenues contornos de la melodía no solo resultaban un óptimo acompañamiento para los recuerdos sobre su madre que hoy le venían a la mente (y probablemente también a la de Colin), sino que también parecían actuar como un reflejo sonoro de las suaves curvas de la carretera e incluso del verde apagado del paisaje que atravesaban. El hecho de que la música fuese con toda claridad francesa no tenía mayor importancia: emanaba de ella una sensación de comunidad, de energía compartida. Con ella Benjamin se sentía completamente en casa.

     —Quita ese barullo —le pidió Colin—. ¿No podemos escuchar las noticias?

Benjamin dejó discurrir los últimos 30 o 40 segundos del movimiento y cambió a Radio Cuatro. Era la hora del programa de actualidad de la tarde y de inmediato se sumergieron en el familiar universo del combate de gladiadores entre el entrevistador y el político de turno. Iban a celebrarse elecciones generales al cabo de una semana. Colin iba a votar a los conservadores, como llevaba haciendo en todas las elecciones británicas desde 1950, y Benjamin, como de costumbre, se mostraba indeciso, por lo que había decidido no votar. Nada de lo que oyesen por la radio durante los próximos días les iba a hacer cambiar de opinión. La gran noticia del día parecía ser que el primer ministro, Gordon Brown, que luchaba por la reelección, había sido pillado por un indiscreto micrófono abierto describiendo a una potencial votante como una “intolerante”, y los medios le estaban sacando punta al asunto.

     —El primer ministro ha mostrado su verdadera faz —opinaba, regodeándose, un diputado conservador—. Desde su punto de vista, alguien que expresa esta legítima preocupación es un intolerante. Y este es el motivo por el que en este país jamás vamos a poder tener un debate serio sobre inmigración.

     —Pero lo cierto es que el señor Cameron, su líder, también es muy reticente...

Benjamin apagó la radio sin dar explicaciones. Durante un rato siguieron en silencio.

     —Ella no soportaba a los políticos —dijo Colin, haciendo emerger de pronto algún tren subterráneo de su pensamiento y sin necesidad de especificar a quién se refería con lo de “ella”. Habló en voz baja, impregnada de remordimientos y emoción contenida—. Opinaba que eran todos unos impresentables. Todos unos corruptos, del primero al último. Que amañaban sus gastos, no declaraban los intereses que cobraban, mantenían media docena de trabajos incompatibles...

Benjamin asintió, recordando que de hecho era el propio Colin y no su fallecida esposa quien estaba obsesionado con la venalidad de los políticos. Era uno de los pocos temas capaces de hacer que este hombre de natural taciturno se volviese parlanchín, y tal vez lo mejor fuese dejarle hablar, para evitar que lo siguieran afligiendo los recuerdos dolorosos. Pero a Benjamin la idea no le hacía ni pizca de gracia. Acababan de celebrar una ceremonia para despedirse de su madre y no iba a permitir que una de las diatribas de su padre embruteciese este día sagrado.

     —En realidad, lo que siempre me gustó de mamá —dijo, a modo de maniobra de distracción— es que nunca sonaba amargada cuando hablaba de este tipo de cosas. Ya sabes, aunque algo no le pareciese bien, no dejaba que la irritase, tan solo la... entristecía.

     —Sí, era una persona muy dulce —coincidió Colin—. Una gran persona —no dijo más, pero unos segundos después se sacó del bolsillo del pantalón un pañuelo de aspecto repugnante y se secó los ojos con él, de forma lenta y meticulosa.

     —Te va a resultar raro estar solo —le comentó Benjamin—. Pero sé que te acabarás adaptando, estoy seguro.

Colin miró al vacío y dijo:

     —Hemos estado juntos cincuenta y cinco años...

     —Lo sé, papá. Va a ser duro. Pero vas a tener a Lois cerca la mayor parte del tiempo. Y yo tampoco vivo tan lejos. Desde luego que no.

Siguieron avanzando por la carretera.

El corazón de Inglaterra

Jonathan Coe | Anagrama | España | 2019

ÁSS

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