Fue Carlos Franz, autor de una sublime novela (Si te vieras en mis ojos), quien me sugirió visitar Toledo montado en el lomo de un Rocinante contemporáneo, ligero como el viento, con la advertencia de que, conforme pasara las horas en la ciudad amurallada, ganaría peso al percibir el aroma de las delicias culinarias y no poder evitar degustarlas.
Cruzo el puente sobre el río Tajo, donde han abrevado judíos, musulmanes hispanos y cristianos durante siglos. Antes de entrar en la ciudad de las siete colinas se acerca un muchacho que me pide un duro de hoy (cinco euros) si escucho una brevísima leyenda. Acepto.
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“¿Sabía vuesa mercé que Dios hizo Toledo antes de ponerse a crear el resto del mundo?”
“Ni idea”, respondo.
“Por eso la moldeó a imagen y semejanza de Jerusalén. La explanada del Templo es como donde descansa la Catedral Primada; ¡el Monte de los Olivos se parece tanto al Cerro del Bu, Cigarrales y Peña del Rey Moro…!”.
Se alejan las nubes y aparece el sol, encendiendo los collados de cipreses. En instantes nos bañan sus rayos pesados y quemantes. Solo nuestros sueños y recuerdos permanecen ligeros. El pintor griego Domenico Theotocopuli cruzándose en alguna de esas callejuelas con Miguel de Cervantes; el asedio del Alcázar durante la Guerra Civil; punkies de hoy correteándose, soltando risotadas y gritos de anarquía. De pronto se detienen a escribir en una pared, vuelven a correr, vociferan: “¡Metal y fuego!”
Mantengo prudente distancia, no quiero ser víctima del acero tan finamente forjado por los maestros toledanos, cuyos corazones han latido parsimoniosos bajo las sombras densas de Castilla La Mancha desde mucho antes que el pintor y el escritor del siglo XVII patearan estas calles. Paso junto al muro donde los adolescentes plasmaron sus lamentos. Me detengo a leer.
¿El caballero con la mano en el pecho, retrato enigmático que pintó el Greco entre 1578 y 1580, corresponde a la figura de Cervantes? Sí es, no es. El manco de Lepanto y el tránsfuga cretense ingresan levemente, se instalan en esta realidad postpunk, tan ardiente como el sol que sigue cayendo a plomo.
Encuentro remanso en una banca instalada bajo la sombra de un laurel, cerca de la Antigua Sinagoga Mayor de la Aljama (ayuntamiento, en árabe) de Toledo, reconstruida y bautizada como templo cristiano con el nombre de santa María la Blanca. Aún puede sentirse el espectro de un paranoico inquisidor trepado en la copa del árbol a fin de atisbar cualquier humo sospechoso que emane de alguna chimenea, pues es sábado.
¿Platicarían Cervantes y Domenico Theotocopuli acerca de los paramentos embellecidos de la sinagoga?, ¿el candiota, de ascendencia judía, habrá ilustrado al complutense (hay quienes creen a este último un converso más) sobre la sutil labor para crear cintas, medallones y florones con veneras?, ¿éste le habrá hecho notar que atauriques vegetales y estrellas tejen un bello encaje contrastante con su blancura tersa? ¿Se habrán mirado con discreta complicidad porque la paleta de verdes de uno es similar al Verde Gabán del otro? Sin duda, habrían estado de acuerdo en que el techo de madera, una colorida armadura de par y nudillo, característica de la arquitectura concebida por los cristianos que vivían en territorio musulmán, o mudéjares, tiene forma de un antiguo recipiente para hacer pan, la artesa, vuelta al revés.
No hay pruebas de este probable encuentro. Sin embargo, se sabe que, antes de Toledo, ambos coincidieron en Roma, en 1570. Quizás se vieron en la mansión de Fulvio Orsini, consejero del cardenal Farnesio, a quienes el Greco conocía. Por su parte, a los 22 años de edad, Cervantes fue llevado a dicha ciudad por el joven cardenal Acquaviva en calidad de camarero, según asegura el escritor en la dedicatoria de La Galatea al abad de Santa Sofía.
Despedido por el Papa Pío V debido a sus radicales propuestas para cubrir decorosamente algunos cuerpos desnudos del Juicio final, pintados por Miguel Ángel en la capilla Sixtina, el Greco se mudó a Toledo, donde se instaló frente a la Sinagoga de Samuel ha–Leví, o del Tránsito, mientras que Cervantes habitaba no muy lejos, en la Plaza de los Tintes. Luego de su alistamiento en las galeras de don Juan de Austria y sucesivos acantonamientos, ya manco, en 1584 se desposaron él y Catalina de Salazar, nacida en Esquivias, a media hora en automóvil de aquí, unas seis horas en vehículo jalado por caballos.
