Sigue siendo lugar común que en las nóminas de la llamada “Generación del 27” no se encuentre el nombre de Pedro Garfias. Y es que, entre tanta luminaria (Jorge Guillén, Rafael Alberti, Federico García Lorca, Vicente Aleixandre, Manuel Altolaguirre, Juan José Domenchina, Emilio Prados, Pedro Salinas, Luis Cernuda, Gerardo Diego, Juan Larrea, Dámaso Alonso), pareciera que Garfias es un poeta secundario. Ni siquiera se habla de él entre los llamados poetas “menores”, como consideraron algunos críticos a los integrantes del grupo Málaga: Altolaguirre, Prados e Hinojosa, que no podían serlo desde el momento en que fundaron Litoral, la revista española más importante de los años veinte del siglo pasado y, además de buenos poetas, se convirtieron en los principales editores de toda su generación. Con el paso del tiempo hemos entendido que no fueron razones artísticas ni caprichos de la crítica (periodística o académica) los que marginaron de la fama a Pedro Garfias, el poeta andaluz que por un accidente nació en Salamanca. Simple y malamente se conjuntaron dos factores ineludibles, uno latía en los propios nervios del poeta (era su carácter) y el otro (la mala suerte) estaba implantado en su destino. Y reunidos ambos, le impidieron enfrentar con entereza las calamidades que la derrota de la segunda República española y el consecuente y forzoso exilio, le depararon a una generación que creyó en la democracia y la justicia social.
A veces no reparamos en el tamaño que tuvo la migración española en el México cardenista. Desde los quinientos niños que llegaron en junio de 1937 a bordo del “Mexique” y la treintena de intelectuales con algunos de los cuales se fundó la “Casa de España” por iniciativa de Alfonso Reyes y Daniel Cosío Villegas (hoy es El Colegio de México), hasta los últimos buques que trajeron casi un millar de damnificados de la guerra civil, el “Serpa Pinto II” y el “Nyassa III” en octubre de 1942. Se cree que durante esos tres años, en total llegaron al país cerca de treinta mil españoles republicanos.(1) Las cifras más conservadoras solo admiten la mitad, quince mil,(2) que a pesar de la mengua sigue siendo una cantidad muy considerable. La diáspora habría continuado de no haberse vuelto intransitable el mar ante el peligro que representaba la “Kriegsmarine” ya en la plenitud de la “segunda guerra mundial”. Solo para establecer un punto de comparación, pensemos en los poco más de mil conquistadores que llegaron de Cuba con Hernán Cortés y Pánfilo de Narváez, más los frailes y los pasajeros legales e ilegales que arribaron a Veracruz en los veinte años posteriores a la Conquista. Si revisamos las listas que hizo Baltasar Dorantes de Carranza al finalizar el siglo xvi y el diccionario de pobladores y conquistadores de la Nueva España que publicó Francisco A. de Icaza, no alcanzaremos a reunir una colonia española de más de cinco mil almas.(3) Con ese pequeño número y los nativos locales se conformó la actual nación mexicana. De manera que el tamaño de esta nueva oleada ibérica tiene —sin exagerar— visos de una nueva conquista, aunque esta vez llegaba con otro signo. El mismo Garfias lo señaló en el famoso poema que llevaba por título “Entre España y México” y que fue escrito en uno de los últimos días navegación del Sinaia, casi con seguridad el 10 de junio de 1939:(4)
Y tú, México libre, pueblo abiertoal ágil viento y a la luz del alba,
indios de clara estirpe, campesinos
con tierras, con simientes y con máquinas,
proletarios gigantes, de anchas manos
que forjan el destino de la Patria,
pueblo libre de México:
Como otro tiempo por la mar salada
te va un río español de sangre roja,
de generosa sangre desbordada…
Pero eres tú, esta vez, quien nos conquistas,
y para siempre, ¡oh, vieja y nueva España!
