Un país llamado exilio

80 años del exilio español

La diáspora republicana española hacia México cumple 80 años y puede verse a la luz de las migraciones actuales.

El presidente Cárdenas dio asilo a 500 niños españoles para protegerlos de la embestida franquista. (Archivo)
Anamari Gomís
Ciudad de México /

Las migraciones poblaron el planeta de animales y de gente. Tanto los elefantes como los caimanes, los pájaros y los seres humanos somos entes móviles. A veces por capricho y por ganas de explorar ha habido traslados hacia otras tierras.

En no pocas ocasiones, sin embargo, algo expulsa a los habitantes de un lugar: desastres medioambientales, que nos harán danzar a todos sobre el globo terráqueo muy pronto; guerras, como bien sabemos; problemas económicos o nulas oportunidades de empleo; persecuciones políticas y religiosas. La expulsión de los judíos en 1492 y luego de los árabes en 1506 significó una autoestocada para Castilla y el reino aragonés. Y esto nada más en nuestra tradición, la hispánica.

Otros motivos para migrar son los paraísos prometidos, mejores condiciones de vida, tierra, libertad. Los pilgrims abordaron el Mayflower en 1620, se despidieron de Inglaterra y se asentaron en América del Norte. Se convirtieron en los padres y madres fundadores de Estados Unidos. Qué decir de los conquistadores españoles y sus aventuras, del magno tropiezo, o como le quieran llamar, del “otro”, del diferente que les debe haber parecido ficcional, por lo menos en un principio, tanto a los nativos de estas tierras como a aquellos europeos investidos de armaduras y cascos. Así la Historia.

El 13 de junio de este año se cumplieron 80 años del exilio republicano español en México. Ese consistió en otro encuentro mucho menos dramático, en el que unos sabían de los otros. Ya en plena Guerra Civil, en 1937, el presidente Cárdenas dio asilo a 500 niños españoles para protegerlos de la embestida franquista. Fueron conocidos como “los niños de Morelia”. Dos años después llegó a Veracruz el barco Sinaia, justamente el 13 de junio de 1939. Los barcos Ipanema, Mexique, Flandra y otros más desembarcaron en diferentes momentos a aquellos que huían de una guerra brutal, en la que España era el conejillo de Indias de las nuevas armas alemanas e italianas, con las que el fascismo se preparaba para la Segunda Guerra Mundial.

De 22 mil a 30 mil españoles llegaron a México, una nutrida inmigración, donde el gobierno les procuró una nueva nacionalidad y con ello empleos y una vida recobrada: la de la paz. Muchos de los recién llegados eran intelectuales, surgidos de los aires renovadores que alimentaron a la República y que quisieron trabajar por una España moderna y menos influida por la Iglesia. Muchos jóvenes de aquella República habían estudiado en el Instituto Libre de Enseñanza, gran proyecto pedagógico. Venían escritores, filósofos, juristas, médicos, también profesores de escuela inoculados de ideales socialistas que pensaban que los cambios debían partir de la educación temprana. Actores y actrices, pintores, obreros calificados y sumamente politizados, campesinos que avalaban las propuestas republicanas para crear una sociedad más justa, más igualitaria. Sin duda, esta diáspora enriqueció a México. Y aquí, en México, sucedió algo interesante. Las izquierdas españolas, que se habían fragmentado, se unieron como republicanos en el exilio.

En 1940, en México había 22 millones 600 mil habitantes, según el sexto Censo de Población. En la Ciudad de México vivían, grosso modo, menos de dos millones de personas. El presidente Lázaro Cárdenas tomó en consideración esto, lo mismo que la creación de empleos para recibir a la inmigración republicana, en arreglo con la JARE, la Junta de Auxilio a los Republicanos Españoles. Se planeó todo en medio de la trepidación del fascismo y del advenimiento de la Segunda Guerra Mundial.

Mis padres, refugiados españoles, una vez que el gobierno del presidente Juan Negrín comenzó a itinerar, y con él mi padre, que era magistrado de la Suprema Corte de Justicia, y se establecieron en Francia (por nacimiento, mi papá era francés), pensaron quedarse un tiempo largo en ese país, pero llegaron los nazis y en una noche decidieron venirse a América. Viene a colación esto porque de París viajaron a Burdeos, donde embarcaron rumbo a Santo Domingo, a donde debían acogerlos. El general Cárdenas ya había recibido a muchos republicanos españoles. Cuando avistaron la isla, hubo un pequeño grupo de emisarios (esto quizá lo invento y deben haber anclado y alguien bajó a entrevistarse con las autoridades) que les anunció que cada ciudadano español debía pagar 100 o 200 dólares. Eran órdenes (y tiempos) del dictador Trujillo. Todos los viajeros y los tripulantes se aterraron. No llevaban dinero y no querían que los regresaran a Europa, en ese cálido julio de 1940, como a aquel barco de refugiados judíos que zarpó en mayo del 1939 rumbo a Estados Unidos y que paró en Cuba, de donde lo volvieron al infierno nazi.

EL éxodo español se planeó en medio de la trepidación del fascismo. (Archivo)

El Cuba, que así se llamaba el barco en el que venían mis papás, permaneció unos días anclado, sin ruta a seguir. En cuanto Lázaro Cárdenas se enteró, giró sus órdenes para que esos españoles tomaran camino a México. Mamá contaba que todos en el barco, con lujo de entusiasmo, celebraron el nuevo rumbo. México era el mejor de los destinos.

