Joan Didion (Sacramento, 1934) era una niña de cinco años cuando su madre le regaló un cuaderno con la intención de ayudarla a domar su curiosidad desmedida y su precocidad intelectual. “Aquí tienes, deja de quejarte de todo y aprende a divertirte anotando tus pensamientos”, le dijo al entregarle un bloc Big Five. La pequeña le hizo caso enseguida, cogió un bolígrafo y empezó a garabatear lo que, años después, ella misma calificaría como el esbozo de un cuento: una noche ártica, una mujer estaba convencida de que moriría congelada. No obstante, al amanecer se despertó en medio del desierto del Sahara y entonces supo que el frío no era más que un sueño y, en realidad, moriría de calor antes del mediodía.
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¿Qué estado de ánimo pudo suscitar en una niña de cinco años una historia como esa? Tal vez no resulte tan extraño si se toma en cuenta su historia familiar. Hija de un miembro del Cuerpo Aéreo del Ejército de Estados Unidos que participó en la Segunda Guerra Mundial, Joan Didion creció escuchando que sus antepasados habían formado parte de la denominada Expedición Donner emprendida por un grupo de personas que, en 1846, de camino a California por una “nueva ruta” o un “camino más corto” para llegar al Oeste, se vio envuelto en una serie de contratiempos y errores que lo llevaron a modificar su trayecto y a quedarse atrapado durante el crudo invierno en las montañas de Nevada. Mientras esperaban a ser rescatados, más de la mitad de los 87 integrantes de la caravana falleció y el resto sobrevivió comiéndose a sus compañeros muertos.
Los familiares de Didion se libraron de la tragedia al negarse a seguir el supuesto atajo e irse por su cuenta por la ruta prevista. Así llegaron a Sacramento y ahí, en ese poblado que más tarde se convertiría en la capital de California, se quedaron a vivir. “¿Acaso no somos el paisaje en el que crecimos?”, se preguntaría años después la escritora que en su segunda década de vida comenzó a aportar su sensibilidad a la generación del Nuevo Periodismo estadunidense, y que ahora publica en español uno de sus cuadernos más emblemáticos, donde se refleja el rigor de sus observaciones, la introspección y el tono confesional que siempre han caracterizado su obra, así como su habilidad para vender intimidades enmascaradas de reportajes, los cuales elabora con un lenguaje conciso, claro y sencillo, alcanzado solo después de un arduo trabajo propio de los orfebres.
En Sur y Oeste (Random House) están las notas, los diálogos, las entrevistas y los borradores de artículos que Joan Didion recogió durante el verano de 1970 mientras viajaba por los estados de Nueva Orleans, Misisipi, Alabama y Luisiana, acompañada por su esposo, el escritor John Gregory Dunne (1932–2003). Son notas que revelan escenas cotidianas y estados de ánimo, preocupaciones de raza, clase, herencia y de gente que se ahoga en su propio pasado, lugares a los que parece no haber llegado la psicodelia, el feminismo, el uso de los anticonceptivos, el laicismo, las normas destinadas a terminar con la segregación racial, la visión progresista del futuro que, no hacía mucho, en un año mítico (1968), habían revolucionado a las sociedades occidentales. Es el Sur estancado, incapaz de abrirse a la ebullición que brota del Oeste, un conjunto de factores anquilosados que, por cierto, no distan demasiado del panorama político, social y cultural del Estados Unidos profundo en “la era Trump”.
Ese verano, la autora vio un coche que se estrellaba contra una pared y a una mujer al volante que sacudía la cabeza y se moría al instante. En la alberca de un motel se fijó en las algas y colillas de tabaco que flotaban en el agua. Al final de un camino de tierra, ella y su marido se encontraron un criadero de serpientes. Junto a una gasolinera, una niña descalza, con un vestido de tela floja que le llegaba más abajo de las rodillas, llevaba en la mano una botella vacía de Sprite. Una señora negra estaba sentada en el portal de su casa decrépita en un asiento arrancado de un coche. En las reuniones sociales a las que asistió, los hombres hablaban de sus hazañas de cacería o de pesca y las mujeres de niños y de recetas de cocina. En el bar, junto a la alberca de otro motel, un grupo de hombres bebía y murmuraba juntando mucho las cabezas y señalando a Didion, que llevaba el pelo largo y suelto y caminaba frente a ellos en biquini.
La periodista (y novelista y guionista) se adentra en esa atmósfera, se empapa de la cotidianidad y enseguida toma distancia para contar con agudeza todo lo que vio, escuchó y sintió. Apunta, por ejemplo: “En junio el aire de Nueva Orleans va cargado de sexo y muerte, no muerte violenta sino muerte por descomposición, por exceso de madurez, por podredumbre, muerte por ahogamiento, por asfixia, por fiebres de etiología desconocida. Es un lugar físicamente oscuro, oscuro como el negativo de una fotografía, oscuro como una radiografía: la atmósfera absorbe su propia luz, nunca refleja la luz, sino que la absorbe hasta que cualquier objeto brilla con una luminiscencia mórbida. Las criptas no subterráneas dominan ciertas vistas. En medio de la atmósfera hipnóticamente líquida, todo movimiento se ralentiza hasta convertirse en coreografía, toda la gente de la calle se mueve como si estuviera suspendida en una emulsión precaria, y parece que entre los vivos y los muertos solo haya una distinción técnica”.