De cualquier manera que quiera verse, si México fue el país más generoso con los exiliados por la guerra civil en aquellos terribles años, la contribución de éstos en todos los órdenes de la vida mexicana no fue menos apreciable e importante. Como dijo alguna vez Cuauhtémoc Cárdenas en una de las tantas conmemoraciones que se han hecho por esta llegada:
Se tiene en algunos la impresión que el exilio republicano que llegó a México estuvo compuesto solo por intelectuales, profesionales, artistas, científicos, y sin duda el contingente de éstos fue de suma importancia, porque fue numeroso y de una muy alta calidad su contribución en el aula, la cátedra, la investigación, la expansión del pensamiento y el desarrollo de la economía. Pero en los 20, 25 o 30 000 españoles que formaron el exilio republicano, adultos y niños, llegaron a México, los más, trabajadores del campo, la fábrica y el taller, que introdujeron nuevos cultivos o mejoraron los existentes, que aportaron mejores técnicas de trabajo o practicaron oficios novedosos, que se fundieron con el país y su gente, y que sus contribuciones a México fueron tan valiosas como las de quienes se desenvolvieron en campos más públicamente reconocidos, aunque sus nombres no hayan llegado a la memoria pública y se conserven más que nada, en el recuerdo y el cariño de sus proles mexicanas…
Los sumarios de sucesos que se conforman una vez transcurrido el tiempo suelen ser muy diferentes —por no decir contrarios— a los hechos detallados que ocurrieron en los momentos precisos. La llegada de los exiliados no fue un asunto tan idílico como se mira retrospectivamente. El proceso de adaptación fue muy lento y penoso, allende de decepcionante debido a las razones coyunturales más obvias: por un lado, para los españoles, México y su revolución no eran realmente lo que parecían en la retórica del muralismo y la propaganda que andaba en el extranjero; el presidente Cárdenas había abierto las puertas del país a los republicanos por humanitarismo y solidaridad elementales y porque era necesario combatir al fascismo que desplegaban amenazantes las potencias del Eje, pero su régimen socialista lo era solo en las carátulas; la política mexicana tenía rincones muy oscuros, era sumamente intrincada e incomprensible para los extranjeros y la participación de los exiliados en el ámbito político estaba rigurosamente cancelada por la Constitución; por otro lado, como el muerto y el arrimado apestan a los tres días, la mayor parte de la población no estaba de acuerdo con el asilo que el gobierno había dado a los españoles, en muchas partes era hostil, sobre todo teniendo en cuenta la peregrina historia de que la guerra de independencia había restaurado la nación mexicana de la era precolombina. Como es natural, muchos mexicanos temían perder sus empleos ante la llegada masiva de los exiliados y el favor del Estado, y en varios sectores de la economía se dejaba sentir el temor a la competencia.
Si bien todos los migrantes debieron traer consigo el dolor de las pérdidas, también salieron con el ánimo de que cargaban con algo que el régimen fascista jamás podría suplir, como lo expresó León Felipe en su conocido poema:
Franco, tuya es la hacienda,la casa,
el caballo
y la pistola.
Mía es la voz antigua de la tierra.
Tú te quedas con todo y me dejas desnudo y errante por el mundo…
Mas yo te dejo mudo… ¡mudo!
Y ¿cómo vas a recoger el trigo
y a alimentar el fuego
si yo me llevo la canción?
Esperaban que las potencias europeas, una vez transcurrida la gran guerra, contribuyeran con cercar a Franco y facilitar el retorno de la República, pero en lugar de que eso ocurriera y pese a las presiones internacionales, el régimen se sostuvo y sobrevivió muchos más años más de los que alcanzarían a ver la mayoría de los exiliados…
Pedro Garfias fue uno de esos seres que desde muy niños revelan su vocación poética. Así lo documenta el admirable tesón de sus amigos que han recuperado poemas escritos entre los nueve y los trece años de edad. Títulos como “La Primavera”, “Al Sol”, “A la Luna” conforman aquella etapa inicial que llegada la adolescencia derivaría hasta el modernismo imperante en los primeros años del siglo xx. “En mis primeros poemas —dice el propio Garfias— yo no buscaba cantar a las personas, sino a los elementos de la naturaleza, a lo panteísta, así encontraba fuerzas, dolor o alegría en las cosas”.(5) Este sentimiento quedaría marcado para siempre en su poesía y en sus actitudes vitales y podría resumirse en sus conversaciones con los astros, el cielo, el campo y las flores, y por eso surgió aquel dístico que repetía a menudo en las tertulias: “Yo he conocido un árbol,/ que me quería bien”.(6)
Tenía un año menos que el siglo, y en 1918 el poeta llegaría a Madrid con la finalidad de concluir su bachillerato y estudiar Derecho, pero se fue chueco y se entregó por completo a la literatura. De los dos años anteriores datan ocho poemas que había publicado en Cabra y en Osuna y que son ejemplos claros de lo que se ha llamado el modernismo crepuscular: “Versos castellanos”, “Pasaron los años”, “¿Lola?”, “Vespertina”, “La alegría de vivir”; “Nostalgia”, “Al toque de oración”, “A Lulú”. Su llegada a la capital española lo topó con el aire renovador que venía desde Francia con los juegos tipográficos de Gillaume Apollinaire, y desde Chile con el creacionismo de Vicente Huidobro y se contagió de todos los “ismos” que se amplificaban con la intensa actividad de Ramón Gómez de la Serna. Estos encuentros le hicieron sacudir las hojas secas del simbolismo y esconder los aliños provincianos para dar un giro total con el que no solo su poesía, sino la de toda la república literaria española de aquellos años se pondría al corriente de las vanguardias. Sumado a la tertulia del café Colonial que presidía el hebraísta
Rafael Cansinos-Asséns, en pocos meses Garfias se convirtió en el más destacado de los jóvenes que clamaban por dejar atrás los artificios del modernismo y los tópicos novecentistas.