Pitágoras creía en la idea platónica de que todo conocimiento no es más que un recuerdo. Aprender es recordar, únicamente las reminiscencias adquieren sentido y peso específico, como sucede en cuadros de el Greco y en obras de Cervantes, quienes algunos suponen miembros de la misma hermandad mística, los llamados familistas (Familia Charitatis), de filiación neoplatónica y pitagórica.
Remonto la callejuela de Samuel ha–Leví, cuyo piso fue arreglado por antiguos alarifes en forma de espiga, hasta llegar a la iglesia de santo Tomé. Allí se encuentra un cuadro de enormes dimensiones, El entierro del conde de Orgaz. A pesar de su tamaño, no es cómodo apreciarlo debido a la tupida concurrencia. Resulta claro que el Greco estaba haciendo una declaración de principios, según la cual las ideas y los números ocupan un lugar en el espacio, por más etéreos que parezcan.
Algo similar encontramos en los relatos cuasinovelescos de El ingenioso hidalgo de la Mancha y otras obras del autor alcalaíno. Los celos equivocados o inducidos de mala manera, el amor inoportuno e interesado, la suerte ciega, la envidia irrefrenable, todo ello tiene peso, orilla a los personajes cervantinos a decidir hacia dónde pueden moverse de acuerdo a sus ideas; qué tan rápido, es una cuestión de números y sentimientos cribados por el conocimiento que cada uno posee sobre las cosas del mundo. En el transcurso de sus tribulaciones quizás alcancen a pronosticar el límite de su poder, “más ligero que el mesmo viento”, afirma Sancho Panza.
Luego de las pesadísimas “aventuras ducales”, caballero y escudero se han ganado la libertad, “uno de los más preciados dones que a los hombres dieron los cielos”. Entonces empiezan a experimentar varios sucesos gnóstico–estéticos, no faltos de humor. En algún momento del relato, debido a su obsesión por arreglar las cosas que andan mal en el mundo, el caballero andante cae presa de un frenesí tal que confunde un cortejo fúnebre con una banda de rufianes. El viejo caballero y su raquítico animal muestran una presteza inusitada, de manera que “no parecía sino que en aquel instante le habían nacido alas a Rocinante, según andaba de ligero y orgulloso”.
Más adelante el hidalgo arremete contra un barbero, quien al ver con horror cómo esa figura fantasmagórica viene contra él, se deja caer del asno que lo transporta, “y no hubo tocado el suelo, cuando se levantó ligero como un gamo y comenzó a correr por aquel llano, que no le alcanzara el viento”.
Para confesar sus desdichas por el amor de Dulcinea del Toboso, don Quijote apela a napeas y dríadas, “que tenéis por costumbre de habitar en las espesuras de los montes, así los ligeros y lascivos sátiros, de quien sois, aunque en vano, amadas, no perturben jamás vuestro dulce sosiego, que me ayudéis a lamentar mi desventura”.
La señora misma que el Quijote idealiza es tan ágil como un halcón. Después de un movimiento inusitado, Sancho exclama: “¡Vive Roque, que es la señora nuestra ama más ligera que un acotán, y que puede enseñar a subir a la jineta al más diestro cordobés o mejicano!”
Ducho con las palabras, Cervantes no deja pasar la ocasión. Pone en boca de una embaucadora que desea venderles a sus protagonistas un misterioso y extraordinario caballo la siguiente respuesta, en el momento en que el caballero y su escudero se muestran ansiosos de conocer el nombre de tan maravilloso animal: “Se llama Clavileño el Alígero, cuyo nombre conviene con el ser de leño, y con la clavija que trae en la frente, y con la ligereza con que camina; y así, en cuanto al nombre, bien puede competir con el famoso Rocinante”.
Tampoco es remilgoso cuando trata de enfatizar las virtudes de lo breve. Siempre que alguno de los personajes de El Quijote va a contar una historia, Cervantes apela a la brevedad. Es una invitación constante a aligerar la historia; una manera sutil, si bien directa, de conservar la sustancia de nuestro relato. Cuando Sancho le pide permiso al caballero andante para contarle algo que tiene “en el pico de la lengua” y no quiere “que se mal lograse”, don Quijote le advierte: “Dila y sé breve en tus razonamientos, que ninguno hay gustoso si es largo”.
AQ