Poco después de reglarle su primer cuaderno, la madre de Joan Didion le firmó una autorización para que pudiera pedir prestados libros que en la biblioteca pública de su barrio eran considerados más bien “para adultos”. Cuando terminó de estudiar la carrera de Letras Inglesas, su madre la animó a participar en un concurso de ensayos de la revista Vogue. Ganó y como premio recibió un contrato de redactora en la publicación que dicta las tendencias de la moda. Entonces se mudó a Nueva York, alquiló un apartamento en Manhattan y acudía a la redacción de la revista “vestida de señorita con guantes a juego”. Ahí, al profundizar en la frivolidad y ocuparse de la información cinematográfica, desarrolló su estilo literario. Escribió, incluso, su primer libro, Río revuelto, la historia de una pareja de clase media californiana que ve cómo se derrumba su vida bajo el peso acumulado de falsas apariencias, errores y traiciones. También conoció a su compañero de vida, John Gregory Dunne, entonces colaborador de la revista Time y futuro novelista y guionista.
Tras casi una década viviendo juntos en Nueva York, la pareja se trasladó a California, donde escribieron algunos guiones juntos y se adentraron en el movimiento hippie, la psicodelia, el rock y las crisis de la cultura juvenil de la segunda mitad de los años sesenta. Organizaba fiestas en su casa y a ellas acudía gente del mundillo del cine y la música. Y de todo ello daba cuenta en sus crónicas. “Nunca creí que el paraíso pudiera agotarse”, dijo cuando se acabaron aquellos intensos años de desmadre.
Tiempo después, hizo a un lado la contracultura para ocuparse de cuestiones sociales. En 1982 llegó a El Salvador y en dos semanas supo captar la esencia de la lucha armada (“ahí entendí el mecanismo exacto del terror”) y escribió un libro–reportaje, Salvador, que sacude al lector al describir la macabra realidad con un estilo ágil, claro y sencillo (“No hay nada más difícil que la aparente facilidad, como lo hacía Hemingway”, suele repetir a manera de mantra). Pero también se ha encargado de profundizar en los principales aspectos que permiten entender a la sociedad estadunidense contemporánea. En Miami, por ejemplo, reflexiona acerca de la migración y el exilio, la pasión, la hipocresía y la violencia política.
En marzo de 1966, en la Maternidad del Saint John’s Hospital de Santa Mónica (California), los médicos le preguntaron a Joan Didion y a su esposo cuál sería el nombre del bebé que iban a adoptar. Sin dudar y al unísono, los dos respondieron: “Quintana Roo”. Meses antes, en un viaje que ambos hicieron a México, habían visto un mapa del país y el nombre de ese territorio les llamó la atención. “Si un día tenemos una hija”, se prometieron, “la llamaremos así”.
Su maternidad no le impidió continuar escribiendo. Todas las mañanas, su marido se levantaba, arreglaba a la niña, le daba el desayuno y la llevaba a la escuela. Un rato después, ella salía de la cama, desayunaba una Coca Cola y un puñado de almendras y se sentaba a escribir durante varias horas. Y cuando tenía un bloqueo, metía sus manuscritos en el congelador. Quintana creció sabiendo que era adoptada, se dedicó a la fotografía, se casó, se volvió alcohólica y se murió unos meses después que su padre. Tenía 39 años.
Los decesos de su marido y de su hija, tan repentinos y consecutivos, representaron la mayor etapa de sufrimiento en la vida de Joan Didion y, al mismo tiempo, fueron el catalizador de una prosa tan desgarrada como potente. La tarde del 30 de diciembre de 2003, la pareja de escritores fue al hospital a visitar a su hija, que llevaba cinco días en la Unidad de Cuidados Intensivos por una neumonía y un choque séptico. Volvieron a su casa, encendieron la chimenea, prepararon la cena y, hacia las nueve de la noche, pusieron la mesa. De repente, cuando Joan Didion revolvía la ensalada, su esposo se desplomó. ¿Se había atragantado? Era algo más serio.
Didion llamó una ambulancia. Los paramédicos intentaron revivirlo, lo llevaron a toda prisa al hospital pero John Gregory Dunne murió en el camino. Y del dolor por la pérdida nació uno de los libros más celebrados de Didion: El año del pensamiento mágico. Durante ochenta y ocho días escribió sin parar con la esperanza, en el fondo, de que su marido volviera. Los antropólogos y los psiquiatras hablan del “pensamiento mágico” cuando se refieren a la actitud mental de la gente que cree que sus pensamientos pueden influir en el desarrollo de los acontecimientos. Didion, por ejemplo, se negaba a tirar los zapatos de su esposo porque consideraba que al guardarlos él volvería por ellos.