Cuando yo caigo en Madrid, estábamos hartos de esa cosa rubeniana. No de Rubén Darío, que como él no ha habido otro, sino de los seguidores que lo imitaban. Entonces publicamos, en todos los periódicos, nuestro manifiesto ultraísta contra las princesas, es decir, contra la pompa decorativa del modernismo.
“Apoyada la cabeza en el pecho del maestro” (Cansinos-Asséns), como diría un crítico de entonces,(7) Pedro Garfias colaboró en las principales revistas de vanguardia (Tableros, Cervantes, Grecia, Ultra) y fundó la última de las revistas del ultraísmo —Horizonte— que ya denotaba un repliegue con respecto a las novedades a ultranza y empezaba a cantar la palinodia de los excesos vanguardistas.
Horizonte no fue esencialmente ultraísta. Pretendió algo más. Quiso servir de enlace entre las dos generaciones líricas. Aquellos poetas del novecientos, cuya obra se sostenía intacta, cuyo arte se mantenía fresco. Juan Ramón Jiménez y Antonio Marichalar, colaboraron en todos sus números. También se unió entonces a la nueva falange toda esa serie de escritores que luego, y de manera tan precisa, han afamado su personalidad: José Bergamín, Antonio Machado, Dámaso Alonso, Moreno Villa… Por primera vez viene al movimiento ultraísta y colabora con él uno de los poetas más ricos y personales de hoy: Federico García Lorca.Horizonte aparecía ilustrada con grabados en madera y dibujos. Lo más fuerte de nuestra juventud pictórica desfiló por sus páginas: Norah Borges, Barradas, Ucelay, Cossío, Bores, Jahl…
[…] En Horizonte aparecen por primera vez, incorporados al movimiento literario nacional, dos nombres de los que más juego han dado después a las letras: Benjamín Jarnés y Rafael Alberti.
Creo que Jarnés no llegó a publicar. Su original quedó nonato. Pero su nombre aparece impreso, como secretario de Redacción en el último número. Alberti era pintor. Yo fui a verle para pedirle unos dibujos para la revista. Encontré en su mesa unas poesías y se las publiqué. Es posible que Alberti haya olvidado y recusado aquellos versos que no aparecen en ninguno de sus libros. Pero ya en ellos se revelaba su temperamento y su fuerza.(8)
Para 1923 el entusiasmo de Garfias por la vanguardia se había enfriado. Harto por las disputas monetarias con sus compañeros de aventuras literarias y cansado de las pequeñas guerras de vanidades, se regresó a Osuna para supervisar por encargo de su padre la producción de un negocio familiar en el campo. Siguió colaborando en algunas publicaciones del interior, en diarios como La voz de Écija y El Paleto y revistas como Alfar. Desde este retiro voluntario revisó sus poemas ya publicados y agregó nuevos textos para conformar El ala del Sur que sería su primer libro y que publicaría en 1926. Lo acogieron bien tanto los que habían sido sus contertulios como los demás escritores pese a que tenía muy pocas resonancias de Huidobro y Gómez de la Serna. Tenía en cambio notas personalísimas y esos acentos panteístas que serían siempre la característica más notable de toda su poesía. Cansinos-Asséns lo vio como un regreso al modernismo, a “nuestros poetas —diría años más tarde— la vieja poesía se les introducía por los puntos baldíos” y displicente lo reseñó entonces con una dureza que disfrazó de objetividad distante. Refiriéndose a cada una de las secciones de El ala del Sur, señaló:
Lo que en ellas hay de lección nueva está recogido en las partes tituladas El ala del Sur, Acordes y Ritmos cóncavos (...). Más allá, la pauta musical se hace más fácil, hasta caer a veces en lo trivial y consabido (los Motivos del mar son repudiables con su ritmo de barcarola). Se inicia ya el retorno hacia los viejos modos más claros, hacia los ritmos que pudiéramos llamar convexos. En las primeras partes del libro, donde está su modernidad, se nos aparece Pedro Garfias como un poeta que ha leído los versos de Huidobro cuya falta de puntuación acepta, y sobre su pauta lírica ensaya y obtiene melodías personales, instrumentando motivos tan suyos como la imagen mórbida, triunfa en él una tendencia simbolista, muy propia del perfil meditativo de su espíritu (...). En la última parte del libro, Pedro Garfias es un evadido del ultraísmo.(9)
Garfias volvió a Madrid en 1927 pero solo por una breve temporada para participar en el homenaje a Góngora que organizó la revista Litoral y que dio nombre a la generación poética. De esta contribución nació el “Romance de la Soledad” que suele ponderarse tanto por su exaltación de la naturaleza.
