El genio de Francisco Toledo

Arte

Rendimos homenaje al gran artista oaxaqueño (1940-2019), muerto el pasado jueves, con una lúdica mirada a su obra.

Francisco Toledo, fotografiado el 14 de Enero del 2015. (Foto: Octavio Hoyos | Milenio)
Sylvia Navarrete
Ciudad de México /

Hace todavía unos años, cuando se proponía a Francisco Toledo organizarle una exposición individual, él retrocedía espantado. Su última retrospectiva en el Museo de Arte Moderno (MAM) en 1980 le había costado un divorcio. Muy ocupado estuvo elaborando proyectos en su Oaxaca natal, que lo involucraban tanto personal como financieramente, y que han beneficiado de manera directa a artistas, público y comunidades: fundación de espacios culturales, frentes ciudadanos en defensa de la ecología, movimientos para la preservación de las tradiciones indígenas y la salvaguarda del patrimonio. Estas iniciativas dieron sus frutos: Mc Donald’s no instaló su sucursal en el zócalo de la ciudad capital, se denunció el maiz transgénico de Monsanto, Santo Domingo no se convirtió en estacionamiento…

Todos estos proyectos tienen su relevancia. El más tangible es el del Centro de las Artes de San Agustín (CASA), que desde 2006 opera en Etla: talleres de formación profesional en papel, foto, textil, madera, escenografía, música, literatura en lenguas nativas, y una escuela para niños del vecindario. En CASA confluyen artistas de toda calaña. Para los extranjeros, pasar una temporada en Etla equivale a la experiencia del Edén; otros confiesan invertir parte de su beca del FONCA en producir obra al alimón con artesanos en un ambiente de retiro. Para Toledo mismo, CASA significó una nueva vía en que canalizar su portentosa fecundidad creativa. Esto es lo que demuestra la exposición Toledo ve, montada hasta septiembre en el Museo Nacional de las Culturas Populares de Coyoacán.

Por fortuna, no espera al visitante un monótono recorrido didáctico. En muros, vitrinas y hasta plafones —de donde cuelgan cientos de papalotes— los objetos se agrupan en función de la técnica de su manufactura: afelpado, herrajes, mosaicos, fibras, orfebrería… No hay ni una cédula de obra, quizá para evitar la saturación visual, pues bajita la mano calculamos más de 400 piezas expuestas. Incumbe al público adivinar la fecha y los medios de realización de cada pieza, y en ocasiones hasta su autoría. Toledo incluyó algunas que no firma él pero que dialogan con las suyas: por ejemplo, una epopeya de la Segunda Guerra mundial ejecutada en canutillo (tubito de paja) y pepenada en la Lagunilla, o una media docena de variaciones en acuarela sobre el jitomate, atribuibles a alumnos de taller en CASA. La moción despista; breves textos explicativos hubieran esclarecido los procederes e instrumentos de cada técnica.

¿Qué es lo que “ve” Toledo? Desde la exposición que en 2015 montamos juntos en el MAM: Duelo, una serie funeraria de esculturas en cerámica en febril tributo a los 43 estudiantes desaparecidos de Ayotzinapa, estoy convencida de que Toledo no ve: Toledo alucina. Tiene una conexión con la naturaleza y con la memoria ancestral que ningún otro artista iguala; además, sus valores plásticos suelen guiarse por la meticulosidad manual de la artesanía más delicada (de jovencito decidió estudiar, no en la ENAP o La Esmeralda, sino en la Escuela de Artesanías del INBA, en la Ciudadela); las fuentes de su ornamentación han de rastrearse en los frisos de las pirámides zapotecas, las urnas de Monte Albán, los mascarones de Lambityeco, las vasijas y los códices mixtecos.

Donde uno ve un riachuelo correr bajo el sol, Toledo intuye (intuía) la cópula de los peces, el agua, el aire y la luz. Donde uno recuerda El origen del mundo de Courbet, él agrega a Pinocchio emergiendo desde el fondo de una vagina. Donde uno visualiza un pene, Toledo los multiplica en un enjambre de culebras… Poseía esa rara facultad de poner en imagen los mecanismos inconscientes que nos unen al entorno, a través de lo sensible.

Toledo trabaja en la escultura 'La Lagartera' en esta foto del 18 de julio de 2008. (Foto: Tomás Bravo | Reuters)

Para Toledo, todos somos bichos impacientes ante el placer: humanos, bestias, mazorcas y conchas. Todos estamos inmersos en una perpetua y frenética orgía de impudor y violencia, que solo atisbamos en estados alterados de conciencia. La pulsión sexual es el motor de su imaginario, manifiesta en autorretratos y en un bestiario de gusanos-espermatozoides, sapos promiscuos, changos vergones, pulpos lúbricos que acechan a las mujeres, pero también alacranes, murciélagos y cangrejos que rondan nuestros terrores nocturnos. Este repertorio ya canónico de Toledo se propaga en todos los medios concebibles: tapices lanudos, collares y aretes suajados, pisos taraceados, costureros, baterías de cubiertos, resorteras…

Se cuelan objetos curiosos en el conjunto, poco importa que sean de él o de un tallerista: un zombi de zacate, anafres armados con inmatriculaciones vehiculares, placas de vidrio fundido con petatillo de cobre y, menos inusitado, mucha gráfica intervenida (cromos orientalistas, radiografías clínicas) en la que reconocemos las filiaciones estéticas de Dr. Lakra, su talentoso hijo.

La obra de Toledo metaboliza los géneros y los elementos de la naturaleza en un fluir constante que restituye el movimiento cíclico de la vida. Humanos, flora y fauna conspiran jubilosamente para volver el universo un inmenso cuerpo en brama. A pesar de sus retrospectivas del 2000 en el Reina Sofía de Madrid y la Whitechapel de Londres, ¿por qué Toledo no tuvo la proyección internacional que merecía? Afuera lo consideraban un “primitivo”, un artista cuya obsesión por las mitologías y la arqueología mesoamericana opaca la precisión plástica y la flexibilidad en la experimentación de materiales. Para un islandés, pongamos, una pulsera de chapulines o un piso de calacas resulta más insólito que bello, sin duda. Acá lo entendimos mejor, porque convivimos de cerca o de lejos con sus atavismos culturales y espirituales, y quizá también porque conservamos el gusto por el juego. Toledo trabajaba mucho para los niños: les diseñaba juguetes, rompecabezas, abecedarios en zapoteco, gorros y calcetines. Su ingenio nacía del impulso de jugar y de la capacidad de asombro y metamorfosis.

Al igual que Renoir o Picasso en el ocaso de sus días, Toledo fincaba su producción en una sensualidad cada vez más gozosa y pagana. Su encumbramiento ya no está por hacerse. Es un clásico contemporáneo. Duelo en el MAM, Naa Pia’ en el IAGO y la Galería Juan Martín (2018), Toledo. Imagen y texto en la Galería de Arte Mexicano (2019), el catálogo razonado en 4 tomos (Francisco Toledo. Obra 1957-2017) publicado por Fomento Cultural Banamex, y ahora Toledo ve: a sus casi 80 años, ya iba venciendo su fobia del homenaje.

ÁSS

LAS MÁS VISTAS