Yo nací en México, dentro del exilio de mis padres, varios años después. Digo “dentro” porque mi casa era casi otro país, uno suspendido en el tiempo. Cuando miro con alguien películas españolas de hoy y no se entiende algún giro lingüístico novedoso o una manera contemporánea de nombrar las cosas y me preguntan, como hija de españoles, qué quisieron decir los personajes, tengo que explicarles que, fuera de la literatura española actual, mi norma del español de España es de finales de los años treinta.

He ido varias veces a la península, pero nunca he vivido allá. Yo escribí una novela, Ya sabes mi paradero, en la que narro la historia de una familia española republicana en el exilio (Plaza y Janés, 2002). Se trata de mi familia, mezclada con otras, ficcionalizada y con visos paródicos en algunas partes. Me interesaba describir el país llamado exilio, en el que por mucho tiempo residieron los republicanos, así que el padre de la novela, luego de varios años de transterrado, decide dar a su hijo más pequeño una educación política centrada en México. Eso y muchos asuntos más, como la relación laboral de mi papá real con Martín Luis Guzmán, quien fue su tutor en muchos aspectos y con quien mantuvo un vínculo de admiración y, a veces, de resuelta ambivalencia.

En 1968, después del 2 de octubre, terminó para siempre esa liga. Discutieron y se pelearon. Mi papá real, no el de la ficción, trabajaba a escondidas de don Martín en la revista de izquierda Política de Manuel Marcué Pardiñas y de ahí, en sus dos últimos años de vida, laboró también en la revista Sucesos de Gustavo Alatriste. Su profesión como abogado la había suprimido en México, ahuyentado por la corrupción, pero escribió dos tomos del Derecho Civil Mexicano, amén de dos novelas y varios cuentos. Siempre sufrió por la España perdida. Siempre. Mamá también, pero era una andaluza graciosa, que se acopló a México desde el principio, pienso yo.

La Junta de Auxilio a los Republicanos Españoles fue vital para las negociaciones. (Anónimo)

Los otros exilios

Otra inmigración importantísima del siglo XX en México fue la chilena, cuya inmigración se llevó a cabo después del golpe militar en 1973. Cuando alguien narraba las atrocidades cometidas por Pinochet, mi madre contestaba invariablemente: “el canalla de Franco”. Y es que ambos eran lo mismo: traidores, crueles, fascistas y militarotes, como los de la Junta Militar, autodenominada Proceso de Reorganización Nacional, que, a partir de 1976, convirtieron a Argentina en un camposanto, y, como Franco y Pinochet en sus naciones, en una cámara de tortura. Se calcula que unos 6 mil chilenos se asentaron en nuestro país en calidad de exiliados. Muchos regresaron a Chile. Argentinos, luego de 1976, se refugiaron cerca de 14 mil. Como los chilenos, varios anduvieron el camino de vuelta a la Argentina. Igual que sucedió con el exilio español, fueron los intelectuales sudamericanos los que se acogieron al refugio mexicano.

Esas tres migraciones a nuestro país en el siglo pasado resultaron heroicas. México se benefició con el intercambio de culturas, con la presencia en las universidades y en otras instituciones de personalidades de la cultura, pero ha habido otras, menos épicas y nada signadas por la defensa de la libertad y la justicia.

Hoy, cadenas de migrantes buscan refugio fuera de sus países. Europa y Estados Unidos se han convertido en la meta de éxodos peligrosos y martirizantes. Muchos gobiernos no poseen la estructura económica para recibir a grandes cantidades de personas. El gran reto en esta segunda década del siglo son esas migraciones.

Aspecto de una exposición en Universum que abordó el exilio español en 2017. (EFE)

México se ha comprometido con Estados Unidos a fungir como país de acogida por un tiempo para la gran migración de centroamericanos que desean afincarse en el norte de América. Así nomás, sin ayuda. Turquía, por ejemplo, recibe gran apoyo económico de la Unión Europea para proveer de vivienda, de seguridad social, servicios médicos, educación y empleo a los migrantes que luchan por llegar a países de Europa. En las negociaciones del gobierno de la Cuarta Transformación con el presidente Trump y algunos miembros de su gabinete no hubo tal convenio. Nuestro país debe controlar los flujos migratorios en nuestro territorio o la furia trumpiana impondrá, para empezar, el 5 por ciento a los aranceles o quién sabe qué otras amenazas hará efectivas. Es un momento crítico, arriesgado, incierto. No hay nada que celebrar sino más bien mucho que temer.

Pienso en el escritor Federico Álvarez, refugiado español, profesor por muchos años de la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM. Una vez, en el aeropuerto, mientras Federico Patán, Antonio Matesanz y yo nos disponíamos a viajar a Madrid para hablar del exilio español en la Universidad Complutense, y Federico abordaría otro avión a España, pero con otro cometido, nos dijo: “ya chole el exilio español”. Ante esta inédita e imparable situación de migrantes desesperados que hoy recorren el mundo, vuelvo al exilio español de finales de los años treinta, como un clásico, como una bandera romántica que ojalá no olvidemos nunca. Aunque la verdad, ya chole.

ÁSS​

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