Aquí estoy sobre mis montespastor de mis soledades.
Los ojos fieros clavados
como arpones en el aire.
La cayada de mi verso
apuntalando la tarde.
Quiebra la luz en mis ojos
la plenitud de sus mármoles.
Tiene el tiempo en mis oídos
retumbos de tempestades.
Mi corazón se acelera
sobre el volar de las aves.
Vibra mi sien al zumbido
de los vientos y los mares.
Y aquí estoy sobre mis montes
pastor de mis soledades.
Después de esta fugaz aparición, Pedro Garfias dejó de escribir poesía durante casi nueve años. Instalada la segunda República, volvió a Madrid con un empleo y con la bendición de su padre quien solo esperaba que concluyera sus estudios universitarios. Durante tres años colaboró con El Heraldo de Madrid y en estas notas en prosa sobre los más diversos asuntos pudo vengarse de aquella reseña que le hizo Cansinos, su maestro, que fuera en los años de su etapa ultraísta uno de sus más admirados escritores:
Rafael Cansinos-Asséns, escritor viejo y amanerado, pero con cierto poder de seducción sobre los jóvenes de provincia, a quienes llegaban sus salmos en ondas concéntricas y les seducían con su lirismo decadente, consiguió reunir en torno suyo un reducido grupo de éstos. Ya por entonces la arrolladora personalidad de Ramón Gómez de la Serna comenzaba a invadirlo todo. Cansinos-Asséns, que no acababa de encontrar su sitio, pensó en formar un haz de espíritus nuevos que enarbolar como arma de combate. Más tarde, cuando las aguas volvieron a su cauce y el movimiento ultraísta, por lógica afinidad, fue desplazándose hacia Pombo, el despecho hizo escribir a Cansinos su libro, cínicamente desgraciado, El movimiento V. P.(10)
En 1934 apareció la famosísima antología de Gerardo Diego sobre la poesía española que, por rencillas personales, dejó fuera a Pedro Garfias. Fue una omisión tan terrible como letal y fue, tal vez, la causante de que las generaciones posteriores lo tuvieran como un poeta de segunda línea, oral, anecdótico y legendario.
La guerra 1936 le dio otro giro a la vida de Pedro Garfias. Muy pronto se le vio luchando en diferentes frentes, en Córdoba y en Valencia principalmente con las mejores armas que él sabía manejar: su voz y su entusiasmo, que enardecían el ánimo de los combatientes. Dice uno de sus biógrafos, Carlos Eduardo Gutiérrez Arce que “si en los años del ultraísmo su nombre adquirió notoriedad y respeto en los medios literarios y culturales de Madrid, la guerra le dio popularidad, esto es admiración y afecto del pueblo”.(11) Y la poesía que había dejado de fluir en su persona volvió en su forma más comprometida para no volverlo a dejar jamás; él mismo narra un suceso que lo hizo retomar el camino:
Luego vino la guerra, y yo me fui de miliciano. Y me dieron un fusil, por cierto que nunca lo empleé, nunca supe manejarlo. Fuimos en un camión al frente, en Linares, yo tenía 36 años, otro que estaba a mi lado tenía 50 y las manos de campesino. Y yo le digo: “Tú ¿qué eres…? ¡Campesino!... ¿Eres de la UGT? … ¡No! ¡Ah!, entonces ¿eres de la CNP?... ¡No!... ¡Ah!, entonces ¿eres comunista? … ¡No!... Pero ¿qué eres?... ¡Jornalero!... Y ¿a qué vas a la guerra?... ¡A defender mi tierra! ¡La que nunca poseyó! Llegamos exactamente en medio del ataque y nos empujaron al suelo a cavar trincheras. No sabíamos. De pronto le llega una bala, a él, y lo mata. Luego… no disparó un tiro, nunca luchó por su clase. Nunca supe su nombre. Entonces escribí mis primeros versos, después de años de silencio: ¡Qué dulce muerte le dio la bala que lo mató!