En 2005, Didion estaba recorriendo varias ciudades de Estados Unidos para promocionar el libro y una notica volvió a aniquilarla: su hija había sufrido una embolia pulmonar que se complicó y le provocó la muerte. El duelo duró más tiempo y, de nuevo, se sentó a escribir sobre la muerte, sobre la experiencia de ser madre y, sobre todo, acerca de enfrentarse sola a la vejez.
En Noches azules se mezclan los recuerdos y los sentimientos encontrados con la esperanza de que los suyos (y ella) no dejen de existir. “Durante las noches azules uno piensa que el día no se va a acabar nunca. A medida que las noches azules se acercan a su fin (y lo hacen, lo hacen siempre), uno experimenta un escalofrío literal, una visión de enfermedad, en el mismo momento de darse cuenta: la luz azul se está yendo, los días ya se están acortando, el verano se ha ido. Este libro se titula Noches azules porque en la época en que lo empecé a escribir sorprendí a mi mente volviéndose cada vez más hacia la enfermedad, hacia la muerte de las promesas, el acortamiento de los días, lo inevitable del apagamiento, la muerte de la luz, pero al mismo tiempo son su premonición”, escribe en el prefacio. Aquellos días, Joan Didion dejó de comer, llegó a pensar 34 kilos y lo único que consiguió sacarla adelante fue la adaptación teatral de El año del pensamiento mágico, cuya dirección corrió a cargo de David Hare.
Hace ahora justo un año se estrenó el documental El centro cederá. Su sobrino, el actor y cineasta Griffin Dunne, organizó una campaña de crowdfounding para hacerle una película, pues se preguntaba cómo era posible que una de las escritoras más importantes de la cultura estadunidense no tuviera un documental. Tardó casi tres años en realizar el filme y el resultado fue un retrato agridulce estructurado por entrevistados como Anna Wintour, Calvin Trillin, David Hare o Harrison Ford y por la protagonista que, entre recuerdos y reflexiones, da lecciones de vida y de rigor profesional: en 1967, haciendo un reportaje sobre la cultura hippie, Joan Didion se encontró a una niña a la que su madre drogada con LSD. “¿Cómo te sentiste cuándo la viste?”, le pregunta Griffin Dunne en el documental. Didion mira al suelo, titubea, parece incluso afligida cuando, de repente, alza la mirada y, con media sonrisa, suelta: “No lo negaré, era oro. Cuando estás escribiendo un artículo, das tu vida por un momento así. Era una gran historia. Y yo era una reportera, no una hermanita de la caridad. Le arranqué su historia y luego la conté en mi libro Arrastrarse hacia Belén”.
Hoy Joan Didion es una anciana distinguida de cuerpo diminuto y delgado, que lucha contra la fragilidad de su propia vida en la soledad de un departamento neoyorquino. “Me encuentro cada vez más enfrascada en esta cuestión de la fragilidad”, dice en Noches azules. “Tengo miedo a caerme por la calle. Me imagino a mensajeros en bicicleta que me tiran al suelo […]. Cuando mis conocidos me preguntan cómo estoy ahora, oigo una inflexión nueva en sus voces, una inflexión que antes no oía y que cada vez me resulta más angustiante, casi humillante: esos conocidos parecen preguntarlo con impaciencia, medio preocupados y medio irritados, como si ya no les interesara la respuesta. Como si todos supieran perfectamente que la respuesta va a ser una queja. Tomo la determinación de que, si me preguntan cómo estoy, solo voy a decir cosas positivas”.
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Vive el presente rodeada de recuerdos, comiendo como un pajarito y combatiendo sus migrañas, pero no ha dejado de utilizar cuadernos. Porque, a pesar de todo lo que ha sufrido, no se ha permitido ser un alma en pena. “La gente que toma notas en cuadernos íntimos es una especie distinta, gente solitaria y reticente que siempre está cambiando la disposición de las cosas, insatisfechos ansiosos, niños que al parecer sufrieron al nacer cierto presentimiento de pérdida. Me imagino que el cuaderno trata de los demás. Pero, por supuesto, no es así. Nuestros cuadernos nos delatan, porque por muy diligentemente que anotemos lo que vemos a nuestro alrededor, el común denominador de lo que vemos es siempre, de forma transparente y desvergonzada, el implacable yo”, expresa sobre un cuaderno como Sur y Oeste.
“He sido escritora toda mi vida. Como escritora, incluso de niña, mucho antes de que empezara a publicar lo que escribía, siempre tuve la sensación de que el significado radicaba en el ritmo de las palabras, las frases, los párrafos, una técnica para contener lo que pensaba o creía tras un refinamiento cada vez más impenetrable. Soy o he llegado a ser la forma en la que escribo”, explicó también en El año del pensamiento mágico. En su mesa de trabajo tiene enmarcadas dos notas manuscritas de su hija. En una de ellas se lee: “Querida mamá, era yo quien huía cuando abriste la puerta”. La escritora admite en el documental de su sobrino que todavía se siente culpable por esa muerte (“era adoptada, me la habían dado para cuidarla y fallé”) y confiesa que espera el final de su vida sin miedo: “una de las principales preocupaciones es la gente que dejamos atrás. Yo no dejo a nadie”.