Pese al entusiasmo con que animó y defendió la causa republicana y con que celebró las diferentes gestas donde se batieron heroicamente los combatientes, debemos reconocer, sin embargo, que estos cambios de actitud frente al entorno son sintomáticos de los hombres a quienes en la Edad Media y el Renacimiento se les llamaba “melancólicos”. Garfias estaba picado de esta antigua enfermedad y en los vaivenes atroces de una guerra cruenta que se perdía inexorablemente, hacia 1938 comenzó a manifestarse de manera abierta el alcoholismo que lo iría minando y matando durante los siguientes casi treinta años. Repentinamente y después de una temporada de ensimismamiento y derrumbe anímico, se retiró de la guerra y se internó en un hospital de Valencia:
A la mitad de la guerrame detengo
mar de Valencia a tu orilla,
mientras pienso
con mi porte que no puede
que no quiere ser guerrero:
¿Qué fue de mi vida antigua,
de mis sueños,
de mis ilusiones nobles,
de mi corazón abierto […]
Una angustia me sofoca
como piedra sobre el pecho
y pone en mis ojos tristes
su desvelo
una visión implacable
de muertos, muertos y muertos.(12)
Ese mismo año le otorgaron el premio nacional de poesía por su intenso trabajo como animador y por sus opúsculos Héroes del sur, Consignas del frente y de la retaguardia y Consignas para comisarios que se reunirían después en Poesías de la guerra, publicado hasta 1941, ya en México. Volvió a los campos de batalla, pero la guerra ya estaba perdida para entonces y al poco tiempo debió emprender la pesada marcha hacia Francia. Después de estar en un campo de concentración, en febrero de 1939 llegó a Inglaterra donde permaneció apenas unos meses y, desligado ya, liberado ya de la poesía comprometida, escribió el mejor libro del destierro español según Dámaso Alonso: Primavera en Eaton Hastings. Sin embargo no pudo con la nostalgia y ahí, en la campiña inglesa, donde no encontraba su cielo ni la naturaleza clara de su blanca Andalucía, acentuó su alcoholismo. Su mujer, Margarita Fernández Repiso, le envió dinero para que volviese a Francia y de ahí partieron para México en el primer contingente de exiliados que trajo el Sinaia.
México fue el último escenario de su larga derrota. Veintiocho años de errancia, de ir venir por diferentes plazas, México, Guadalajara, Monterrey, Puebla, Pachuca, Tampico, Guanajuato, exhibiendo la faz de oscuro pájaro ganchudo, como lo describiría su amigo Juan Rejano en aquel admirable retrato que suele copiarse en todas partes:
[…] reverso insólito de unalma luminosa, melancólica, manadora de sueños, como
la sepultada estrella de la niñez;
revuelta, hirsuta la melena de cansado león sobre una frente
organizada para los pensamientos que con la virgen
ternura se humedecen;
agudos y endrinos los ojos dispares, disparados y anublados
a un tiempo por un frío velo crepuscular, como esos pequeños
relámpagos estrangulados en un cielo de nácar
aborrascado;
un rictus de bondadosa amargura en la boca navajeada, por
donde han brotado tantas sílabas musicales, que apenas
quedan campanas en las torres herrumbrosas, lenguas
de cristal en los ríos romanceros;
apesadumbrado el dorso: las corvas espaldas trepando a los
hombros de encima o de sillar;
torpe, renqueada la andadura, que fue airosa alguna vez
como la inconsciente juventud que no advierte su sangre;
ágiles las manos cual navecillas de nicotina: manos subrayadoras
de palabras que ya no son sino esqueletos de
palabras, recortadas imágenes fonéticas, de las que solo
percibimos un sonido de coda rota;
[…]
Dicen que se asentaba en una ciudad dos o tres meses y luego desaparecía, para volver después, sin previo aviso. Los amigos, que los tenía en todas partes, lo acogían siempre. Dicen que en abril de 1967 volvió a Monterrey “con la vida a rastras”. Dejó un recado para Alfredo Gracia Vicente, su eterno protector, en la librería que éste tenía con Justo Elorduy:
Alfredo: me he tenido que devolver de la puerta. Ya casi no puedo andar. Cámbiame esa novela por otra larga y entretenida. Y mándame doscientos pesos. Para terminar ya con eso. Voy a ver si me paso unos días en cama —aunque tampoco la cama aguanto—, pues estoy todo llagado. ¿A dónde va a llegar esto, Alfredo?
De la acostumbrada habitación 410 en la posada “Garza Nieto” lo llevaron al cuarto 14 del Hospital Universitario; padecía de cirrosis, de psoriasis y de leucemia. Murió a las ocho y media de la noche del miércoles 9 de agosto de ese año de 1967. Lo enterraron con un traje de su amigo Santiago Roel y dicen que no cupo en el féretro y fue necesario quitarle los zapatos. Emprendió descalzo su último viaje. Para cumplir su último deseo (“Me gustaría / que me llenasen la boca / de tierra mía”), dice Santiago Roel Júnior que una “digna mujer de la República española” le depositó tierra que había traído de España, otros dicen que fue el propio Alfredo Gracia quien le puso un poca de tierra que había traído de Teruel. Alfonso Reyes Martínez y Andrés Huerta contaron que hacía mucho calor, que algunas mujeres estaban llorando y que no había más de veinte personas en el sepelio. Éste fue el final de la doble derrota de Pedro Garfias: la primera fue la derrota que le endosaron los golpes de la vida a su fama de poeta, los golpes de la historia a su patria republicana, los golpes del alcohol a su cuerpo y su espíritu tan susceptibles a la melancolía; y la segunda derrota fue la peregrina senda que siguió su destino de poeta, porque fue poeta ágrafo que se confió de la memoria y se regodeó con la emoción momentánea de su público, y fue, no obstante sus padecimientos y su infinita tristeza que lo llevaban a huir de su vocación, fue poeta a pesar de sí mismo.
(1) Cuauhtémoc Cárdenas. “Veracruz, puerto de libertad. El exilio republicano 1939-2009”. Conferencia publicada en Sin permiso. Publicación electrónica consultada el 25-09-2018.
(2) José María Fernández Gutiérrez. “Enrique Díez-Canedo. El poeta y su circunstancia”, en Cauce. Revista de Filología y su Didáctica, núm. 22-23. Universidad de Sevilla, 1999-2000. Pág. 79.
(3)Manuel Orozco y Berra contó 2329 nombres de conquistadores en su cuidadoso censo documental. Incluye los soldados que conquistaron Chiapas, Yucatán y Guatemala. Véase Los conquistadores de México. México, Pedro Robredo, 1938. Pág. 34.
(4) James Valender. “«Entre España y México». Notas sobre un poema de Pedro Garfias”. Armas y Letras (Monterrey), núm. 59. 2007. Pág. 28.
(5) Xxx (pág. 9)
(6) recuerda Max Aub.
(7) Pedro Luis de Gálvez, «De la Fiesta del Ultra. Cuartillas leídas por...», Grecia, núm. 16, 20 de mayo de 1919, en José María Barrera López, ibíd., t. I, p. 215.
(8) El Heraldo de Madrid, 27 de julio de 1933.
(9) Rafael Cansinos Assens, La Nueva Literatura. III. La evolución de la poesía, en ibíd., p. 629.
(10) Pedro Garfias, «La voz de otros días. Del Ultraísmo I», Heraldo de Madrid, 29 de marzo de 1934, en José María Barrera López, ibíd., t. II, p. 235.
(11) Pág. 9, en http://www.cervantesvirtual.com/obra-visor/pedro-garfias-poeta--0/html/ff8d21f0-82b1-11df-acc7-002185ce6064_11.html
(12) Poesías de la guerra española, pág. 55.
Arnulfo Herrera
Investigador en el Instituto de Investigaciones Estéticas de la UNAM, donde es también profesor de literatura española en la Facultad de Filosofía y Letras. Es autor de numerosos artículos académicos sobre los siglos de oro y la literatura novohispana.
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